viernes, 28 de diciembre de 2018

¿Misión imposible en el futuro?


La visita presidencial a los soldados en zonas de combate es parte de la historia de este país. Y, por lo tanto, se ha convertido en una tradición. Aunque cabe preguntarse si en el futuro continuará esta práctica, ya que resulta cada vez más difícil mantener en secreto el viaje.
El 9 de enero de 1943 Franklin D. Roosevelt tomó un tren rumbo norte en Washington. Solo que el mandatario no tenía como objetivo viajar en dicha dirección. Lo hizo simplemente para despistar a los periodistas, para que pensaran que se dirigía a Nueva York.
En Baltimore, Roosevelt cambió de manera subrepticia a otro tren y vino a parar a…  Miami. Aquí tomó un avión —convirtiéndose en el primer presidente en volar durante el desempeño del cargo— en ruta hacia el sur.
Lo que vino después fue un recorrido impresionante de horas de vuelo: 10 a Trinidad y Tobago, 9 a Brasil, 19 sobre el Atlántico hasta Gambia y 11 a Casablanca, Marruecos, donde llegó el 14 de enero —cinco días después de haber salido de otra Casa Blanca.
Así, cuando los soldados se pararon en atención para saludar a la delegación visitante, esperaban ver militares y funcionarios de alto rango, pero nunca al presidente de Estados Unidos.
Allí estaba Roosevelt, sentado en un jeep y saludándolos a ellos.
Aunque en realidad no había viajado a África del Norte para ver las tropas, sino por razones estratégicas: para reunirse con el primer ministro británico Winston Churchill y el comandante francés Charles de Gaulle. Sin embargo, tras el encuentro —y en contra de la recomendación del Servicio Secreto— decidió conocer algunos de los soldados que comandaba.
Por cierto, varios periodistas se encontraban presentes para cubrir la reunión, pero en plena guerra, no se les permitió reportar lo ocurrido hasta días después, cuando el mandatario ya estaba en el largo viaje de regreso a casa, según informa The Washington Post.
Como suele ocurrir con tantos hechos y datos de la Segunda Guerra Mundial —que siguen marcando nuestra época—, aquella visita en la que Roosevelt habló, colocó medallas y comió lo mismo que las tropas pasó a convertirse en tradición; respetada luego en Corea por Dwight D. Eisenhower y más recientemente por George H.W. Bush, Bill Clinton, George W. Bush, Barack Obama y ahora Donald Trump.
Sin embargo, mantener al menos parte de la jornada en reserva y silencio —esencial para este tipo de misión— está resultando cada vez más difícil.
El viaje del presidente Trump a Irak la pasada semana estaba supuesto a ser una sorpresa, pero la Casa Blanca no pudo conservar el secreto por mucho tiempo.
Mientras el miércoles no había información pública sobre dónde se encontraba el mandatario —la ausencia del marine en las afueras del Ala Oeste era una indicación de que no se hallaba en la Oficina Oval—, los aficionados a seguir el recorrido de los vuelos ya habían detectado un Boeing VC-25A —la versión modificada con fines militares del Boeing 747, el avión que se utiliza como Air Force One— volando sobre Europa.
No bastó haber cumplido —al igual que en ocasiones anteriores—, las estrictas medidas de seguridad con los periodistas y las agencias de noticias sobre la divulgación del viaje, ya en internet circulaban las especulaciones sobre el recorrido del presidente.
Los rastreadores de vuelos aficionados fueron los primeros en informar que al parecer Trump había partido de la Base Andrews alrededor de la medianoche del Día de Navidad en un Boeing VC-25A, y que el avión no estaba utilizando la tradicional señal de identificación del Air Force One, sino otra con frecuencia asignada a los vuelos militares de carga, según informaPolitico.
Al parecer, incluso la imagen del avión fue divulgada a través de Twitter.
Si durante años los viajes presidenciales a las zonas de combate han representado retos logísticos y de seguridad que se han resuelto con éxito, y los aviones utilizados son poderosos y los recursos para el viaje enormes, cada vez más la tecnología obliga a preguntarnos hasta cuándo será posible mantener esta tradición, que nació en aquel año de aquella guerra que cambió el mapa de Europa y de todo el mundo, y que llevó a Roosevelt un día, a sentarse a comer jamón, judías y boniatos con los soldados estadounidenses en África.

martes, 13 de noviembre de 2018

Trump y el matrimonio evangélico: paisaje con modelo al fondo


Si uno mira con un poco de atención en la foto, hacia la pared de fondo, ligeramente por encima del hombro izquierdo de Becki Falwell, descubre otra foto: la de una portada de Playboy encuadrada en un marco dorado.
La portada de la revista nos brinda a un joven Trump junto a una trigueña sonriente. La modelo —de perfil y en una pose cliché de provocación moderada y voluptuosidad a la medida— cubre su cuerpo con el saco del esmoquin del magnate neoyorquino. Este, también sonriente, mira al fotógrafo. Las manos en los bolsillos del pantalón, la blanca camisa y la pajarita negra de rigor. La imagen, de un exhibicionismo descarado que busca ser grato, refleja una época y recuerda los filmes de James Bond. Trump, otro Bond parece querer decirnos, está orgulloso y satisfecho de su nueva adquisición.
La foto que contiene la foto también es un reflejo, solo que de otra época. Trump ha lanzado su candidatura y ya cuenta con el apoyo de la derecha cristiana. A ello lo ha ayudado Jerry Falwell Jr., y él y el político levantan sus pulgares anunciado sus triunfos que llegarán meses después: para uno la presidencia y para el otro nuevos privilegios. Atrás quedaron los tiempos en que Jerry Falwell Sr. repudiaba —más bien trataba de fulminar— a otro candidato presidencial, Jimmy Carter, por concederle una entrevista a esa misma revista cuya portada cuelga en la pared, y por decir que tras mirar algunas mujeres había pensando en que le gustaría acostarse con ellas, aunque nunca lo había hecho, y solo con la mente había engañado, por un momento, a su esposa.
Atrás también los años en Falwell Sr. buscaba una alianza con Ronald Reagan para combatir la pornografía, y por supuesto a la revista Playboy, que para él lo era y mucho.
Ahora eran otras las esperanzas, las estrategias y los beneficios, y los tres, el hijo del pastor y administrador de la universidad heredada: el magnate metido a político que había disfrutado a plenitud lo que Carter soñó y una vez se atrevió a decir, solo que él no solo lo había dicho sino alardeado de la forma más brutal de ello; y la esposa del heredero de un poder religioso desde hace años cada vez más terrenal y político.
Y al igual que en la portada de Playboy, los tres se muestran eufóricos, vaticinando confiados un presente y futuro que nadie puede arrebatarles. Y sonríen.

