Si en última
instancia ocurre el próximo año la salida de Raúl Castro de la gestión
cotidiana de gobierno en Cuba, será no solo el traspaso de una función
administrativa, sino un intento de eludir —quizá apremiado por la edad y el
cansancio— un fracaso que se ha extendido por una década.
Al asumir
oficialmente el control total del país —político, ideológico y administrativo—
el menor de los Castro buscó o aparentó buscar una reducción de la permanente
brecha entre la Cuba del ciudadano de a pie y la Cuba de permanencia, estabilidad y desarrollo: la visión que a los
ojos del mundo siempre ha buscado ofrecer el Gobierno cubano.
En los inicios
de eso que burdamente puede clasificarse de “raulismo” —aunque el concepto es
difícil de argumentar porque siempre se ha quedado a medias— fue posible
especular que del ensanchamiento o disminución de esa brecha dependía el
fracaso o el triunfo del segundo de los Castro. Aunque ya entonces era necesario
advertir que no debía confundirse ese fracaso o triunfo con la caída del
régimen.
Nunca fue la
búsqueda de una mayor democracia lo que estuvo en juego en La Habana, sino el intento de encaminar al país
en una estructura económica más eficiente dentro de un sistema totalitario, con
un gobierno que funcionara a esos fines. De lo que se trató fue de superar la etapa en que el
líder supremo determinaba tanto la
participación en un conflicto bélico como un nuevo sabor de helado.
A partir de ese
momento, el país comenzó a arrastrarse entre la necesidad de que se
multiplicaran los supermercados, viviendas y empleos, y el miedo a que todo
esto fuera imposible de alcanzar sin una
sacudida que ponga en peligro o disminuya notablemente el alcance de los
centros de poder tradicionales. No fue
necesario que transcurriera mucho tiempo para comprobar que las respuestas en favor de transformaciones
resultaron descorazonadoras. El avance económico y las posibilidades de empleo fueron
sustituidas por la promesa de la vuelta al timbiriche y la ilusión —aún
alimentada— de la llegada de providenciales inversiones extranjeras.
Al final, o más
bien desde los inicios, se impuso el miedo. Rodeando la indecisión entre
la permanencia y el cambio, el peligro
del caos, Cuba continuó estancada en su desarrollo, y ha terminado por caer en
una recesión que el propio Gobierno ha tenido que admitir. En su favor, hay que
añadir que ha logrado con éxito vender su estabilidad, por encima de cualquier
esperanza de mayor libertad para sus
ciudadanos. Esto ha funcionado en la arena internacional, tanto entre gobiernos
más o menos aliados, permisivos o incluso hostiles.
Las apariencias
de estabilidad, sin embargo, no deben
hacer olvidar al Gobierno cubano que, en casi todas las naciones que han enfrentado una situación similar, lo que ha
resultado determinante a la hora de definir
el destino de un modelo socialista es la capacidad para lograr que se
multipliquen no mil escuelas de
pensamiento sino centenares de supermercados y tiendas.
De esta manera,
entre las dos opciones —que no necesariamente toman en consideración el ideal democrático— el
régimen optó por el mantenimiento de un poder férreo y obsoleto, que sobrevive
por la capacidad de maniobrar frente a las coyunturas internacionales y que en
buena medida se sustenta en la represión y el aniquilamiento de la voluntad
individual.
La otra opción
era el desarrollo de una sociedad que avanzaba en lo económico y en la
satisfacción de las necesidades materiales de la población —sobre la base de
una discriminación económica y social creciente—, pero que a la vez conservaba
el monopolio político clásico del totalitarismo.
Esta segunda
disyuntiva, que abría un camino paralelo a las esperanzas de adopción de cualquiera de las alternativas democráticas
existentes en Occidente, nunca ha sido ajena a la realidad cubana, y han existido tibias
muestras de ensayo al respecto, pero que por la incapacidad inherente a la
elite gobernante cubana que aún persiste en el poder nunca ha existido una
intención expresa y decidida para ponerla en marcha.
Falta de voluntad
De esta forma,
en estos diez años se ha asistido en Cuba a una falta de voluntad frente a la
necesidad de decidir un camino entre la China de hoy, de cara al futuro, y la Corea del Norte
aferrada al ayer. Por supuesto que ambas
vías arrojan por la borda cualquier ilusión democrática, pero no por
ello fueron —y son— cada vez más reales
ante la posibilidad de tener que aceptar —con disimulado júbilo o a
regañadientes— el hecho de que la transformación política en la Isla es a largo
plazo.
Pero si durante
los primeros años de su mandato Raúl Castro pudo limitar las definiciones
ideológicas al mantenimiento del statu quo, y utilizó en sus limitados y breves
discursos el argumento de la “legitimidad de origen” (el triunfo durante la
insurrección del Movimiento 26 de Julio), y así esquivar con éxito que su
mandato comenzara a ser analizado de acuerdo con la “legitimidad de ejercicio”,
a partir de finales de 20l0 las cosas comenzaron a complicarse con la notoria declaración
de Fidel Castro de que “el modelo cubano ya no funciona ni siquiera para
nosotros mismos”.
