No ha dejado de ser una pesadilla para
quienes no nos acostumbramos a su victoria. Tampoco ha perdido adictos entre
sus seguidores más fieles. Ordenes presidenciales, mítines, agravios, intrigas,
chismes: el fenómeno Trump ocupa a diario las páginas de los periódicos y las
pantallas de los televisores; impera en las redes sociales, reina en internet.
Pero si nos detenemos en los logros de sus cortos meses de presidencia, en los
resultados hasta ahora de su mandato, poco puede atribuírsele. No se trata,
simplemente, de ejercer la crítica a sus posturas ni de rechazar sus
planteamientos. No es manifestar acuerdo o desacuerdo aquí, sino hacer una
pregunta: ¿qué tan efectivo está resultando como presidente Donald Trump?
Solo que la pregunta no admite una
respuesta simple, porque lo realmente importante es señalar que aquello que, a
falta de un nombre mejor, podríamos caracterizar como la “época de Trump” está —de
forma lenta pero constante— transformando la sociedad estadounidense e incluso
el panorama mundial.
Cuando se llega a esa conclusión, uno se
da cuenta que hay otra pregunta aún más importante, pero a la que se alude poco
en la “prensa del establecimiento” y menos aún dentro del Partido Demócrata:
por qué detenerse una y otra vez en la calamidad que —para muchos de nosotros—
significó el resultado de la votación electoral que llevó a Trump a la
presidencia, y no analizar las causas que hicieron que el Partido Republicano lograra
ampliar su poder legislativo, con logros sustanciales en ambas cámaras. Así
como el hecho de que ambas victorias —ejecutiva y legislativa— han conseguido,
y consolidarán y harán crecer sustancialmente en los próximos meses y años, un
dominio casi absoluto sobre el poder judicial.
Todo ello obliga a la conclusión de que
esta “época de Trump”, en su corto tiempo de existencia, actualmente tiene
asegurada no solo una influencia sino un poder singular, cuyos efectos ya son
capaces, en tan breve espacio de tiempo, de transformar de forma extraordinaria
al país en que los estadounidense vivirán en los próximos años.
Si bien la efectividad presidencial de
Trump, como gobernante, es relativamente poca en su mandato, en cambio está
resultando traumatizante, no solo emocionalmente para sus detractores —que es
al final lo que impera en la prensa y los lectores, cada vez menos— sino para
Estados Unidos y el resto del mundo. Trump cuenta más por lo que permite hacer
que por lo que hace.
Esta conclusión, por otra parte, arroja
dudas sobre ese empecinamiento —de dicha prensa y los círculos demócratas— en
promover un hasta ahora menos que improbable enjuiciamiento político al
Presidente o impeachment.
Sobre todo porque la definición sobre esa
supuesta coalición entre la campaña electoral de Trump y la cúpula del Kremlin
tendía que ser tan abrumadora, en términos legales, que no dejara resquicios a
la defensa política de un Partido Republicano que hasta ahora se muestra tan
solidario con él. De ahí la importancia de analizar ese paso, del rechazo y el
temor a la complacencia, que se ha establecido dentro de la cúpula del
republicanismo.
Lo curioso de este efecto es que —en
buena medida y en lo que respecta a resultados— se fundamenta no en la agenda
de campaña de Trump y en lo que prometió, sino en lo que está permitiendo a los
republicanos, que un tiempo temieron que el aspirante presidencial terminaría
por destruir al partido bajo cuya bandera se presentó a las elecciones.
En estos momentos, ni Trump es un
prisionero de su partido ni la organización se ha transformado a consecuencias
de su elección. Lo que ha ocurrido es una especie de simbiosis, donde cada cual
permite al otro beneficiarse sin interferirse mutuamente. Los escándalos casi a
diario del mandatario tienen un papel de distracción cuya clave resulta ambivalente:
no son tan dañinos como para impedir la marcha de un proyecto —pese a las
tímidas quejas de algunos legisladores republicanos— y al mismo tiempo esa
función de “distracción” actúa en dos vías opuestas, tanto en cierta dilatación
de ciertos programas desde la Casa Blanca como en concentrar la atención del
público y especialmente los medios de prensa en cuestiones que, en última
instancia, no preocupan sustancialmente a su base de electores.
