La historia es vieja, muy vieja; la
ilusión infinita. Lo que no deja de producir sorpresa es esa capacidad del
exilio miamense, de volver una y otra a tropezar con la misma piedra, y cuando
no la encuentra buscarla y colocarla en la vía.
Donald Trump y el exilio, donde los
papeles de seductor-seducido se han venido intercambiando desde que el actual
mandatario se dio cuenta que no era una mala aritmética contar con votos de
cubanoamericanos, y que tampoco era muy difícil ganárselos.
A partir de ese momento, las cifras han
importado poco para repetir viejos mitos con nuevos nombres; acelerar mentiras
que reafirmen, más o menos, que sin la “little
help” de los cubanos de Miami, Trump no habría salido nunca de su penthouse en Manhattan; y también que
sin la participación del actual inquilino de la Casa Blanca, el fin del
castrismo resultaría imposible.
Lo peor es que vivimos uno de esos tantos
momentos, en lo que respecta a Cuba y Estados Unidos, donde oportunistas,
revanchistas y reaccionarios de ambas orillas compiten a ver quien cae más
bajo.
Ni el régimen de La Habana merece defensa
alguna, ni tampoco el desfile de los que se titulan opositores inspira
confianza, y mucho menos el tardío reverdecimiento de La Pequeña Habana. Al
final todo se resume a una pérdida de tiempo enorme para el avance de la
democracia en ambas costas, y lo que se escucha es simplemente un coro de
idiotas aprovechados o de aprovechados idiotas.
“Estoy tratando de revertir la dinámica;
estoy tratando de crear un sector empresarial cubano que vaya adonde está el
gobierno cubano y lo presione para que haga cambios. También estoy tratando de
crear una clase floreciente de empresarios privados independiente del
gobierno”, ha expresado el senador Marco Rubio, que de pronto se ha atribuido
—¿realmente se lo ha dado Trump?— el papel de “Zar” de Cuba dentro de la Administración
y el Congreso.
Sin embargo, esa creación de un “sector
empresarial cubano” era precisamente lo que estaba tratando de hacer Obama, con
resultados pobres. Porque si bien el régimen de La Habana acepta al trabajador
por cuenta propia y una pequeña empresa privada con limitada contratación, lo
que ha dejado bien claro que no permitirá es lo que considera “concentración de
propiedad y riqueza”. O sea, la creación de verdaderos empresarios. Así que lo
que se demuestra de nuevo es que ni demócratas ni republicanos tienen la más puta idea de cómo tratar con Cuba, y no me refiero solo al gobierno sino a la
población en general.
Puro disparate pretender crear desde
fuera una “clase floreciente” de empresarios “buenos”, frente a otros
empresarios “malos” (los militares), cuando desde hace varias décadas el país
está bajo el mando de una dictadura militar.
El colocar al Grupo de Administración
Empresarial, S.A. (GAESA) en el centro de las nuevas medidas demuestra no solo
una falta de visión política, al tratar con el gobierno de La Habana (porque en
resumidas cuentas la administración Trump no renuncia a la negociación), sino
una táctica desafortunada (que no rendirá frutos) y una estrategia sin
posibilidades de triunfo.
Dejar fuera a los militares, como
potenciales agentes de cambio en Cuba, podrá sonar “glorioso” en La Pequeña
Habana, pero tiene en su contra siglos de historia, las geografías más amplias
y los resultados políticos más notorios. Las transiciones no suelen ocurrir al
gusto y la medida de los ineptos. Y los aptos no siempre son los intachables.
De momento, la tan anunciada política de
Trump hacia Cuba se reduce a un acto de malabarismo. Más o menos como lanzar
unos cuantos cohetes sobre un aeropuerto militar sirio propiamente avisado. Mucho
para gritar y poco para defender. Un nuevo capítulo de la farsa.