Estas palabras
del ya fallecido exgobernante, que han sido sujetas a diversas explicaciones —desde
un supuesto espaldarazo al gobierno de su hermano hasta una muestra de demencia
senil—, colocaron en un primer plano la necesidad de lograr una eficiencia del
sistema, al tiempo que Fidel Castro se reservó para él, de forma absoluta y
repetitiva durante un tiempo, la exposición detallada de sus méritos, y
singularizar así en su persona la “legitimidad de origen”, con la publicación
de dos volúmenes de lo que podrían considerarse sus memorias, La ofensiva estratégica y La victoria estratégica, ambos de 2010,
así como luego con Guerrillero del tiempo
(2012), una entrevista autobiográfica de más de mil páginas y dos tomos con la
periodista cubana Katiushka Blanco, a los cuales se sumó un texto relativamente
más antiguo, la Biografía a dos voces
(2006), con Ignacio Ramonet.
Con Fidel
Castro convertido en el máximo representante de la “legitimidad de origen”, su
hermano menor se vio obligado a tratar
de ejemplificar que era cierto su señalado pragmatismo, y a demostrar su
eficiencia en el terreno de la “legitimidad de ejercicio”, la cual tendría que
venir dada por los logros en conseguir cierto avance en el nivel de vida de la
población, que ha buscado alcanzar mediante la inversión extranjera adecuada y
una limitada liberalización económica.
Sin embargo, y
aunque contó con una situación excepcional y privilegiada tras el acercamiento
hacia el Gobierno de la Isla que emprendió el expresidente estadounidense
Barack Obama, el temor —y en buena medida también la “larga mano de Castro” de
su hermano aún vivo— impidieron el aprovechamiento pleno de tal oportunidad. El
visible miedo desatado tras la visita de Obama a Cuba —un acto osado del
exmandatario estadounidense, pero que a estas alturas podría considerarse que
resultó contraproducente en esa situación de tanteo, y más una satisfacción
personal para el inquilino de entonces de la Casa Blanca que otra cosa, o una
muestra de vanidad y candidez— impidieron un avance mayor y las fechas
terminaron por imponer la realidad: el mismo mes que es electo Donald Trump
muere Fidel Castro.
Cabe
argumentar, por supuesto, que sin la visita de Obama en última instancia el
resultado hubiera sido el mismo: el régimen cubano nunca estuvo dispuesto a
ceder en lo más mínimo.
Indefinición
Estos aspectos
continúan en buena medida sin ser definidos. Primero fue la frustración a
consecuencia de que las esperanzas despertadas tras el discurso de aceptación
del mando, y las primeras medidas de cambios económicos, no continuaron a un
ritmo creciente sino todo lo contrario: se detuvieron. Luego ha ocurrido el
limbo actual, creado por la Administración Trump, donde si bien es cierto que
el anunciado retroceso a lo establecido por Obama se ha limitado de momento más
a retórica que a resultados concretos, no deja de imperar un clima de
incertidumbre que ha contribuido a un creciente temor en los inversionistas
extranjeros y a un retroceso real en las relaciones entre Washington y La
Habana. A estos dos factores se ha sumado un empeoramiento en las condiciones
económicas de la Isla, una falta de liquidez que hace dudar del cumplimiento en
los pagos de las deudas renegociadas y un Gobierno venezolano en crisis, que si
bien parece más firme en el poder que meses atrás no por ello ha dejado de
estar amenazado por una quiebra financiera total. Con aliados como Rusia y
China no dispuestos a sustituir el papel de Venezuela como principal sostén
económico —las exportaciones de China a Cuba disminuyeron en un 29,8% desde
enero a octubre, en relación con el mismo periodo del año anterior— la Isla
depende cada día más del volátil sector turístico internacional. Todo lo
anterior no hace más que presagiar un aún más difícil próximo año en Cuba,
cuando supuestamente Raúl Castro dejará a otro el hacerse cargo de los
problemas diarios de la administración del país.
Por un tiempo
Raúl Castro se apoyó en tres condicionantes —tres pretextos se podría decir
también— para “justificar” las demoras en lograr una mayor eficiencia del sistema
cubano. El primero fue la lucha contra la corrupción, que ha resultado el pilar
raulista más repetido en los medios de prensa cubana. El segundo fue un
extendido proceso organizativo, que de vez en cuando mostró algún signo de
avance, pero que a la larga solo ha significado un cambio de fichas para
dejarlo todo igual. El tercero continúa siendo un plan de inversiones extranjeras,
que sería la solución a largo plazo de los problemas económicos de la Isla, y
que hasta ahora solo ha mostrado pobres resultados.
Cuba vuelve a
esgrimir el argumento de plaza sitiada, que en su último período de Gobierno
Obama intentó dejar a un lado y que ahora, con Trump en la Casa Blanca renace
con fuerza.
Bajo esa
óptica, las negociaciones solo se logran a partir de crisis. Fue la forma
preferida —mejor sería afirmar que única— que practicó Fidel Castro. Hasta
ahora, tanto Estados Unidos como Cuba la han eludido durante este año. El caso
de los supuestos “ataques sónicos” es de momento no la excepción sino la
confirmación de la regla: en la práctica los únicos afectados son los cubanos
de aquí y allá. Pero no se sabe por cuánto tiempo ello continuará así.
Solo puede afirmarse con reservas —a veces con
muchas reservas— que el Gobierno cubano ha mirado al de Corea del Norte como
ejemplo, aunque tampoco es desacertado señalar que hay una serie de similitudes
—papel de las fuerzas armadas, privilegio a la cúpula militar y culto a la
personalidad— que emparentan a estos dos países distantes en geografía y a
veces cercanos en política. Vale indicar también que resulta evidente que las
alternativas para Cuba son entre la estabilidad y el caos, y nadie en
Washington quiere una situación caótica a noventa millas de Estados Unidos.
Pero igualmente resulta pertinente la pregunta: ¿qué recursos le quedan al
régimen cubano para el próximo año?