Una de las características del presidente
venezolano, Nicolás Maduro, es su falta de originalidad. Otra, peor, es el
modelo que copia.
Hace una semana el mandatario anunció el Plan
Conejo, con el objetivo de incentivar la cría de ese animal en espacios urbanos
para dar de comer a los venezolanos. La “idea” —las comillas son indispensables
para no ofender el raciocinio— recuerda peligrosamente los disparatados planes
económicos de Fidel Castro, que siempre culminaban en fracaso: el “Cordón de La
Habana”, la siembra de café en los balcones de la capital, los cruces experimentales
de razas vacunas, los cultivos exóticos, las vacas enanas.
En ocasiones tales planes daban pie al
tradicional humor, como cuando quiso sustituir las reses por ovejas y el pueblo
comentó que “Fidel había cambiado la vaca por la chiva”, pero en general
significaron perdida de tiempo, esfuerzos y recursos. Quizá el motivo fue en
parte —además de megalomanía— el entretener a la población, recurrir a uno de
los instrumentos que siempre utilizó con éxito: la distracción. No hay que
dudar que Maduro persiga igual fin y en resumidas cuentas se limite a dar otra
muestra de la lección aprendida.
Lo grave es que al gobernante venezolano
no se le puede oír en serio, si bien tampoco hay que tomarlo a broma. Cualquier
referencia a su torpeza clásica no debe terminar en la burla fácil. En su lugar
obliga al análisis frente a un desastre mayor: el problema que enfrenta un país
al tener al mando alguien de pobre razonamiento, cultura nula y restringida
capacidad de expresión, así como lo expuesto de las circunstancias que han
permitido que este individuo acapare el poder.
No es que Maduro destaque por su
impericia verbal, lo cual de por sí es negativo, sino que es un inepto. Lo malo
no se limita a que no sabe gobernar, sino que no deja gobernar a otros que sí
saben.
Más allá de la falta de saber, lo que
importa es el engaño, el mentir no simplemente por ignorancia sino por
aferrarse al poder.
Ahora Maduro habla de criar conejos como
cuando el gobierno chavista se lanzó a desarrollar los cultivos hidropónicos,
en edificios y terrenos baldíos, y creó un ministerio específicamente dedicado
a la agricultura urbana. Proyectos sin futuro, empeños torcidos, al igual que
aquel del fallecido mandatario Hugo Chávez, con la propuesta de revertir el
movimiento migratorio del campo a la ciudad en Caracas y la intención de que
quienes apenas sobrevivían —y sobreviven— en las villas miseria que rodean a la
capital se trasladaran a idílicas zonas rurales —no importa si eran zonas
áridas y despobladas— e iniciaran una nueva vida trabajando la tierra o en
talleres artesanales.
Ante la incapacidad para conducir a la
nación de una forma independiente, a Maduro no le queda más remedio que copiar
a sus dos únicos modelos: Chávez y Castro.
Chávez —invocando a Simón Rodríguez—
proclamaba que Latinoamérica “debía ser original”. Su discípulo es todo menos
eso. Aunque el problema con el Plan Conejo no es que sea más o menos original,
novedoso o peculiar (conejos se crían en todas partes) sino que no va a
funcionar, como no funciona nada en el país.
La falta de sagacidad del mandatario
constituye una fuente de inseguridad constante para Venezuela, pero ese hecho
no lo detiene: lo que quiere es que lo reconozcan como miembro de esa élite (Castro,
Chávez) donde el mando se asume como una aventura y no como un deber
administrativo.
El presidente venezolano debería, al
menos, conocer este diálogo:
—Si de veras quieres saberlo, se fue
por... allí.
—¿Quién?
—El conejo blanco.
—¿De veras?
—¿De veras qué?
—Qué se fue.
—¿Quién?
—El conejo.
—¿Cuál conejo?
Lástima que Maduro nunca haya leído a Alicia, ni los conejos a Updike.
Este texto, con
el título de “Maduro, conejo loco” y una línea final algo diferente, apareció
en el Nuevo Herald, el lunes 18 de
septiembre de 2017.