La obra de William-Adolphe Bouguereau
recorre con facilidad y simpleza dos mundos afines y contradictorios: la
pintura de la segundad mitad del siglo XIX y la publicidad actual. En uno todo es
pasado. En otro encontramos iguales representaciones, pero con mayor
provocación.
Nada más fácil que descartar a Bouguereau
como artista. Ya lo hicieron en su momento Gauguin, Cézanne y Van Gogh. Durante
las tres últimas décadas del XIX fue el pintor más conocido de París, que era
como decir del mundo. Luego sus cuadros se convirtieron en sinónimo de
mediocridad y hasta de burla para los estudiantes de arte. A partir de 1980 ha
comenzado una revalorización de su obra, pero siempre a partir de su destreza,
no de su talento. Ello se refleja en el mercado. Para un creador de 822 cuadros
conocidos, y que se mantuvo pintando seis días a la semana casi hasta su muerte
a los 79 años —aunque muchos se han perdido—, solo algunos han alcanzado el
millón de dólares y muy pocos los dos o tres millones. Si se compara con los
precios astronómicos de las obras impresionistas, quien en una época fue muy
cotizado entre magnates franceses y estadounidenses se preguntaría hoy si valió
la pena tanto esfuerzo.
De hecho el nombre de Bouguereau ha
servido para acuñar un término peyorativo, el
“Bouguereauté” que le endilgaron Degás y sus seguidores. Su manera, en
buena medida, llevó a la consagración de un estilo opuesto. Las superficies de
sus pinturas “lisas y artificiales” fueron catalogadas de poseer un “acabado
lamido”, deslavazado, demasiado liso y trabajado en exceso. Tal estilo, que con
anterioridad había sido admirado en Ingres —quien destacó que “la pincelada,
por más lograda que sea, no debe ser visible”— tuvo su contrapartida en la
textura y los brochazos, muy visibles, que caracterizan a los cuadros
impresionistas y post-impresionistas.
Más allá del estilo de pintar —aunque íntimamente
relacionado con ello— la fama y fortuna de Bouguereau, así como su posterior descrédito,
obedeció a su interés en mostrar a la burguesía europea y estadounidense lo que
esta quería ver: mujeres hermosas, niñas pobres pero encantadoras —y sobre todo
muy limpias—, mitología clásica y una idílica vida campestre. Tal visión, que
fue cambiando ligeramente con los años, adaptándose al público —“Qué usted
espera, tiene que adaptarse al gusto del público y el público solo compra lo
que le gusta”, dijo en una ocasión— la aceptó no solo en su obra, sino trató de
imponerla a otros.
Con el control absoluto del Salón de
pintura de la Academia de Bellas Artes, admitía en la exposición anual solo las
obras que eran de su agrado o de los pintores que no lo criticaban o atacaban,
al punto de que Cézane se quejó en una ocasión de haber sido excluido del “Salón
de Monsieur Bouguereau”.
Sin embargo, esa mirada típica de la
pacatería e hipocresía de la burguesía francesa, reflejada en sus cuadros, no
estuvo libre de pequeños y saludables excesos. Si el erotismo de Bouguereau casi nunca se libra de la cautela —baste comparar su Nacimiento de Venus con el de Cabanel— y
su fetichismo con los pies de niñas y jovencitas responde al gusto de la época,
en ocasiones sus cuadros bordean lo siniestro.
Dentro de ese juego especialmente
rentable de satisfacer las fantasías sexuales de los espectadores masculinos —sin
trasgredir los códigos morales establecidos por el Segundo Imperio—, algunas
pinturas de Bouguereau nos presentan una escena conocida donde aparece un
detalle, un tema o un aspecto que rompe las convenciones.
Dante
y Virgilio en el Infierno nos muestra una escena que
podemos considerar de vampirismo (el hereje y alquimista Capocchio es mordido
en el cuello por Gianni Schicchi, un famoso suplantador de personas para
obtener sus herencias). El cuadro tiene una notable carga erótica y contrasta
con otro de Delacroix sobre igual tema. En El
primer duelo o Despertar de la
tristeza (nombre que recibe tradicionalmente en español) está presente
también el erotismo en las figuras, sus poses y un posicionamiento que resulta
chocante con el tema.
La pintura describe el momento en el que
Adán y Eva han descubierto el cadáver de su hijo Abel, asesinado por Caín. Tal
característica desentona con el hecho de que, cuando la realizó, el pintor había
sufrido recientemente la pérdida de su segundo hijo.
Bouguereau pertenece a la época en que los cuerpos
femeninos blancos, depilados, blancos, idealizados al gusto del momento, se ofrecían
a los visitantes de los salones de arte como ejemplos de belleza y alta
cultura. Fueron el reverso de la prostitución imperante en las sucias calles.
Hoy tal disparidad se encuentra en las páginas de anuncios de artículos de moda
de las revistas de papel cromado, y las noticias que llenan el resto de la
publicación.