Hoy se cumple
un año del fallecimiento de Fidel Castro. Entonces, tras el momento inicial de
llanto y jolgorio —fenómenos temporales pero necesarios— había un hecho que
asimilar. Ahora, los doce meses transcurridos han hecho poco para definir el
alcance de esa muerte. Más bien, en la Isla y el exilio, se ha asistido a otro
paréntesis, como si el velorio se dilatara tras el entierro y el inicio de una
nueva vida fuera aún una prórroga para el cadáver.
Durante décadas
Castro marcó el destino de demasiadas
vidas, lo que significa que algo tan definitorio como la muerte no podía ser
pasado por alto. Pero en realidad se ha asiste a una sensación de vacío e
impotencia.
Hasta hace algo
más de 20 años, en Miami la idea de que Castro muriera en la cama era difícil de
asimilar. Luego fue imponiéndose poco a poco.
En la época
final de su vida, más allá de los estragos de la enfermedad, el vejamen que
constituye envejecer y las imágenes que presentaron un deterioro físico, siempre
estuvo presente el hecho de que, pese a todo, Castro impuso las reglas del
juego, hasta en su tozudez ante la muerte.
Para quienes
vivían en la Isla, acostumbrarse a su ausencia cotidiana fue un fenómeno
natural y de fecha, en concordancia con la generación a la que pertenecía, y de
las siguientes que tuvieron que admitirlo.
Para muchos
Castro ocupó una vida: vivieron y fallecieron sin conocer otro gobernante. Esa
carga emocional no ha sido fácil de
incorporar. Los gritos y sollozos, las muestras de pena y alegría, los actos de
homenaje y rechazo pudieron apenas canalizar el enorme significado del hecho.
En el exilio,
tras la reacción original, han terminado por imponerse dos sentimientos, al
parecer opuestos pero en el fondo complementarios. El primero tiene que ver con
cerrar un capítulo. El segundo con el fin de una ilusión.
“No Castro, no problem” fue en una época
una pegatina favorita en los automóviles de los exiliados. Castro, sin embargo,
vivió lo suficiente para demostrar que su desaparición física no sería el fin
del agobio: su salida no es sinónimo de un salto atrás en el tiempo, una vuelta
a la Cuba de los años 50.
Ahora que se
especula la salida o no de su hermano menor de la presidencia en la Isla, pocas
son las ilusiones de un cambio real. Los problemas persisten tras los Castro.
Se pensó que
con la muerte de Fidel Castro se agotaban las justificaciones para no hacerlo
distinto. Durante décadas en Cuba se aprendió a dominar el arte de la
paciencia: un futuro mejor, un cambio gradual de las condiciones de vida, un
viaje providencial al extranjero. También durante décadas ha imperado una
actitud de no arriesgarse, de creer en el azar, de resignarse a la pasividad.
Nada de esto ha cambiado tras la desaparición física de Fidel Castro. Si para
muchos cubanos el abandono del país significó el lograr un destino sin su
presencia, hay toda otra gama emocional —definida por la geografía y la historia—
que encierra sentimientos que van más allá de la partida. Algunos han tratado
de doblar la página y seguir adelante, a otros no les ha resultado tan fácil.
Si habían logrado desterrar de su vida a la figura del “Comandante en Jefe”, el
día que este falleció, de forma consciente o no, tuvieron que plantearse la alternativa
de olvidar o no el hecho lo más rápido posible. No lograrlo sería otra frustración.
Intentarlo al menos una mayor esperanza. Para otros, más desafortunados, Fidel
Castro permanecerá muerto demasiado tiempo.
Otra cuestión,
también emocional, pero sobre todo de índole política y con consecuencias
ordinarias, es lo que ocurrirá en Cuba en un futuro más o menos cercano.
Esa especie de
muerte en palacio colocó a la aritmética de la vida en un primer plano, y
alimentó las ilusiones en Miami por un breve momento de gritería callejera.
Pero la muerte de Castro no ha significado la ruptura del concepto feudal del
tiempo que ha imperado en la Isla durante décadas. Aún no ha concluido la eternidad
del momento consagrada el 1ro. de enero de 1959. Lo que ha imperado durante
este año es simplemente otro juego de abalorios: desfiles a un cementerio de
elefantes que se niega a la definición de huesos. Solo en la fidelista Miami encontró
cabida para tanta esperanza. En este sentido, los dos hechos más significativos
del mes de noviembre del pasado año —la elección de Donald Trump a la
presidencia de Estados Unidos y el fallecimiento de Castro— por algunos meses
lograron revivir en dicha ciudad la ilusión de darle marcha atrás al almanaque.
Pero la realidad ha terminado por imponerse, tanto en lo que respecta a Cuba
como a EEUU, un completo retroceso es imposible.
Parafraseando a
Sartre: con Castro muerto, algunos exiliados se han sentido obligados a crearlo
de nuevo: lo necesitan imperecedero, eterno, permanente en sus vidas. Si antes
lo requerían vivo, para creer que estaba muerto, luego —paradoja una y mil
veces repetida— se aferraron a que su desaparición física abría la posibilidad
de arrancar las páginas de un calendario ya inexistente. En la Isla, más allá
de una presencia constante en los medios supuestamente informativos, el reclamo
constante a un Castro siempre vivo o imperando en cada uno no es más que acto
de esquina, retreta pueblerina celebración de patio escolar.
En Cuba aún se
conjugan tres dominios, que con frecuencia se confunden y se han mantenido
unidos en las figuras de Fidel y Raúl Castro: el militar, el
político-ideológico y el administrativo.
El cambio
fundamental e inmediato a la salida del poder ―por vía biológica o voluntaria―
de ambos hermanos Castro, será la ruptura de esta triada. Que uno esté muerto
no anula al otro. Entender ese camino evita confusiones sobre el traspaso de
mando. En Cuba no se producirá ni una herencia de la autoridad, al estilo Corea
del Norte, ni tampoco una transferencia generacional que omita los orígenes.
Lo fundamental
en esa transición no es detenerse en datos y vericuetos, que intenten vaticinar
el papel presente o futuro del coronel Castro Espín en ella ―y caer en el viejo
esquema del Fidel Castro omnipresente tan afín al exilio de Miami: en este caso
con el sobrino desempeñando el papel―, sino comprender que desde años se ha
establecido un nuevo modelo que subordina ideología, política y administración
al poder empresarial, solo que en términos cubanos.
De esta forma,
los militares continuarán en el centro de la ecuación, ya transformados en el
principal poder económico, una vez que Raúl Castro desaparezca, pierda
capacidades como su hermano, o se haga realidad la suspicaz promesa de su
retiro.