El fenómeno Trump es uno de los más
notables que ha ocurrido en la sociedad estadounidense en los últimos 50 años,
por el simple hecho de que trasciende la política. En su existencia hay al
menos dos aspectos fundamentales: uno social y otro del individuo. Esto hace
que las dos razones tradicionales —la economía y la política—, a las que existe
la costumbre de recurrir a la hora de las explicaciones en resultados
anteriores, sean aquí insuficientes.
Trump es un fenómeno cultural creado por
la sociedad norteamericana. Su triunfo —a diferencia del de Obama— no responde
a motivos económicos. Solo una crisis económica, como la gran recesión iniciada
en el segundo mandato de George W Bush, explica que un miembro de la raza
negra, y con una mezcla de nacionalidades y un origen étnico tan complejo como
Obama, llegara a la Casa Blanca. Su ascenso al poder fue único, pero no
insólito. Trump es un fenómeno insólito.
Pero si la victoria de Obama fue
singular, los ocho años de su administración transcurrieron dentro de los
cauces más normales. No se trata aquí de valorar su mandato o pronosticar el
alcance de su legado. Mucho menos de mostrar acuerdo o desacuerdo con lo
realizado por el exmandatario. Simplemente decir que Obama —lo que logró, y lo
que no pudo o fue incapaz de llevar a cabo— puede analizarse en los términos
acostumbrados.
Con Trump no ocurre ello. Su peculiar
campaña electoral —se intuyó entonces y se criticó sin resultado— fue apenas un
preámbulo. Estamos ante un mandatario que no solo es impredecible —decirlo se
ha convertido en un cliché— sino frente a un gobernante cuyas acciones son
difíciles de analizar; sus resultados imposibles de calcular y sus
consecuencias inasequibles. En última instancia, al hablar de Trump todo se
limita a estar a favor o en contra. Puede argumentarse que el poco tiempo
transcurrido, desde su toma de posesión, es lo que hace imposible tal análisis,
pero esta es una respuesta incompleta: si con él solo cuenta el momento, no
queda más remedio que enfrentar el problema desde ahora. Porque esa acumulación
de momentos, cuando se conviertan en años, amenaza con transformar radicalmente
al país.
Con una óptica a largo plazo es hasta
cierto punto fácil hacer predicciones. A partir de una permanencia ininterrumpida
—¿cuatro, ocho años?— Trump convertirá a EEUU en una especie de Rusia de Putin.
No establecerá un régimen totalitario sino una autarquía. La libertad de prensa
no será suprimida por completo, sino simplemente controlada. Designará a un
sucesor que será elegido en elecciones dirigidas y no necesariamente hundirá al
país en una crisis económica incontrolable, como tampoco reducirá por decreto
—al estilo de los desaparecidos gobiernos llamados “comunistas”— el nivel de
vida de la población. En el terreno de la política internacional se
multiplicará el proceso —ya iniciado— de la elección de gobernantes que
representen todo lo contrario a lo que él significa. América (es decir, y más
correctamente, Estados Unidos) no será “grande de nuevo” sino todo lo
contrario: menos que antes en la arena mundial. O puede suceder todo lo
contrario, porque las predicciones, como los sueños, solo eso son.
Sin embargo, aunque el futuro puede preocupar,
lo inmediato define. Y es en la posible transitoriedad de la administración
Trump donde caben las especulaciones actuales.
Crisis
política o nueva política
Más allá de la incapacidad constante del
Partido Demócrata para enfrentar a Trump, y sin entrar en la discusión de que,
en el terreno político, este país avanza hacia una crisis del bipartidismo
(tema para otro comentario), dos de las cuestiones fundamentales que enfrenta
la sociedad norteamericana en estos momentos son la incógnita de si es posible
en EEUU el establecimiento de un gobierno populista y la interrogante sobre el peligro de
disolución, en cuanto a sus valores fundamentales y trayectoria, del Partido
Republicano, precisamente en el momento en que ha alcanzado su definición mejor
(¿peor?) o al menos codiciada: la cumbre del poder no solo ejecutivo sino
legislativo y con igual destino en marcha hacia el judicial.