miércoles, 7 de noviembre de 2018

Ruin y cobarde


El despido del secretario de Justicia, Jeff Sessions, es fundamentalmente un acto de cobardía del presidente Donald Trump.
También, por supuesto, una de las mayores pruebas que el magnate neoyorquino ha dado de que solo le interesa su persona. Ni el país, ni su partido cuentan para nada: solo Trump.
Pero además indica el miedo que el mandatario siente ante una posible —y más que probable, si no la detiene— investigación financiera sobre sus negocios.
Ello es, en última instancia, a lo que cada vez más se acerca la labor del fiscal especial de Robert Mueller. No la injerencia rusa en las últimas elecciones presidenciales del país ni la supuesta colusión entre Vladimir Putin y la campaña de Trump. Los negocios inmobiliarios del presidente, sus declaraciones fiscales, la participación en todo ello de magnates rusos cercanos al Kremlin.
El actual inquilino de la Casa Blanca tiene miedo y lo primero que ha hecho, tras conocerse la vuelta al control de la Cámara de Representante por los demócratas, es tratar de cerrar la puerta a la pesquisa. Cuenta con poco tiempo para ello: apenas algo más de dos meses.
Ahora bien, ¿Podrá hacerlo? La responsabilidad recae en los legisladores republicanos.
Si algo han demostrado bien claro las elecciones del 6 de noviembre es un regreso a la civilidad, la supervisión del gobierno y el rechazo a las excesos demagógicos. 
Trump tiene en la actualidad mucho más difícil el imponerse a la ciudadanía estadounidense. En estos dos años que lleva al frente del país, su agenda no ha avanzado: ha retrocedido.
Así que los republicanos tienen en sus manos el tratar de sobrevivir, como poder político, tras el pasado de Trump. No solo sería una lástima que no lo lograran: sería una vergüenza.

martes, 6 de noviembre de 2018

¿Qué va a ocurrir?


¿Va a cambiar Estados Unidos hoy martes? Definitivamente. Lo que está en juego en las urnas no son los candidatos, sino los votantes. Esta es una elección que reflejará no solo el país en que vivimos sino en el que queremos vivir, y que vivan nuestros hijos y nietos.
La idea de unas elecciones de participación reducida, carácter local o estatal, y por supuesto aburridas, ha saltado en pedazos.
No es en los aspectos de la dinámica de gobierno donde primero se reflejará ese cambio. Nada hace pensar en una victoria arrolladora de los demócratas, ningún indicador, ninguna encuesta (sí, ya sé, las encuestas no sirven, pero sirven). Pero ello no indica que el Partido Republicano podrá conservar el poder dominante en el Senado (muy posible) y en la Cámara de Representantes (en duda). Aunque si lo logra, su victoria no significará que durante estos dos años el trumpismo ha cobrado mayor fuerza sino que ha conseguido mantenerse y jugar bien algunas cartas. Lo demás es habilidad electoral.
Tampoco si ganan los demócratas (la Cámara), Trump se las va a ver muy difíciles. En primer lugar hay que desechar la idea absurda de unImpeachment, al menos de que los líderes demócratas sean muy idiotas, que no lo son. Tendría que salir a relucir “algo muy grande” en contra del presidente y hoy por hoy no parece probable (aunque es posible). Espero que esos líderes demócratas —con el supuesto control de esa supuesta Cámara de Representantes— tampoco dedique dos años a la simple labor de obstaculización. Pero Trump se mueve muy bien como outsider —lo aparenta mejor que serlo— y ni va a asumir culpas por la posible derrota ni luego dejará un minuto de esgrimir reproches para justificar sus torpezas, presentes y futuros. Se ha especulado que una Cámara en manos demócratas favorecería la reelección de Trump y es uno de esos argumentos que se pueden mirar al derecho y al revés y uno perder de vista lo fundamental: el restarle a Trump apoyo en las urnas. 
Hay un factor quizá decisivo a observar en estas elecciones, y es la participación de los jóvenes. Si los millennials—y los algo más que millennials— crece la esperanza del cambio. Pero hay algo más importante aún, que trasciende la edad, el género y la procedencia.
Lo definitivo en esta elección es el carácter del país, cómo se define y configura, como lo hará en el futuro inmediato.
A Donald Trump no se le puede negar una gran intuición. Cuando dijo que hablar de la economía no es excitante, incluso cuando se cuenta con la “más grande economía en la historia del país” —lo cual, por supuesto no es cierto— estaba expresando su objetivo como comunicador: provocar, producir nerviosismo, impaciencia, aumentar las pasiones, despertar deseos o temores, miedo en fin. Todo ello funciona muy bien dentro de las reglas y los trucos de un espectáculo. Solo que una nación no es un simple teatro ni un presidente desempeñar el papel de animador.
Así que lo que hoy se define, en última instancias, es si en Estados Unidos estamos condenados al papel de espectadores. Solo a ello. Y no es poco, entonces, lo que está en juego. 

domingo, 4 de noviembre de 2018

Rui Ferreira en ONCubanews


Rui Fereira publicó lo siguiente en Facebook:
En los próximos días voy a dar mejores detalles. Pero por ahora les dejo esto: 
Si, es cierto, estoy trabajando en ONCubanews.com por una invitación muy querida por parte de su director, Hugo Cancio, que me ha honrado con la oportunidad de trabajar con su extraordinario equipo de buenos jóvenes periodistas cubanos. Hijos de un pueblo que amo y al cual siempre seré fiel. Donde quiera que se encuentren. Todos debemos luchar por la mejoría de las relaciones de Cuba con Estados Unidos. 
Seguimos en contacto.

