Hasta hace unos años, al analizar el
producto cinematográfico nos encontrábamos dos características fundamentales:
era un lenguaje y al mismo tiempo una mercancía. Como lenguaje cumplía la
función de comunicar a través de la proyección de imágenes. Pero para ello
tenía que existir como mercancía. Incluso cuando supuestamente rechazaba su
valor comercial, era un producto: un artículo creado gracias a una base
material e industrial.
Cuando hablábamos de producto cinematográfico,
la película, lo abordábamos en un sentido general y no solo como producto
cultural o artístico. De hecho el cine no nació como forma artística y tampoco
fue esa posibilidad lo que atrajo a los primeros espectadores, que asistían no
a “representaciones artísticas” sino a exhibiciones de actualidades, actos de
ilusionista, trucos o como quiera llamárselos.
Aunque las características de lenguaje y
mercancía continúan presentes, el hecho de que ahora la posibilidad de “hacer
cine” se haya expandido —y paradójicamente limitado en cuanto a su
representación ante determinado público reunido en un local— desde años ha
vuelto a colocar al análisis cinematográfico en la valoración la imagen como
esencia de su función —más allá de criterios sociológicos y exégesis
ideológicas—, al tiempo que asistimos a una saturación de un medio donde no
solo las imágenes sino las propias palabras, con cada vez mayor frecuencia no
significan nada. De ahí la importancia de volver a detenerse en los elementos
esenciales que las conforman.
En
breve tiempo, la película se impuso no solo como obra de ficción. Desde el
inicio, surgieron otras formas narrativas que no podían se excluidas del
fenómeno cinematográfico: desde el documental en todas sus manifestaciones
hasta el cine didáctico y científico, además
del simple “cine de aficionado”, que en su dimensión más hogareña solo
pretendía conservar la imagen de una familia o la del desayuno de un bebé.
Movimiento de la imagen, imagen del
movimiento: la esencia del lenguaje cinematográfico, lo que entusiasmó a los
primeros espectadores —con independencia de los temas tratados— y lo que aún
hoy atrae al público. Para lograrlo son indispensables dos cualidades
intrínsecas del cine:
-La fotografía como imagen-reflejo en un
plano bidimensional de las características de los objetos reales.
-La sucesión de las imágenes en el
tiempo, aportando así la dimensión temporal al espacio.
De ambas se desprenden las cualidades de
la imagen cinematográfica: es realista en el sentido de que está dotada del
poder de captar y trasmitir las “apariencias” o características visibles de la
realidad, y al mismo tiempo posee la cualidad de otorgarle “realidad” a los
hechos más fantásticos. Esta cualidad, que desde la época de Melies posibilitó
la existencia del cine fantástico, de horror y ciencia ficción, está presente
también en el documental, tanto en su valor testimonial —hechos y personas
reviven ante nuestros ojos—, como descriptivo —gran parte del conocimiento
actual acerca de naciones, ciudades y culturas se le debe al cine, y
científico: el drama del crecimiento de una planta se desarrolla en varios
minutos en nuestra sala.
Ello permite enunciar otro aspecto de la
imagen cinematográfica, y es el hecho de que esta se encuentra siempre en
presente, lo que constituye a su vez uno de los pilares sobre los que se
asienta la narrativa fílmica.
Esta cualidad de presente artístico o
expresivo no es solo propia del cine —aparece también en la música—, pero es la
pantalla —por su aspecto realista— donde se brinda con mayor fuerza al espectador.
A lo anterior hay que agregar que la
imagen tiene un “papel significativo”. Todo lo que aparece en la pantalla tiene
un valor o sentido. Desde el punto de vista dramático, la estética
cinematográfica descansa en la convención fundamental de la supresión del
tiempo —carente de acción significativa— mediante la sucesión de
acontecimientos sin aparente relación con la trama.
Sobre esta base se fundamenta el arte, y
cuando nos salimos de esta definición, corremos el riego de apartamos de este,
al menos en su aspecto más tradicional. Bajo este principio podemos analizar
toda la historia del cine y ver como el concepto de “acción significativa” ha
ido evolucionando a través de los llamados “movimientos cinematográficos”. Un
ejemplo es el Neorrealismo Italiano, cuyos realizadores no hicieron otra cosa
que otorgarle otra dimensión al concepto.
Incluso en películas carentes de una
narrativa, en el sentido convencional del término, hay una sucesión de “actos
significativos”, que el director desarrolla para lograr la comunicación
cinematográfica.
Lo anterior no solo está presente en
películas que en mayor o menor grado responden a cánones estéticos, sino que es
su condición de producto cinematográfico, por cuanto descansa en el hecho de
ofrecer una visión elegida y depurada de la naturaleza del objeto fílmico y no
una simple copia.
Ya en los orígenes del cine, donde lo que
importaba era el fenómeno de la “impresión de realidad” implícita en el
espectáculo y no el tema elegido, existía la tendencia de filmar temas “móviles”,
como trenes, caballos al galope, olas chocando contra las rocas y buques
avanzando hacia el horizonte.
Esto nos lleva a enunciar una cuarta
cualidad de la imagen cinematográfica: su carácter de realidad escogida,
recreada y elaborada. Todo filme nos presenta un punto de vista, determinado
por las creencias, sentimientos y valores de sus creadores y productores.
Como quinta característica está el hecho
de que, al igual que temporalmente el cine responde al tiempo presente,
espacialmente es un hecho determinado o de unicidad representativa.
Por su realismo científico, inherente a
la cámara, el cine sólo capta aspectos propios y exactamente determinados de la
naturaleza de las cosas. En el cine, la imagen tiene un significado preciso y
limitado: “tal casa”, “tal árbol”, “tal hombre”.