La crisis del Partido Republicano —que no
es aparente pero sí real— obedece a dos problemas: dirección y facciones,
especialmente el Tea Party. Los años de la administración Obama consolidaron un
problema existente desde la llegada de George W Bush a la presidencia: el
peligro de escisión. Si la popularidad inicial, tras el 9/11, y el capital político
luego desperdiciado de Bush lo impidieron, la amenaza estuvo presente durante
el proceso de elecciones primarias y se saldó con una salida disfrazada de
victoria: el dominio de la Casa Blanca y las dos cámaras legislativas. Pero el
riesgo sigue ahí. Desde que manifestó su intención de postularse, Trump y el partido
que adoptó como propio —por conveniencia y no por convicción— han estado bordeando
el enfrentamiento y lo han evitado debido al provecho mutuo. Hasta el momento
todo parece indicar que el Presidente no tendrá problemas con un viejo taimado
como Mitch McConnell, pero con un joven ambicioso como Paul Ryan. ¿Y Mike
Pence? ¿Siempre a un lado, con su sonrisa y apariencia fiel? ¿Se confirmará con
seguir repitiendo hoy lo que Trump desmentirá mañana?
Sin embargo, cada vez se hace más
evidente que el mayor obstáculo para el avance de la por ocho años añorada
agenda republicana es el propio presidente. Y la palabra clave es: distracción.
No hay semana en que Trump no haga algo
para entorpecer tal agenda. Por supuesto que al mismo tiempo lleva a cabo
acciones mayores o menores, para ofrecer algún tipo de satisfacción, al estilo
de los descuentos en los supermercados: una nominación a la Corte Suprema
aprobada en el Senado, beneficios económicos a la ultraderecha cristiana,
decretos puntuales. Sin embargo, lo fundamental de dicha agenda aún queda
pendiente (la sustitución del Obamacare es solo un proceso iniciado, y hasta
ahora más con fines de justificación política, de enmascarar resultados).
Y aquí se llega al centro del asunto: el
personalismo de Trump es lo único definitorio en Washington a partir del 20 de
enero. Desde ese día, el Gobierno de EEUU avanza solo mediante dos formas de
mando, una tradicional y otra novedosa: decretos presidenciales y tuits.
La primera tiene en ocasiones alcance
limitado, en otras su objetivo ha sido paralizado al poco tiempo de emisión;
pero no por ello deja de ser una forma de acción concreta.
Con los tuits resulta diferente. Que
Trump haya transformado un medio de comunicación directo y acotado en contenido
—que muchas veces refleja un impulso y resulta efectivo en su capacidad de
conmocionar—, tanto en una forma de respuesta emocional, una imitación de
“ordeno y mando” o un puro acto especulativo no es más que poner de cabezas la
gestión presidencial.
El problema con ello es que esta forma
innovadora de gobierno no cumple su supuesta función.
En primer lugar porque la sociedad estadounidense
valora el asombro pero no practica la obediencia ciega. Paradójicamente, el
país ideal para gobernar mediante tuits sería uno de los más atrasados del
mundo —política, social y económicamente—, y es Corea del Norte, como lo fue China
en la época de Mao. Lo que lleva a cabo Trump en internet es la escritura de su
“Libro Rojo”. Con talento literario se dedicaría a escribir haikús. Para seguir
con las (malas) comparaciones literarias, podría decirse que en los tuits el
Presidente construye su “Aleph”, donde cabe todo, desde la intención de cambiar
la Constitución hasta burlarse de Schwarzenegger o promocionar la marca Ivanka.
En segundo, porque junto a ese medio poco
convencional, la Casa Blanca está obligada a recurrir cotidianamente a las
formas tradicionales de comunicación: conferencia de prensa, declaraciones,
entrevistas. Y ambas formas no se complementan sino colisionan a diario (Trump
ha expresado su intención de eliminar las habituales conferencias de prensa de
sus portavoces, y lo ha anunciado con… un tuit).
Tuits
y más tuits
En la actualidad todos los mandatarios
recurren a las redes sociales, pero lo hacen —o sus asesores lo hacen por
ellos— como un moderno medio informativo, no como gestión de gobierno. Los
tuits de Trump no se limitan a informar, sino son ante todo un instrumento de
definición de mandato. Pero en especial una expresión de su personalidad.