jueves, 1 de noviembre de 2018

El «affair Soros» y Radio y TV Martí



El reportaje televisivo presentado meses atrás por TV Martí, sobre George Soros en el magnate y filántropo es identificado como un “multimillonario judío”, y “artífice del colapso financiero de 2008” es el último escándalo que sacude a una empresa periodística gubernamental que a lo largo de sus décadas de existencia, una y otra vez, nunca ha logrado librarse de la controversia y encontrar el rumbo adecuado. 
Aunque es de temer que, tras la denuncia de dos senadores sobre el hecho —uno republicano y otro demócrata— al final todo se resuelva con la sanción —¿expulsión?— de los empleados de la empresa responsables por el programa, bajo la dualidad de culpables y chivos expiatorios; el socorrido entrenamiento a los empleados de las estaciones sobre cuestiones de diversidad y el error se centre en considerar que la información no tuvo “el balance adecuado”.
No es que dichas culpas no existieran sino que limitarse a ellas elude la raíz del problema: la incapacidad, durante la mayor parte de su existencia, de ambas emisores de tener como único objetivo el ofrecer una información exacta y no caer en el activismo político, la tergiversación e incluso la falsedad.
Como suele ocurrir, el embrollo no puede analizarse sin tener en cuenta tanto el hombre como las circunstancias. 
El hombre: Soros, una especie de bestia negra de la ultraderecha actual —ha quedado olvidada la época en que Ronald Reagan declaró públicamente su admiración por él—, fue recientemente una de las figuras a las que fue enviado un paquete conteniendo un aparente artefacto explosivo.
Las circunstancias: el tiroteo en una sinagoga en Pittsburgh, el pasado sábado, en medio de la celebración del sabbat por un antisemita partidario de la supremacía blanca que dejó 11 muertos, uno de ellos un policía, y seis heridos. La masacre ha llamado de nuevo la atención sobre el aumento del antisemitismo en este país.
Pero si bien algunos comentarios que pueden caracterizarse como antisemitas en el reportaje han sido el detonante del revuelo.
Debe aclararse que más que la identificación de Soros como judío, que es válida, se trata más bien de la caracterización del “judío” millonario como artífice de colapsos financieros y crisis políticas para su beneficio personal lo que justifica esta acusación,
Sin embargo, más allá del énfasis justificado en el antisemitismo, hay otros factores en el material televisivo que deben provocar igual alarma.
En una carta enviada por el senador demócrata Bob Menéndez, se califica el contenido del programa como “retórica descaradamente antisemita, venenosa y propagandística”. Y aquí hay que valorar por igual todas las palabras: además de antisemita, el programa es una propaganda venenosa en contra de Soros, donde se mezclan datos falsos, se manipula las imágenes y se ofrecen juicios tergiversados.
A partir de ello, las explicaciones que hasta el momento ha presentado el director de las emisoras, Tomás Regalado, son insuficientes y la interpretación que ha hecho sobre lo ocurrido resulta no solo incompleto sino inadecuado (el reportaje fue hecho y transmitido antes de la llegada de Regalado a los Martí).
El mejor análisis de lo sucedido, y de las respuestas de Regalado, lo presenta  Phil Peters —director del Cuban Research Center y consultor de compañías con intereses en invertir en Cuba— en su blog The Cuban Triangle.
“El programa presenta alegaciones incendiarias sobre un ciudadano estadounidense sin mostrar pruebas que las sustenten y sin expresión alguna de expresión editorial alguna de juicio editorial, como si Radio/TV Martí las considerara creíbles. Ni brinda una refutación por parte de Soros y sus asociados, o indicación alguna de que se les ofreció tal oportunidad. Son 15 minutos dedicados a denigrar, no periodismo”, escribe Peters.
“Las palabras e imágenes dejan claro lo que Radio/TV Marti quiere que su audiencia cubana y latinoamericana piensen sobre Soros: que es un judío que causó la crisis financiera de 2008; que él habla de democracia y sociedades abiertas, pero que su real motivo es hacer dinero y “saquear” los países o que persigue otros objetivos ocultos. que es un hombre de una “influencia letal” que disemina el caos y la inestabilidad en el mundo”, agrega el director del Cuban Research Center.
Por su parte, Regalado, le dijo a Mother Jones en un email que “Judicial Watch es una buena fuente, pero señalando esto, no debió haber sido la única fuente. La serie en dos partes no fue precisa y no tuvo otras fuentes grabadas para balancear el contenido”.
Sin embargo, Judicial Watch no es una fuente objetiva de información sino una organización de activismo político, que en la actualidad se empeña en una campaña contra Soros como viene realizando desde hace tiempo con el caso de los emails de Hillary Clinton, lo hizo durante la nominación del juez Brett M. Kavanaugh para la Corte Suprema o lo hace actualmente con la caravana de migrantes. No es dejar de leer los envíos o las indagaciones de Judicial Watch (yo lo hago casi a diario y me entero así del total de gastos del Servicio Secreto en los viajes presidenciales alrededor del país —desde sus estancias en Mar-a-Lago y su club de golf en Bedminster hasta sus mítines de campaña: $17 224 938,46). No es tampoco dejar de señalar lo que dice o publica Judicial Watch. De lo que se trata es dejar en claro, para el lector y televidente, la tendencia ideológica o política que define a la fuente). Por su parte, Peters aclara que Fox News desestimó como invitado de su programa de negocios al director de Judicial Watch por las declaraciones sobre el supuesto control secreto de Soros del Departamento de Estado durante el Gobierno de Obama. Pero para el director de Radio/TV Martí Judicial Watch es una “buena fuente”.
“La idea de que el programa carecía de ‘balance’, fuentes adicionales y declaraciones on-the-record yerra sobre la esencia del problema. Lo que estuvo ausente fue información verdadera y confiable que apoyara afirmaciones infundadas. Por ejemplo, que Soros era el ‘arquitecto’ de la crisis financiera de 2008 y de que él hacía dinero con su activismo político. O, se cita en la transmisión, que financió a  Gorbachov, ha desestabilizado naciones y busca socavar democracias y convertir a los países latinoamericanos en satélites de Cuba. Reportar una serie de mentiras flagrantes no se remedia con un ‘balance’”, afirma Peters.
Los problemas de Radio/TV Martí no se resolverán con un “adiestramiento” de una o varias sesiones. Tienen que ver con la aplicación de las reglas elementales del periodismo —dos fuentes diferentes para cada información, por ejemplo— y con una práctica donde quede fuera el activismo político. Por supuesto, en el clima de Miami, eso resulta muy difícil, aunque no imposible. Mientras ello no ocurra, las emisoras gubernamentales continuarán dando tumbos y acumulando escándalos.

