Hay una iconografía de Raúl Castro, más o
menos breve, que lo aparta del poder y desata una duda y otra: ¿fue más que
seducido por la guerra, obligado a ella por su hermano? ¿Le ha importado en
algún momento la gloria —no atañe aquí si espuria o no— o hubiera
preferido un destino más vulgar y simple?
Existen anécdotas, comentarios de quienes
estuvieron allí o allá, cerca o a su lado, y alardean encuentros, cercanías,
momentos, frases y diálogos que buscan marcar distancias, debilidades; llantos
o confesiones que se escuchan con esa mezcla de incredulidad y asombro que no
permiten una certeza absoluta (“aquella noche, ya borracho, Raúl lloraba al
recordar cuando Fidel, con el pretexto de hacerlo más hombre, lo obligó a matar
a un ladrón o desertor en la Sierra”).
Pero por encima de todo están esas pocas
fotos que siempre muestran un gesto, un detalle, una gorra y hasta una sonrisa
o cierta picardía que parecen estar destinados a dejar un testimonio voluntario
de rechazo a la imagen de caudillo que nunca permitió su hermano que lo
abandonara, salvo cuando se le impusieron los vejámenes de la enfermedad y el
tiempo.
Lo mejor de esos momentos transitorios es
que la imagen muestra a un sujeto que nunca es lacónico, sino casi mordaz en su
desafío al apellido e intentar ser simplemente Raúl.
Fotografías:
archivo Gabriel García Márquez. Universidad de Texas, Austin. Harry Ransom
Center.