Ahora el ciudadano estadounidense no solo
conoce las decisiones de gobierno, sino aparentemente lo que las rodea. Nada
habría reprochable en ello si se tratara de un proceso participativo, pero el
Presidente lo desarrolla a partir de una concepción de inefabilidad, lealtad y obediencia.
Al mismo tiempo, el uso y el abuso de su
cuenta de Twitter le permite introducir un factor determinante en los textos
breves, y es su carácter emocional. Trump no se limita a trasmitir intenciones.
En especial los contenidos de dichos mensajes refieren a la parte volitiva e
irracional de su persona, y tienen cabida por igual insinuaciones, prejuicios y
simpes exabruptos. De esta manera, la racionalidad implícita en una forma de
gobierno democrático se reduce en buena medida a la voluntad de quien ejerce la
tarea: se pasa del servidor público al líder o caudillo.
Por otra parte, la efectividad lograda
por Trump con ese “tuiteo” constante ha llevado a la adopción de conductas
imitativas, y hemos comenzado a asistir a una especie de batalla de tuits en
desarrollo.
Todo apunta a convertir a la presidencia
en un espectáculo, en la peor acepción del término: feria de barracas, función
de circo, payasería sin límites.
Psicoanálisis
y Trump
Como consecuencia, en la relación de
Trump con la prensa (tema cuya amplitud también merece otro trabajo), el
Presidente manifiesta no solo el clásico conflicto aproximación/evitación, sino
en muchas ocasiones “descoloca” al periodista. Nunca antes en la Casa Blanca se
ha visto un mandatario tan sediento de aparecer en la televisión, internet y los
periódicos, al tiempo que crítico tan feroz de esos medios que denigra y
requiere. No hay decreto que firme, reunión que celebre, donde las cámaras
estén ausente, en que siempre exhiba su firma del documento o un simple apretón
de manos (salvo con Angela Merkel). Se sabe que dedica las noches a la
televisión, que tras largas horas frente a la pantalla acumula opiniones,
rencores y respuestas que lanza al amanecer siguiente en su cuenta de Twitter.
Al punto que ha resultado una verdadera “bendición” para un medio plagado de
problemas de todo tipo (y este texto no deja de ser una muestra de ello).
Prefiere el formato de la entrevista breve y limitada a pocos puntos, por
encima de las conferencias de prensa, donde a veces no sale bien parado. Pero
si por un momento uno logra el difícil intento de apartarse de la política,
resulta curioso y hasta instructivo, el ver estas entrevistas no como ejercicio
periodístico, sino como sesiones ante el psicoanalista. El problema es que la
función del periodista —al menos como declara intención— es buscar la verdad y
no atender al paciente, oír sus quejas, lamentos y conflictos. Y casi siempre
uno termina sintiendo un poco de “pena” ante el comunicador descolocado, y
también otro poco frente al infortunado mal escuchado o desatendido.
No se trata de intentar un análisis de la
personalidad de Trump, y mucho menos de aventurar un juicio sobre una posible
patología (algo, por otra parte, incluso poco ético desde el punto de vista de
un psicólogo sin los medios adecuados). Lo que llama la atención —hasta el caso
de una peligrosa adicción— es ver la candidez con que Trump evidencia sus
obsesiones. Reconocer que hasta tres veces preguntó al exdirector del FBI si
estaba siendo investigado. En una ocasión uno lo entiende, ¿pero tres? (hay que
aguantarse la lengua para no decir que tras ello se evidencia un problema de
inseguridad). Volver una y otra vez al tema de unas elecciones donde salió
vencedor; seguir insistiendo en su rival derrotada; recurrir a un calificativo despectivo
para referirse a un funcionario que despidió de un plumazo.
La presidencia de Donald Trump se ha convertido en el gran espectáculo nacional. Lo que nos deja con una gran pregunta: ¿y eso es bueno o es malo?
La presidencia de Donald Trump se ha convertido en el gran espectáculo nacional. Lo que nos deja con una gran pregunta: ¿y eso es bueno o es malo?