¿Sociedad civil en Cuba?


Disidentes, activistas y legisladores cubanoamericanos repiten a diario una contradicción que la prensa digiere y amplifica sin criticar: hablan de fortalecer o fomentar la sociedad civil en Cuba y al mismo tiempo se refieren a la naturaleza totalitaria del régimen, mientras califican de “cosméticos” los cambios realizados.
Si en la isla hay un régimen totalitario —y por una parte poco apunta a considerar que esta no es la condición nacional—, quedan pocas esperanzas para la elaboración de dicha sociedad civil, que sería más bien parte de la tarea de reconstrucción del país tras una transición. Así lo indica la historia: no existía sociedad civil en la Unión Soviética (URSS) o en la Alemania nazi.
Cuando se mira desde otro ángulo, y se reconoce cierto ligero cambio en la isla de un régimen totalitario a otro autoritario, donde determinadas parcelas de autonomía —otorgadas por el Gobierno o adquiridas circunstancialmente— permiten un desarrollo propio, se hace necesaria entonces una mayor precisión, para evitar caer en una repetición hueca.
Bajo el mantra de sociedad civil se cobijan los intereses y aspiraciones más diversos. Así el invocar la sociedad civil se ha convertido en criterio de moda o alcancía en la mano. Sin embargo, más allá de una discusión sobre el concepto, vale la pena analizar cuánto avanza una táctica que busca establecer ese tipo de sociedad en las condiciones actuales cubanas, y aventurar su futuro.
El problema fundamental es que el totalitarismo implica por naturaleza la absorción completa de la sociedad civil por el Estado. Ha ocurrido en Cuba, donde unas llamadas “organizaciones de masas”, y los satélites que se desprenden de ellas, por décadas se definieron con orgullo militante como simples correas trasmisoras de las “orientaciones” del partido.
Ello no ha impedido la impudicia de que en la actualidad reclamen un papel civilista e incluso aspiran a ser consideradas —y financiadas desde el exterior— como organizaciones no gubernamentales (ONG). Si bien ahora buscan venderse con sones para turistas, no dejan de ser las mismas marionetas que cuando se crearon a imagen y semejanza de las existentes en la URSS.
Si burdo es el régimen cubano al intentar subirse ahora al tren de la sociedad civil, tampoco la originalidad caracteriza al Gobierno estadounidense y a quienes apoya financieramente bajo el manto de la disidencia.
Ante todo porque el proyecto no es nuevo. El empeño se origina en la Europa del Este —donde existía un régimen represivo al igual que en la URSS, aunque no con igual absolutismo—, cuando los disidentes de esos países comenzaron a hablar de las posibilidades de un restablecimiento democrático mediante el resurgimiento de la sociedad civil.
En la práctica dicha sociedad nunca fue establecida, en buena medida no ejerció una incidencia fundamental en la desaparición del “socialismo real” y los  movimientos opositores tuvieron una existencia efímera y algunos un paso fulgurante por el Gobierno y una vida por delante para vivir de la nostalgia; también para fundamentar falsas esperanzas.
Largo es el rosario que tiene el caso cubano, por intentar trasladar modelos foráneos. En el camino de la transición se parte de la falacia de que existen constantes en las políticas de cambio y se descuida el análisis de las circunstancias específicas.
Por encima de otras consideraciones, destaca el hecho de algunos de los que reclaman el “empoderamiento de la sociedad civil” se niegan al mismo tiempo a facilitar mayores recursos para el avance de lo que pueden ser sus factores esenciales o al menos contribuyentes: la promoción de negocios particulares, el refuerzo a la labor de emprendedores y otros aspectos de ayuda a una reforma económica.
Tenemos entonces dos visiones disímiles —y en ocasiones contradictorias— sobre una posible sociedad civil cubana. Una enfatiza el plano político y destaca la existencia de grupos de denuncia de abusos, que en buena medida justifican su existencia mediante la retorica de la victimización y dependen del financiamiento de Washington y Miami para su existencia. La otra apunta al plano económico y ve el surgimiento de una esfera laboral independiente del gobierno como la vía necesaria para el fundamento de una sociedad más abierta.
En ambos casos, las limitaciones sobresalen por encima de los logros.
Mientras la promoción de la sociedad civil por la disidencia no trascienda el discurso de Miami y destaque las necesidades de la población, no solo sus alcances sino sus propios objetivos serán en extremo limitados.
Por otra parte, el surgimiento de un limitado sector  de trabajadores privados, en una sociedad con un grado extremo de control estatal como la cubana, no garantiza un futuro de autonomía del gobierno, ya que persiste la dependencia, tanto para mantener el nuevo estatus laboral adquirido como para simplemente poder caminar por las calles.
Persiste entonces la limitante fundamental que la creación de una verdadera sociedad civil buscaría eliminar: el mantenimiento de una doble moral, donde la hipocresía pública constituye uno de los principales recursos del régimen para sobrevivir.

