Los votantes de Donald Trump se están
muriendo, por sobredosis y suicidio, y el presidente ha venido a su rescate.
Un estudio de los economistas Angus
Deaton y Anne Case encontró que durante los últimos 15 años un grupo —los
hombres blancos de mediana edad— presentó una tendencia alarmante: sus miembros
morían en cantidades cada vez mayores, y el indicador crecía en la medida de
que estas personas carecían de un título universitario. La explicación en parte
obedecía a factores como la globalización y los cambios tecnológicos, pero el
dato verdaderamente inquietante es que ello ocurre en Estados Unidos más que en
otros países de gran desarrollo, como los europeos.
un concepto sociológico explica en parte
una de las deficiencias de un medio de comunicación atrapado en la explicación
fácil e inmediata de los acontecimientos, a un precio que cada vez más pone en
duda su capacidad para llevar a cabo la tarea.
Un concepto sociológico sirve para
explicar lo que está ocurriendo a estos norteamericanos, y es el de anomia. No
es un término nuevo, pero su falta de novedad no impide que mantenga vigencia.
La anomia fue por primera vez definida por el sociólogo francés Émile Durkheim
en La división del trabajo en la sociedad (1893): “Un estado sin normas que
hace inestables las relaciones del grupo, impidiendo así su cordial
integración”. Durkheim desarrolló el concepto en su obra clásica sobre el
suicidio, El suicidio (1897), y luego
fue estudiado por Robert K. Merton en Social
Theory and Social Structure, 1949..
La anomia, que en última instancia
implica una disociación entre los objetivos culturales y el acceso de ciertos
sectores a los medios necesarios para llegar a esos objetivos, no ha sido un
fenómeno ajeno en EEUU, y precisamente la creación del Estado de bienestar
estaba supuesto al alivio o la eliminación del síntoma. Pero lo que ha ocurrido
es una transformación de objetivos y medios, que ha llevado al mismo tiempo a
que uno de los grupos poblacionales hegemónicos que se pensaba ausente en buena
parte del problema —ciudadanos blancos de la clase media baja y etnia dominante
del país— sean ahora las víctimas, al tiempo que los medios para resolverlo —el
Estado de bienestar, pluralismo, multiculturalismo— se han convertido en
supuestos culpables.
La existencia de la anomia produce miedo,
angustia, inseguridad e insatisfacción, e incluso es causa de suicidio. Todos
estos factores influyeron en quienes votaron en favor de Trump más que las
cifras sobre recuperación económica, los índices de desempleo y el hecho
comprobado de que la inmigración ilegal era la más baja en años.
En 2016 se conoció que una franja de la
población estaba muriendo masivamente por el alcoholismo, la drogadicción y el
suicidio. Ciudadanos de la raza blanca, edad mediana y baja educación. Y
precisamente este sector poblacional es el que resultó decisivo, en muchos
lugares, para el triunfo de Trump.
Ahora, meses después de ocupar la Casa
Blanca, el presidente ha firmado un decreto para combatir esta epidemia, en un
acto donde recordó la muerte de su hermano por alcoholismo —como si se tratara
simplemente de una reunión de Alcohólicos Anónimos— y se apresuró a culpar a
México y China del suministro de drogas, sin enfatizar la culpa de las firmas
farmacéuticas estadounidenses en el abuso de los opioides. Al parecer, el
Gobierno canalizará más recursos —dentro de los existentes, porque el plan no
contempla mayores fondos— hacia las zonas rurales donde precisamente radican
esos partidarios de Trump.
El acto en que se decretó que la crisis
por el abuso en el consumo de los opiáceos era una emergencia de salud pública fue
una puesta en escena destinada a establecer un control, en buena medida
policial, sobre un sentimiento de ira frustración y desarraigo que el actual
mandatario supo aprovechar para llegar a la Casa Blanca.
Si la anomia puede conllevar a una
rebelión ante metas y medios hasta ahora socialmente aceptados o impuestos —lo
que ha llevado a una formulación simbólica negativa ante lo “políticamente
correcto”—, la contrapartida es la creación de un nuevo sistema de metas y de
medios aceptables, y eso fue precisamente lo que Trump viene desarrollando,
desde su discurso de aceptación de la nominación presidencial republicana. En
aquella ocasión afirmó que él presidiría “un país de la ley y el orden” y el
jueves aprovechó la crisis por el consumo de drogas que vive este país para
enfatizar su ambición caudillista. Si se mostró compasivo y se detuvo en una anécdota
personal, no hay por ello que dejarse engañar: nos recordó que no fuma ni bebe,
excelentes cualidades que también adornaban a Hitler. Basta no olvidar que se
trata del gobernante que no ha mostrado reserva ni escrúpulo alguno para
programar una reunión dentro de poco con el presidente de Filipinas Rodrigo
Duterte, una especie de carnicero que ha decidido resolver el problema de la
drogadicción por el simple expediente del asesinato.