Estas cualidades espaciales y temporales,
a la vez que brindan grandes posibilidades al cine, serán sus mayores
limitaciones a la hora de considerarlo como lenguaje, si no existieran los
aspectos de contexto entre las imágenes.
De ahí el “valor relativo” de la imagen
cinematográfica, ya que está determinada por:
-El contexto cinematográfico. Su valor en
relación a la precedente y sucesiva. Hecho que a partir del surgimiento del
montaje posibilitó la existencia de un lenguaje y de una estética del cine.
-El contexto mental del espectador, que
al relacionarse con el filme adecúa los contenidos de la imagen a sus valores y
viceversa, lo que lleva a la formación de los fenómenos de acondicionamiento
cultural que ayudan a explicarnos el gusto cinematográfico.
Es precisamente esta sexta cualidad de la
imagen cinematográfica la que posibilitó —es más, exigió— la existencia del
montaje.
El recurso del montaje, como expresión de
continuidad de diversos planos de acción era un recurso conocido y utilizado
por los narradores del siglo XIX. Está presente en las historietas gráficas que
a partir de los siglos XVI y XVII comienzan a desarrollarse por toda Europa.
Desde el surgimiento del cine, el montaje
forma parte de la esencia del medio. Se evidencia en uno de los filmes
presentados en la primera exhibición del Cinematógrafo Lumière. En La llegada del tren a la Estación Central
podemos observar, gracias a la posición en que fue colocada la cámara, el
primer plano secuencia de la historia del cine. Desde que aparece la locomotora
en la lejanía hasta los rostros de los pasajeros ocupando toda la pantalla, el
espectador establece múltiples relaciones con las imágenes que se suceden,
gracias al valor relativo de estas y su sucesión en un breve intervalo de
tiempo. El tren de pronto adquiere vida, no solo en su presencia cercana —el
humo de la maquina, etc.—, sino también porque se nos ofrece en su dimensión de
medio de transporte de seres humanos. Personas que hasta un instante anterior
eran desconocidas, ahora se encuentran frente al espectador: para mostrarnos,
gracias a su presencia en la pantalla, sus temores, trajines y destinos.
A esta cualidad del montaje interior, que
posibilitó la existencia de un lenguaje cinematográfico desde las primeras
películas silentes, se unió luego, tras la aparición del sonido, no solo la
presencia de un lenguaje visual, sino también sonoro, que abrió las puertas
para que este medio sea la vez lenguaje
cinematográfico y mezcla de lenguajes.
Mediante imágenes sucesivas,
desarrolladas en un tiempo dado, el cine nos muestra su contenido. Al igual que
la música, el cine es un arte temporal, ya que se desarrolla en el tiempo, pero
a diferencia de esta —que se trasmite directamente al espectador mediante el sonido,
en un espacio determinado (los efectos de espacialización en la música
comenzaron a desarrollarse cerca de la mitad del siglo XX)—, el cine utiliza un
medio espacial cambiante: nos brinda el tiempo no solo por medio de una
percepción directa (la duración de la película), sino mediante la utilización
de la característica primordial de esta dimensión: la duración del espacio
fílmico. Así, operando sobre la longitud de las imágenes, los recursos de la
toma desde diferentes ángulos con diversos lentes y el empleo del montaje, el
tiempo de la sucesión cinematográfica impone su propia cronometría sobre el
espectador.
Pero a su vez, el espacio fílmico —ese espacio
de aquí y ahora al que se hizo referencia al hablar de la imagen— es un espacio
temporal. Mediante la utilización del montaje, el cine nos traslada de un
escenario a otro, y acorta o alarga su contemplación.
Esto nos lleva al análisis de la segunda
característica de la sucesión cinematográfica: su relativismo. En el cine,
tanto el tiempo como el espacio tienen un carácter relativo. Un hecho que
ocurre en minutos puede ser alargado mediante el recurso del montaje —utilizado
desde los primitivos realizadores ingleses hasta nuestros días, y hecho famoso
por el norteamericano David W. Griffith con su rescate “en último minuto”. De
igual forma, un espacio puede ser descrito con mayor o menor precisión según la
velocidad de movimiento de la cámara o la aceleración de las imágenes. Pero
este relativismo no sólo está presente como recurso narrativo en el llamado
“cine artístico” o incluso de aventuras, sino que ha sido utilizado con sentido
didáctico por las películas científicas, y aun el simple aficionado lo emplea.
Como tercera característica de la
sucesión cinematográfica, podemos señalar que el cine no se limita a
representar la imagen del movimiento. Más bien podemos hablar de una imagen que
es una mezcla de movimientos. No solo tenemos la duración de los fragmentos de
filmes determinados por el montaje, sino los movimientos de la cámara —la que
además puede realizar un “montaje” en su trayectoria, en los conocidos
planos-secuencia—, así como los desplazamientos de los personajes dentro del
set y la frecuencia de filmación —ya que, como se ha mencionado, la velocidad
estándar de proyección de 24 cuadros por segundo puede alterarse para lograr
efectos dramáticos y científicos—, la utilización de la música, que contribuye
a imponer determinado tempo, así como las voces y los efectos sonoros, que
juegan también un papel fundamental en el desarrollo temporal.
De aquí que señalemos, como cuarta y
última característica de la sucesión fílmica la existencia en el cine de dos medios
fundamentales, uno visual y otro auditivo. Ambos medios son igualmente
importantes, aunque, en la mayoría de los casos, gran parte del contenido
cognoscitivo y afectivo viene dado a través de la imagen.