miércoles, 31 de octubre de 2018

Una nueva vía para los emprendedores cubanos

  
La tarjeta de turismo, para cubanos que viajen a Panamá fundamentalmente con el objetivo de realizar compras, aunque un “experimento” tímido y limitado, no deja de ser interesante dentro del desolado panorama económico de la Isla.
Primero hay que dejar claras las limitaciones: los cubanos que podrán viajar sin mayores dificultades al país centroamericano son aquellos que previamente hayan adquirido un pasaje aéreo ida y vuelta Panamá-Cuba; que posean un carné de trabajador por cuenta propia; que tengan un certificado de creadores (artesanos) o que hayan viajado anteriormente a Panamá o a otro país, de acuerdo con las disposiciones oficiales. Los que cuentan con una visa panameña no necesitarán el carné de compras. 
Es decir, no estamos ante un cambio fundamental, una medida tendiente a dinamizar la economía y tampoco un fuerte indicador de transformación para la sociedad cubana.
Dicho esto, queda lo interesante. Con esta iniciativa, el Gobierno panameño ha abierto una vía para ayudar en sus negocios a los emprendedores cubanos. Por supuesto, no es una labor desinteresada ni guiada por un ideal político de contribuir al establecimiento de una sociedad democrática en Cuba. Lo hace para vender más artículos en tiendas panameñas a los cubanos. Pero esto es lo propio del capitalismo.
Panamá, según su propio presidente que acaba de visitar la Isla, apoya el desarrollo de la esfera de producción privada en Cuba, pero acatando las pautas dictadas por el Gobierno de La Habana (esto también lo ha dejado claro el mandatario panameño).
Así que el análisis aquí es económico. La sociedad civil, los derechos humanos y la democracia quedan fuera —aunque, por supuesto, ello nos disguste.
Sin embargo, desde esta esfera puramente mercantil hay detalles a considerar, y que son positivos para quienes viven en Cuba.
El primero es que, por primera vez en décadas, los cubanos entran en un grupo del que por muchos años han sido excluidos: los viajeros con dinero para comprar en el extranjero.
Estos cubanos, además, no son en su mayoría funcionarios, agentes gubernamentales o delegados partidistas. Aunque necesariamente obedecen las reglas políticas establecidas en Cuba, no son directamente “instrumentos” del Gobierno.
Panamá les brinda una forma de poder adquirir lo necesario para sus labores o pequeños negocios, sin tener que depender exclusivamente de las empresas estatales cubanas. Es decir, una vía para, de una forma capitalista, escapar a la ineficiencia de la economía (mal) planificada cubana. Y lo que es también interesante es que el Gobierno de La Habana —a regañadientes o porque no le quedan muchas ocasiones en un sistema agobiado por la falta de recursos y liquidez— se ha mostrado de acuerdo en permitir esta vía.
Por ejemplo, la información sobre este “carné de compras” no ha aparecido en la prensa oficial de la Isla, solo en Cubadebate, que en gran medida es para consumo externo. Así que La Habana accede pero no celebra o divulga. Solo que este acceder no era concebible apenas una década atrás.
Para un gobierno que en declaraciones y hechos reitera a diario el rechazo al “enriquecimiento” de los miembros de la producción privada, no deja de ser un atisbo de apertura el que ahora viajen al extranjero a comprar productos.
Pero además, si esta vía de adquirir suministros llega a establecerse y durar —de hecho existen otras con una función similar, pero más “discreta”, como Miami, Guyana y otras naciones centroamericanas— será otra demostración palpable del error repetido de no abrir un mercado mayorista estatal para la producción privada.
En última instancia, y por supuesto desde el punto de vista estrictamente económico, el Estado cubano pierde dinero, ingresos necesarios, divisas, con el no permitir un mayor desarrollo del sector cubano: la ideología, la política limitando el desarrollo económico.
Digamos entonces que el Gobierno de Díaz-Canel explora tentativamente algunas vías de un semi modelo chino o vietnamita dentro de la pobreza. Y en ese tira y encoge transcurre la supervivencia de los cubanos. Pero una supervivencia cada vez más dependiente del capitalismo. Aunque Raúl Castro aún aparezca de vez en cuando en la primera página de los periódicos, para, por ejemplo, despedir a Nicolás Maduro, y recordarle así a lo cubanos de su presencia, de que siempre está ahí.

martes, 30 de octubre de 2018

Yo, el supremo


El presidente Donald Trump ha retomado una vieja idea de campaña en los días finales antes de las elecciones legislativas: ha declarado que mediante una orden ejecutiva piensa quitarles el derecho a la nacionalidad estadounidense a los hijos de padres indocumentados, sin importar el hecho de haber nacido en este país. La propuesta puede debatirse, pero lo que resulta inadmisible es el procedimiento.
La Constitución de Estados Unidos reconoce desde hace 150 años el derecho a la ciudadanía por el hecho de nacer en suelo estadounidense. Así lo establece la Enmienda 14: “toda persona nacida o naturalizada en los Estados Unidos, y sujeta a su jurisdicción, es ciudadana de los Estados Unidos y del Estado en que resida”.
Ahora, tras más de medio siglo, el vicepresidente Mike Pence dice que la expresión “sujeta a su jurisdicción” excluye a los hijos de quienes “están ilegalmente en el país”.
El Congreso aprobó la Enmienda 14 en 1866 después de la Guerra Civil, para garantizar los derechos de ciudadanía a los afroamericanos descendientes de esclavos. La enmienda anuló una decisión de la Corte Suprema de 1857 conocida como la Decisión Dred Scott, que negaba los derechos de ciudadanía a las personas “cuyos antepasados fueron importados a los Estados Unidos y vendidos como esclavos”.
Es decir, que Trump y Pence quieren darle marcha atrás a la historia y considerar los inmigrantes indocumentados como si fueran esclavos, o incluso menos que esclavos.
Detrás de la declaración de Trump divulgada a través de un video hay una táctica política que ya ha utilizado —por lo demás con buenos resultados durante la elección presidencial— y es avivar el debate migratorio para ganar dividendos con su base de votantes.
A ello se suma ahora su triunfo con el nombramiento del juez Brett M. Kavanaugh para la Corte Suprema.
La vía entonces queda clara para cualquier escolar sencillo: Trump emite la orden ejecutiva, de inmediato es impugnada en las cortes y se pone en marcha un proceso que culmina en el Tribunal Supremo, donde el presidente cree contar ahora con una mayoría suficiente para que se pronuncie a su favor en la interpretación sobre lo que significa “sujeta a su jurisdicción”.
El debate constitucional se reduce y el presidente —no hay que olvidar que en su toma de posesión juró “defender la Constitución”— logra una victoria política.
Mientras tanto, el mandatario muestra de nuevo un desprecio absoluto hacia el poder legislativo.
Porque lo cuestionable aquí no es que se discuta la necesidad de realizar cambios o agregados constitucionales, estos se han hecho con anterioridad. Lo que llama la atención y alarma es que el presidente quiera pasar por encima del Congreso; que trate, mediante un burdo truco de omitir el procedimiento establecido para que una enmienda entre en vigor: ser propuesta a los estados, para ser aprobada por estos, por un voto de dos tercios en ambas cámaras del Congreso y ser ratificada por tres cuartos de los mismos. De lo contrario, Estados Unidos no necesitaría un presidente, alcanzaría con un rey.

