Vuelta al pasado. Donald Trump ha hecho
retroceder 36 años la situación política entre Cuba y Estados Unidos. Al menos
para quienes viven en ambos lados del estrecho de la Florida.
El Departamento de Estado anunció este
viernes la suspensión de la tramitación de las visas “por tiempo indefinido”,
así como la retirada del personal no esencial de su embajada en La Habana. La
medida recuerda otra similar, adoptada bajo el mandato de Ronald Reagan, donde
dejaron de otorgarse visas en la capital cubana.
Tras el éxodo del Mariel, los cubanos que
querían entrar en Estados Unidos —en aquella época y en la mayoría de los casos
no era un simple viaje de visita sino una salida de la isla, sin vuelta atrás—
tenían que trasladarse a un tercer país durante varios meses o años, vivir en
este con mayor o menor fortuna —según la generosidad y posibilidades de sus
familiares— y al final recibir la ansiada visa o quedar anclados en un destino
ajeno. Todo un largo y costoso proceso, que se ha comprobado no hizo a Cuba más
democrática, causó el menor daño al régimen de La Habana y en grado alguno
logró avanzar la lucha por los derechos humanos.
Por otra parte, no hay sorpresa en el
anuncio. Con una administración como la de Trump, empeñada en hacerle la vida
más difícil a los ciudadanos de cualquier país del mundo, incluido Estados
Unidos, no era de esperar que los cubanos fueran la excepción.
Pese a que Obama le había facilitado en
algo la labor, con el fin de la norma “pies secos/pies mojados”, todavía
quedaba mucho por hacer en la ardua labor de división, cerco y muro en que está
empeñado el actual gobierno estadounidense; una tarea que no cesará hasta
lograr convencer a las norteamericanas blancas y rubias de que deben parir más
(algo similar a lo ensayado en la Alemania nazi).
Era tonto pensar, por lo tanto, que el
muro no iba también para los cubanos. Más cuando ya habían sobradas señales
electorales de que el interés de la Casa Blanca no era precisamente los nuevos
cubanos de aquí y allá, sino los viejos de siempre. Ahora reverdecerá en Miami
la exhausta teoría de la “olla de presión”, y los que se fueron hace mucho
repetirán por radio y televisión que la solución al problema cubano estaba
en no irse (los otros). Tampoco van a faltar, entre los llegados en fecha más
reciente, los que experimenten el síndrome del pasajero de guagua habanera.
Es de suponer que algún funcionario del
actual gobierno de EEUU —no hay que considerar que toda esta estrategia
política descanse exclusivamente en la mente de los legisladores Marco Rubio y
Mario Díaz Balart, porque entonces lo único a celebrar es que no tengan
ancestros norcoreanos— calculó el riesgo de violar todos los pactos migratorios
con Cuba (suspender indefinidamente la expedición de todas las visas de
inmigrante y no inmigrante, afectar el programa de reunificación familiar, la
marcha del 60% del personal de la embajada) en momentos en que aparentemente
Raúl Castro se retirará del poder el próximo año, tras la muerte de Fidel
Castro y con el país en una difícil situación económica, empeorada por el
huracán Irma. Lo demás es tomar riesgos gratuitos en una relación que
transitaba sin pena ni gloria, solo para satisfacer a unos cuantos. Por lo
demás, la maraña detrás de lo que pasó (¿o no?) es cada vez más tediosa. A
estas alturas, las consecuencias de los incidentes ocurridos comienzan a pesar
más en las noticias que los propios hechos.
Dos reacciones a observar.
La
de La Habana. Aunque la medida está configurada
para no avanzar de forma explícita hacia un resquebrajamiento de las relaciones
diplomáticas, sino trazada bajo el discurso forzado del escudo de protección a
la salud del personal diplomático y a los estadounidenses en Cuba (aún no hay
noticia de algún ciudadano afectado), representa todo un reto a la moderación
que hasta el momento ha caracterizado la posición oficial del Gobierno de Cuba
ante la administración de Trump, en lo que respecta a las relaciones de ambos
países. De ahora en lo adelante, el mantenimiento de ese tono moderado podría
interpretarse como un signo de debilidad. Es posible que la Plaza de la
Revolución no salte directamente por el asunto de las visas, pero el
Departamento de Estado ha dicho que emitirá una alerta recomendando a los
estadounidenses no viajar a la isla debido a los “ataques”, y eso es algo que
difícilmente el Gobierno de Raúl Castro dejará sin respuesta.
La
de Miami. La mayoría de la población exiliada de
Miami, de una forma u otra, se verá afectada por esta medida. En la práctica
posiblemente se traduzca en más gastos para los familiares de quienes viven en
Cuba, nuevas complicaciones, angustias y demoras. Esto no tendrá una
repercusión política inmediata, pero vuelve a colocar la pregunta de hasta
cuándo una minoría en franco declive seguirá influyendo en las vidas de la
mayor parte de los cubanos que viven en Miami, y que saben que ninguna de estas
patrañas, sean creadas por La Habana o por Washington, va a significar un
cambio democrático para Cuba.