Más allá de la tragedia, o como parte
intrínseca de ella, para un presidente tan simplista como Donald Trump, y para
una sociedad tan obsesionada con un ataque terrorista como la estadounidense,
Stephen Paddock es más que un enigma, más que la peor de nuestras pesadillas:
escenifica lo siniestro freudiano en un estado puro; una vivencia
contradictoria donde lo extraño se nos presenta como conocido y lo conocido se
torna extraño.
Ese sentimiento, donde se mezcla lo
familiar y lo conocido con una sensación de extrañeza —en medio de un ambiente
de terror que nos produce angustia—, desafía las explicaciones en que se busca
explotar la maldad hacia el otro (lo ajeno) y el cierre de fronteras; nos
enfrenta a ese mal insondable, que suele —o puede— albergarse en nuestro
interior y en ocasiones explota.
A partir ahora lloverán los análisis que
traten de interpretar qué pasaba por la mente de Paddock, qué lo llevó a
cometer tal monstruosidad gratuita. Luego que las explicaciones más a mano no
llegaron siquiera a formularse —nada de conflictos raciales, ni algún tipo de
adicción provocada por traumas infantiles; ausente una aparente frustración
social o económica; sin datos de un historial previo que permitiera intuir,
aunque fuera levemente, un destino peligroso; descolocados los vínculos con
grupos extremistas— la mirada se fuerza hacia el individuo y más allá: dentro
de su inconsciente: una atrofia oculta durante decena de años de vida normal,
que le permitió el retiro y una vida plácida y obscura hasta la noche y
madrugada del 2 de octubre. Oportunidad para recorrer de nuevo el cine de David
Lynch —Eraserhead, Twin Peaks, Mulholland Drive—, no solo en busca de una explicación, que no se
encuentra, sino para volver a experimentar la fascinación ante el mal, que no
admitimos pero nos persigue y en cualquier momento aparece y nos acosa: a
nosotros, los desprevenidos.
Los hombres perpetúan el mal, de forma
constante, aunque nos resulta difícil admitirlo. Nos es imposible lidiar con
ello y tratamos de ocultarlo, enmascarlarlo.
Tergiversamos recuerdos y acontecimientos; inventamos pasado y presente
para seguir viviendo. Construimos una ficción que nos satisface, y esa ficción
es muchas veces personal y propia, pero también política, como nación.
La mayor matanza masiva con un arma de
fuego en la historia de Estados Unidos volverá a colocar en el primer plano
diversos debates políticos. En primer lugar el de la venta de armas de asalto.
Esa discusión, que se ha tornado bizarra por sus connotaciones políticas y
fundamentalmente por los intereses económicos que la sustentan, carece de
explicación fuera de ese sustento. Así, tras las frases huecas de ocasión que
volverán a repetirse —“las armas no matan, es la gente la que mata”—, los
legisladores temerosos y los grupos de presión, casi no habrá tiempo para
maravillarse de la forma en que un “club de cazadores” se ha convertido en una
poderosa maquinaria de cabildeo que literalmente compra políticos y propaga al
mismo tiempo un par de falacias que muchos repetirán ahora convencidos y
contentos; una letanía al uso que no tiene en cuenta que cuando se introdujo en
1791, en la Constitución de Estados Unidos, el derecho a ir armado, nadie podía
imaginarse el poder de un fusil de asalto de petición actual; una aseveración
formulada bajo la premisa de considerar dicha Constitución como un texto no
sujeto a ser interpretado, renovado y revisado de acuerdo a los tiempos que
corren, todo como parte de un canon calvinista que si bien está muy arraigado
en la sociedad estadounidense, no por ello impide su cuestionamiento: dar a la
constitución americana el carácter “sagrado” de texto bíblico parte de igual
superchería religiosa.
Sin embargo, en última instancia el
defender o rechazar el derecho a ir armado no hace más que desviar en parte el
problema, o en un sentido más amplio la naturaleza del asunto. Basta tomar en
consideración que en Suiza, a diferencia de otras naciones europeas, no solo
rige el derecho de que los ciudadanos estén armados (29% de la población), sino
que un gran número de armas en los hogares es provisto por el propio ejército
suizo, que permite a quienes pasan el servicio militar obligatorio conservar los
fusiles.
Aunque las cifras de armas en manos de la
población en Suiza son muy inferiores a las de EEUU (donde hay más armas que
habitantes), Alemania y Austria —en 2016 el ministerio de defensa suiza estimó
que había dos millones de armas en manos privadas, de una población de 8,3
millones—, casi duplican a la otros países europeos como Italia y Francia. En
Europa, el tener más o menos armas en manos privadas no se usa como explicación
básica para un aumento de crímenes.
Claro que la afirmación anterior no debe
olvidar la existencia de matices. Uno es la sencillez del procedimiento para
adquirir armamentos de mayor o menor potencia, que diferencia a cualquier
nación de Europa de lo que ocurre en EEEUU, lo cual contribuye a explicar como
los perpetradores de ataques terroristas en suelo europeo han recurrido a
medios más burdos —como vehículos, cuchillos y machetes— en los últimos ataques
terroristas. Otro matiz que tampoco se debe descartar es la facilidad con que
se puede convertir un arma semiautomática en automática en EEUU, si bien
hacerlo es ilegal. Pero en su conjunto no vale la simplificación de que todo se
resuelve con una prohibición absoluta de la adquisición de un arma de fuego por
un particular, al estilo de las leyes vigentes en los países totalitarios.
Lo que es válido en cuanto a la
potencialidad del número de víctimas —dato, por lo demás de su suma
importancia—, no se aplica automáticamente al riesgo del hecho: no armas, paz
absoluta.
En igual sentido que una demonización de
las armas de fuego incurre en la demagogia y el absurdo, el extremismo
contrario resulta de una nocividad incluso peor. En este terreno se sitúa una
propuesta legislativa republicana, pendiente de discutir en el Congreso en Washington,
que allanaría la compra de silenciadores para las armas de fuego. Uno de los
aspectos que primero se destacó en las informaciones sobre lo ocurrido en Las
Vegas fue el hecho del sonido de los disparos, al principio confundidos como un
efecto sonero del concierto, y lo peor que hubiera sido todo de no escucharse
ese ruido.
Este drama coloca a Trump en un terreno
que le resulta poco cómodo. Un hombre blanco, de 64 años, sin vínculos hasta el
momento con grupos extremistas, que dispara inclemente a una multitud. Mientras
se desarrollaba la noticias, aproximadamente a las seis de la mañana, hora del
este en EEUU, los medios de prensa se preguntaban por la ausencia de tuits del
Presidente sobre lo que ocurría, con seguridad ya despierto a esa hora e
informado al respecto. Y es que la tragedia se sitúa en un marco de referencia
que el mandatario suele esquivar o desconocer. No es tampoco el momento del
reproche partidista, siempre menos oportuno que oportunista. Hay que
reconocerle a Trump un comentario justo sobre lo ocurrido, una lucidez casi
insólita en él al describir el hecho: “Un acto de maldad pura”. Y esa frase,
casi una epifanía, es una muestra de deslumbramiento, suyo y de todos. Tal
descripción, y que la matanza ocurriera en Las Vegas —el lugar de la ilusión
fácil y la alegría espuria— encierra un simbolismo obsceno del que nos costará
trabajo desprendernos.