Claro que el factor fundamental aquí se
resume en la variable tiempo. Los legisladores republicanos, y en especial
quienes están al frente de ambas cámaras, están funcionando con objetivos a
cumplir no en el plazo de los cuatro años de la presidencia sino simplemente de
dos, hasta las próximas elecciones legislativas. De ahí su premura.
Saben que ciertos aspectos a su favor —la
situación económica heredada de la pasada administración—, como otros creados
en buena medida tras el triunfo republicano —la burbuja bursátil que terminará
estallando—, pueden revertirse en un plazo relativamente corto, así como las
consecuencias de sus propias políticas —la destrucción del Obamacare—, e
influir en contra de ellos en las urnas en 2018. Pero al mismo tiempo, confían
en que la transformación económica y social sea tan profunda, y las
posibilidades de adquirir mayor político en los estados tan sólidas, como para
lograr mantener su dominio.
Más allá del sonido y la furia, lo que
han demostrado los primeros meses de la presidencia de Trump puede resumirse en
dos elementos fundamentales.
El primero es que, pese a su retórica, el
mandatario no se comporta como el caudillo que muchos temimos, en lo que se
refiere a imponer su agenda política anunciada. Esta afirmación puede provocar
argumentos en contra cuando se destacan declaraciones y gestos, pero si se
analizan los pasos concretos dados por la administración, no se puede negar que
Trump no solo “escucha” y se deja “asesorar” —al contrario de lo que se le
sigue criticando en buena parte de esa prensa— sino que es capaz de delegar
funciones en aspecto vitales dentro de la conducción del país.
Así la guerra en Afganistán ha quedado en
manos por completo de las decisiones del alto mando militar —al contrario de lo
ocurrido durante el Gobierno de Obama—; la CIA tiene luz verde para su labor en
lo que respecta a Irán; el proyecto de sustitución de la reforma de salud es
fundamentalmente creación de la dirección legislativa republicana, y en
particular del presidente de la Cámara de Representantes, Paul Ryan, ya que la
propuesta senatorial lo que busca es una compaginación con el mismo —la
declaración de Trump de que es un plan “mezquino” es hasta el momento más hipocresía
que oposición—, y lo que apunta hacia que el resultado final será lo que los
republicanos venían añorando desde hace años; la reforma fiscal se encamina a
transitar por iguales caminos y el cacareado plan de creación de
infraestructura parece haberse reducido no a un plan gubernamental sino a un
proyecto empresarial en manos de capital privado.
Todo ello nos lleva al segundo elemento.
Y es que, en buena medida Trump ha abandonado la agenda populista que
contribuyó a su victoria y lo distanció de otros oponentes republicanos en la
lucha por la nominación presidencial —Rubio, Cruz, Bush, Christie, Carson— en
cuanto a seguro de salud para todos, no a los recortes del Medicaid y a sus
ataques a Wall Street.
Por supuesto que otra parte de su agenda
populista, la más verbal —embestida contra la inmigración mexicana, “islamofobia”,
exaltación machista— se mantiene en pie.
Trump utilizó el populismo como carta de
triunfo —acorde a las circunstancias nacionales e internacionales— en la
carrera electoral, pero no es su razón de ser, al estilo de tantos gobernantes
latinoamericanos y algunos europeos. O las circunstancias no le han permitido
desarrollarlo, y su acomodación característica lo han llevado a adaptarse al
momento.
Se debe enfatizar que más que de cambios fundamentales en el proceder de Trump, lo que vale destacar es esa especie de adaptación a las circunstancias —y añadir que no deja de responder a su “flexibilidad” pregonada por él mismo— pero las cuales evidencian que, al final, el gran ganador de lo ocurrido el 8 de noviembre de 2016 en Estados Unidos fue, más que ese mandatario que algunos aún alaban y otros criticamos a diario, el grupo político que a partir de 1960 trató de apoderarse del Partido Republicano y que décadas después lo ha logrado a plenitud.
Se debe enfatizar que más que de cambios fundamentales en el proceder de Trump, lo que vale destacar es esa especie de adaptación a las circunstancias —y añadir que no deja de responder a su “flexibilidad” pregonada por él mismo— pero las cuales evidencian que, al final, el gran ganador de lo ocurrido el 8 de noviembre de 2016 en Estados Unidos fue, más que ese mandatario que algunos aún alaban y otros criticamos a diario, el grupo político que a partir de 1960 trató de apoderarse del Partido Republicano y que décadas después lo ha logrado a plenitud.