Quizá pocos, muy pocos entre nosotros,
identifican su nombre hoy. Quizá es solo mi ignorancia, o que soy arrogante.
Estoy seguro —quiero estarlo— que entre mis amigos cinéfilos es diferente. Al
menos su recuerdo, en escenas más o menos breves pero siempre notables. Es
difícil olvidar su cuerpo, sus gestos, su capacidad histriónica y esa forma de
representar que ahora se nos ha vuelto cercana y tan moderna, para algunos, y
que en otra época ella inició, anticipó, predijo; en el cine, el teatro y lo
que fue en verdad el cabaret. Estuvo junto a las que siempre serán las más
bellas — Louise Brooks, Greta Garbo, Marlene Dietrich, Asta Nielsen— y con los de
talento y alboroto — Oskar Kokoschka, Ernst Toller. Trabajaron para ella Jackson
Pollock y Tennessee Williams. La dirigieron realizadores célebres — G. W.
Pabst, Jean Renoir, Federico Fellini, Rainer Werner Fassbinder, Volker
Schlöndorff — y Werner Herzog la contrató para el remake de Nosferatu, el
clásico de Murnau, pero murió dos semanas antes de que comenzara el rodaje. Fue
propietaria de cafés, restaurante y cabarets, casi siempre mezclados.
Muy pobre
a veces, lavó platos y posó desnuda. Era judía, y cuando en Berlín no le
permitieron actuar más se fue a Londres y luego a Nueva York. Participó en el movimiento
expresionista y dada, y se le considera precursora del punk. Cantante,
bailarina, en una ocasión danzó representando un orgasmo en Berlín, y los
espectadores llamaron a la policía.

Fue como nadie una artista del
performance, que con un cuerpo horrible —ya hay que decirlo— y una gestualidad
extraordinaria representó en vivo lo que siglos antes Franz Xaver Messerschmidt
había logrado en la escultura.
Escandalizaba a la audiencia, y por ello
la fascinaba aún más. Llevó a los límites y destrozó las convenciones sociales.
Apenas le quedó tiempo para casarse dos veces.
Todo eso fue Valeska Gert.