Estos republicanos no dejan de asombrarme


Los mismos republicanos que vociferan y se rasgan las vestiduras cada vez que alguien se manifiesta contra la venta de fusiles de asalto a los ciudadanos, y lo hacen recurriendo a la Segunda Enmienda de la Constitución, que exigen se interprete al pie de la letra como un texto sagrado, ahora plantean que la 14ª Enmienda de esa misma Constitución es un documento modificable, sujeto a interpretaciones, y que puede ser reformado con un simple plumazo de Trump.

lunes, 29 de octubre de 2018

Crece el odio en EEUU durante el Gobierno de Trump


El número de los denominados “grupos de odio”, incluidas las milicias armadas, se incrementó en Estados Unidos en un 755 % en los primeros tres años del Gobierno de Barack Obama. Luego disminuyó brevemente, pero ha vuelto a aumentar tras la llegada de Donald Trump a la Casa Blanca.
De 149 grupos existentes a finales de 2008 a los 1 274 en 2011.
Estos datos, que provienen del Southern Poverty Law Center (SPLC), institución dedicada al seguimiento de los grupos extremistas en el país, revelan el incremento de los movimientos que proclaman la supremacía de los blancos tras la llegada a la Casa Blanca del primer presidente de la raza negra.
“Desde el principio se comparó a Obama con Hitler o Stalin, se elaboró un discurso en el que el presidente era una persona ajena (a Estados Unidos), no se le trató como a un estadounidense y se le dibujó como una amenaza”, según Peter Kuznick, profesor de historia de la American University de Washington.
El cuestionamiento de los orígenes de Obama incrementó el afloramiento de este tipo de agrupaciones, que en su mayoría tienen un carácter violento y además suelen respaldar con vehemencia la Segunda Enmienda de la constitución estadounidense, que reconoce el derecho a portar armas.
“Son realmente una amenaza —afirmaba Kuznick en septiembre de 2012—. Sobre todo porque han recibido cierta credibilidad por parte de los sectores más conservadores del Partido Republicano”.
La actual sociedad estadounidense no hace más que confirmar las palabras del profesor.
Estos grupos solían estar marginados por la política, pero con el surgimiento del movimiento Tea Party obtuvieron cierto respaldo. Con el Tea Party creció la polarización en Estados Unidos.
“El mensaje del Tea Party no es completamente racista, pero sí lo es de alguna manera. Estados Unidos está viviendo una polarización ideológica”, apuntó Kuznick entonces. Esa polarización no ha dejado de crecer.
Entre los más violentos de estos grupos se encuentran los antiinmigrantes, que empezaron a emerger en la década de los años 20 del siglo pasado y que ahora se han radicalizado ante el incremento interracial.
La expansión de las minorías en EEUU ha incrementado el resquemor y encono de estos grupos. Los datos de 2011 revelaron que por primera vez nacieron menos niños blancos que no blancos según la Oficina del Censo. 
Tras disminuir durante un breve período, los grupos de odio han aumentado de nuevo bajo el Gobierno de Donald Trump.
El número de grupos de odio en EEUU aumentó un 4% entre 2017 y 2016 —pasó de 917 a 954 en ese periodo de tiempo—, según las conclusiones de otro estudio elaborado por el SPLC. El año pasado fue la primera vez que se contabilizaron grupos de odio en los 50 estados, con 66 organizaciones de este tipo en Florida.
En su informe de febrero de 2018, la SPLC aseguró que los grupos de odio en EEUU han aumentado un 20% desde 2014. También observó que el mayor aumento se produjo en los grupos nacionalistas blancos: organizaciones neonazis se incrementaron en un 22 por ciento.
Los grupos antimusulmanes aumentaron por tercer año consecutivo. También vio un descenso de las organizaciones del Ku Klux Klan: pasando de 130 a 72.
“El presidente Donald Trump en 2017 reflejó lo que los grupos nacionalistas blancos quieren ver: un país donde el racismo está autorizado por el más alto cargo en la oficina, los inmigrantes son expulsados y los musulmanes prohibidos”, dijo Heidi Beirich, directora del Proyecto de Inteligencia del SPLC.
Para esta organización, la relación entre la presidencia de Trump y el aumento de grupos racistas es clara: “Si consideras que cuando llevábamos apenas unos días de 2018 Trump llamó a los países africanos ‘países de ***’, está claro que no está cambiando su tono. Y eso es música para los oídos de los supremacistas”, escribió en un comunicado junto a la presentación de su informe.
“Fue un año en el que la extrema derecha, la última encarnación de la supremacía blanca, rompió la barrera que durante décadas mantuvo a los racistas lejos de la política y los medios dominantes”, sentenció.
Sin embargo, no solo entre supremacistas blancos se observó un incremento: “No sorprende que los grupos de odio nacionalistas negros, grupos que siempre han reaccionado al racismo blanco, llegaron a ser 233 en 2017, pasando de 193 en el año anterior”, escribió el informe.
SPLC citó dos factores que contribuyeron al crecimiento de los grupos de odio nacionalistas negros. En primer lugar, el aumento en los incidentes de tipo racial y los ataques de los supremacistas blancos, especialmente la manifestación Unite the Right, que se tornó letal en Charlottesville, Virginia. Y en segundo lugar, el apoyo percibido de los ideales nacionalistas blancos por el presidente Donald Trump.
El último aumento en el número de grupos de odio comenzó en los cuatro últimos años de la presidencia de Barack Obama, según el SPLC, pero cayó hasta los 784 en 2014.
El informe reportó además, por primera vez, la presencia de grupos supremacistas de hombres. Hay dos. Uno abogó por legalizar la violación en propiedad privada, según dijo este centro. El otro defendió que el mes de octubre fuera llamado “El mes de los intentos de violación de mujeres”.
“La supremacía masculina es una ideología odiosa que aboga por el sometimiento de las mujeres. Representa erróneamente a las mujeres como genéticamente inferiores, manipuladoras y estúpidas”, explicó el informe.
Para su estudio, SPLC definió como grupos de odio a aquellos colectivos que con sus actuaciones, ideología o declaraciones demonizaran a algunas clases de personas, normalmente por sus características de origen. Así por ejemplo, entiende como grupos de odio el Ku Klux Klan, grupos anti el colectivo LGBT, nacionalistas negros como el Nation of Islam y grupos antimusulmanes o antiblancos.
Se desconoce cuantas personas pertenecen a dichos grupos pues, según SPLC, muchos de ellos son muy secretos en lo que respecta a sus operaciones y no quieren dar a conocer cuán grandes son.

