Cualquiera que en Cuba menciona la
palabra corrupción, al hablar de la comida, se refiere al estado de
conservación de esta y no a su procedencia más o menos legal. Porque de otra
forma, ¿qué comer y a qué precio?
El gobierno cubano siempre se ha
preocupado en alimentar esa corrupción que proclama perseguir con peor Malasaña
que el barrio madrileño. Se nutre de ella, y lo peor: la estimula con supuestas
acciones legales.
La nueva resolución del Ministerio del
Trabajo, que suspende temporalmente el otorgamiento de nuevos permisos para
negocios particulares como paladares y habitaciones de alquiler, así como
establece que no se darán más licencias para la venta de productos
agropecuarios, no solo va en contra del desarrollo económico del país, sino
pone de manifiesto —una vez más— las limitaciones de quienes ejercen el control
político.
Cierto, han mantenido ese control por
décadas, y por lo tanto habría que considerarlos exitosos en sus propósitos.
Pero tal afirmación elude no solo el precio que la población ha pagado durante
ese tiempo: también deja fuera el señalar la incapacidad de aprendizaje de los
gobernantes.
Igual puede argumentarse que quienes
controlan el poder no se sienten obligados a ensayar nuevos mecanismos, si los
que vienen empleando desde hace demasiado años les han permitido permanecer en
la cúpula sin grandes cambios.
Sin embargo, todo ese andamiaje de tira y
encoge, exprime y afloja, aprieta pero no ahoga, hostiga y suelta no define una
política de gobierno y se queda simplemente en una práctica de usurero, casa de
empeño o actitud proxeneta.
Explicar las razones que sustentan la
medida, desde la óptica del poder, es tarea fácil. Tanto el temor al desarrollo
de un más que incipiente grupo productivo de probada eficiencia, frente al
deterioro y la capacidad del sector empresarial estatal, como la priorización
de los factores de control político sobre la realidad económica, e incluso el
detener a la fuerza la competencia —fundamentalmente en el sector turístico—
que representan quienes ofrecen mejores servicios, y a un precio más bajo, a
los visitantes extranjeros.
Pero al final todas estas explicaciones
salen casi sobrando ante una realidad más burda: lo que ha vuelto a imponer el
gobierno de Raúl Castro es el menosprecio al cubano, la envidia como razón de
su existencia de mando y la represión a manera de único instrumento de control.
La respuesta de la calle ante estas
nuevas limitaciones será, como siempre, el recurrir a la trastienda, la
ilegalidad obligada y la supervivencia como un ejercicio de escape y temor.
Con su vida fundamentada sobre el
principio de la escasez, tanto económica como sicológica, el cubano vive preso
de la corrupción, que detesta y practica con igual fuerza, y evitar cualquier
actividad que lo destaque y termine en denuncia.
En un proceso que tiene como única razón
de existencia el perpetuar en el poder a un reducido grupo, ese mecanismo de
represión invade todas las esferas de la forma más descarnada, y sin tener que
detenerse en los tapujos de supuestos objetivos sociales, que ya desaparecieron
o pasaron a un último plano desde hace largo tiempo.
El mantenimiento de un poder férreo, que
sobrevive por la capacidad de maniobrar frente a las coyunturas internacionales
―y se sustenta fundamentalmente en el aniquilamiento de la voluntad del
individuo― resulta no solo obsoleto, en el sentido más nefasto del término,
para las libertades individuales. También evidencia un empeño arcaico que solo
cede ante la inevitable biología.
Cuba cansa, hablar del caso cubano ya ni siquiera agota. Podría resumirse en que aburre esa repetición de la repetición practicada desde la Plaza de la Revolución, en que lo único insólito continúa siendo la paciencia de los que esperan, desde arriba o desde abajo.
Cuba cansa, hablar del caso cubano ya ni siquiera agota. Podría resumirse en que aburre esa repetición de la repetición practicada desde la Plaza de la Revolución, en que lo único insólito continúa siendo la paciencia de los que esperan, desde arriba o desde abajo.
Esta columna apareció publicada en El Nuevo Herald el lunes 7 de agosto de 2017.