La Escuela de Chicago y el autoritarismo


El pecado original de las teorías económicas ultraliberales es que requieren de iguales circunstancias que las fracasadas ideas comunistas: la necesidad de un Estado autoritario o una simple dictadura para imponerse
“¿Por qué la Escuela de Chicago y sus teorías económicas ultraliberales abonan mejor en las dictaduras y en los modelos autoritarios que en las democracias consolidadas?”, se pregunta Joaquín Estefanía en una columna de opinión en El País.
“Posiblemente porque para ser puestas en práctica, se necesita que las resistencias ciudadanas ante la desigualdad que generan no tengan cauces fuertes para manifestarse en el seno de la sociedad civil. Es por ello que los laboratorios más puros de los Chicago boys se han instalado en las dictaduras militares del Cono Sur latinoamericano de los años setenta del siglo XX, en la Turquía militar del pasado, y, posiblemente, tendrán otra oportunidad en el Brasil de hoy si el ultraderechista Bolsonaro gana las elecciones”, es su respuesta.
Jair Bolsonaro se impuso en la urnas brasileñas y Paulo Guedes ocupará la dirección del gran superministerio económico en Brasil, señalando una vez más ese “extraño maridaje” entre un ultraderechista nostálgico de la dictadura brasileña y un banquero ultraliberal de 69 años, que ha prometido emprender una política de privatizaciones a ultranza del sector público empresarial (petróleo, electricidad, correos…), una reforma fiscal que reduciría los impuestos a los más privilegiados bajo el reclamo de que son los que más invierten y la sustitución del sistema de pensiones de reparto por otro de capitalización, siguiendo la estela de lo que se hizo en el Chile de Pinochet.
El autor de la reforma chilena de las pensiones, José Piñera, es hermano de Sebastián Piñera, actual presidente del país, que recientemente declaró en España que la música del programa económico de Bolsonaro le sonaba bien. 
Sin embargo, y curiosamente junto con la victoria de Bolsonaro, un cable de la AFP indica que Piñera emprenderá en Chile una reforma del sistema de pensiones de la época pinochetista.
El presidente chileno Piñera anunció el domingo que enviará al Congreso un proyecto para reformar el criticado sistema privado de pensiones que exigirá de forma gradual un aporte de 4% al empleador, hasta ahora excluido de la fórmula recaudadora.
El derechista cumple así con su promesa de reformar el sistema de pensiones instaurado por la dictadura de Augusto Pinochet (1973-1990) y diseñado por su hermano, José, al que solo contribuye con un 10% el empleado y que en promedio produce rentas en torno a los $400 dólares.
Uno de los pilares de la reforma será “aumentar el ahorro previsional de los trabajadores, mediante el aporte adicional y mensual del 4% del sueldo de cada trabajador, que será financiado por los empleadores”, señaló Piñera en cadena nacional.
El aporte “crecerá en forma gradual, de forma de no afectar nuestra capacidad de crear nuevos y buenos empleos, y en régimen va a significar un aumento del 40% en las pensiones de todos los trabajadores”, agregó el mandatario.
Piñera destacó que el país tiene 2,8 millones de pensionados de los cuales 1,5 millones tienen mensualidades tan bajas que necesitan ayuda del Estado —a través de pensiones básicas y aporte solidario— para sobrevivir.
Por tal motivo, se ampliará gradualmente el aporte estatal del 0,8% actual a un 1,12% del Producto Interior Bruto (PIB), lo que representa un incremento del gasto público cercano a los $1 000 millones.
Así que cabe preguntarse si el banquero brasileño tendrá en consideración el desastre que para los trabajadores chilenos ha significado el sistema de pensiones de la época de Pinochet —que en su momento recibió tantos elogios de los neoliberales que incluso se habló de su puesta en práctica en Estados Unidos, lo que a la largo terminó por perjudicar la imagen política del presidente de entonces en ese país, George W. Bush— o simplemente opte por repetir al pie de la letra el modelo de los Chicago boys.
Pero lo cierto es que —al igual que las fracasas teorías económicas de los regímenes comunistas— el modelo neoliberal, en su forma más pura, requiere de un gobierno autoritario para imponerse a plenitud.
Estefanía en su columna recuerda que Milton Friedman, el padre intelectual de los Chicago boys, visitó a Pinochet en los años más duros de su dictadura, en la mitad de los años setenta, y junto a su mujer, Rose, se hizo fotografías con el militar golpista que fueron publicadas en las primeras páginas de todos los periódicos, y que sirvieron como factor de legitimación. También Friedman fue al frente de la sociedad Mont Pelerin algo así como la Internacional económica ultraliberal, que se reunió en Santiago (otra forma de legitimación). 
En aquella ocasión pasó antes por Lima, donde Mario Vargas Llosa —quien en estos días ha guardado silencio sobre la elección presidencial en Brasil— hizo a Friedman una entrevista en televisión en la que le preguntó si tenía alguna duda moral al observar que sus teorías eran aplicadas generalmente en países con Gobiernos autoritarios: “No”, respondió un Friedman que estaba a punto de recibir el Premio Nobel de Economía, “no me gustan los Gobiernos militares, pero busco el mal menor”.
En El infinito viajar, Claudio Magris recuerda que la concepción radicalmente utilitarista del Gobierno de Margaret Thatcher —otra abandera del neoliberalismo y de la Escuela de Chicago—, que elevó el dinero a único ideal y promovió una transformación social que llevaba a la disolución de todos los valores, especialmente los tradicionales, y cualquier moral austera, terminó encontrando los adversarios más enconados en la Cámara de los Lores. En igual sentido, aunque el actual mandatario estadounidense se cuida mucho de plantearlo abiertamente, el proteccionismo de Donald Trump y su acción económica dista mucho de la época de Donald Trump. Sin embargo, esas contradicciones suelen pasarse por alto, al menos en teoría, suelen pasarse por alto en un gobierno populista, y Brasil no será una excepción en este caso sino todo lo contrario.
Una vieja trama acaba de repetirse en Brasil: aprovecharse de planteamientos con un supuesto fundamento moral y de respeto a los valores tradicionales para llegar al poder y poner en práctica medidas económicas que terminarán por perjudicar a los mismos electores que votaron manipulados por fines doctrinales para elegir un gobierno que extenderá las desigualdades en lugar de disminuirlas.
La fórmula de dictadura política más ultraliberalismo no es nueva. Sus resultados, para la población en general, no para los más favorecidos, también se conocen. En este sentido, puede afirmarse que Brasil retrocede, no avanza. El próximo gobierno de Bolsonaro no inaugurará una era que deje atrás a Lula y Rousseff sino una vuelta a los tiempos de Pinochet en Chile y Videla en Argentina.

Brasil iniciará programa acelerado de privatizaciones


El gobierno del ultraderechista Jair Bolsonaro se enfocará en “cambiar el modelo económico socialdemócrata” de Brasil mediante un programa acelerado de privatizaciones y de control del gasto público, anunció el futuro ministro de Hacienda, Paulo Guedes, informa la AFP.
“Brasil tiene 30 años de expansión de gastos públicos descontrolados(...), ese modelo corrompió la política, hizo subir los impuestos, los intereses e hizo crecer la deuda como bola de nieve”, dijo Guedes a la prensa en un hotel en Rio de Janeiro.
Guedes, un ultraliberal formado en la escuela de Chicago, fustigó “el modelo socialdemócrata”.
“Ese modelo socialdemócrata es pésimo, somos prisioneros del bajo crecimiento, tenemos impuestos altos, intereses altos, negociamos con pocos países”, declaró.
Guedes anticipó que las primeras medidas económicas de Bolsonaro, quien asumirá el cargo el 1 de enero, se centrarán en el control del gasto público.
Para eso, precisó, “necesitamos una reforma del régimen de jubilaciones”.
También “vamos a acelerar las privatizaciones, porque no es razonable que Brasil gaste 100 000 millones de dólares en intereses de la deuda”.
Según Guedes, el plan económico de Bolsonaro prevé igualmente una reforma del Estado y una “simplificación y reducción de impuestos”.

jueves, 25 de octubre de 2018

Bolsonaro y la crisis de la democracia liberal


Por lo general quienes apoyan al candidato y casi seguro próximo presidente de Brasil, Jair Bolsonaro, confunden los términos de su defensa mediante el antaño enfrentamiento entre izquierda y derecha, cuando la contradicción fundamental que reina en nuestros días es el conflicto entre la democracia liberal y el populismo autoritario. 
Visto bajo este ángulo, el ascenso político de Bolsonaro responde no solo al fracaso de los pasados gobiernos de izquierda sino también a la incapacidad de la ideología liberal o neoliberal —y en particular de su acción política— para lograr un candidato que retome su agenda sin la necesidad de sucumbir en una práctica demagoga, irracional y extrema.
Para disculpar al candidato extremista no faltan las argumentaciones, que viajan de la aceptación a regañadientes, las separaciones imaginarias —donde se selecciona como buenas sus aparentes ideas económicas y como malas sus declaraciones a favor del asesinato y la tortura o su rechazo al homosexualismo y su vulgar misoginia—, así como la ilusión de poder “controlarlo” una vez llegue al poder o aceptar que es “un mal menor”.
Políticos y analistas recurren entonces a las viejas dicotomías, utilizadas con anterioridad en figuras emblemáticas del autoritarismo —Pinochet, Franco—, con el fin de acreditar preferencias: lo malo justificado por circunstancias y lo peor echado a un lado ante lo inevitable.
Se soslaya así la distinción entre ilusión y realidad para caer en la falsa conciencia y evitar entrar en contradicciones que pudieran resultar molestas —a la moral, intereses propios y ajenos o ideales— pero que resultan evitables en apariencia mediante un enmascaramiento o una mistificación.
Si bien Bolsonaro en su campaña se ha beneficiado del uso de noticias falsasy de la ayuda de un grupo de empresarios brasileños afín al ultraderecha, que ha violado la ley al pagar la distribución de publicidad a su favor a través de WhatsApp, según el diario Folha de S.Paulo, el fenómeno de su popularidad trasciende tales artimañas. 
El problema más grave no son los engaños, sino la existencia de una ciudadanía, un electorado dispuesto a dejarse engañar, con ira y con gusto al mismo tiempo.
Más allá de la necesidad de un votante bien informado como el mejor antídoto contra tales métodos, se asiste a un deterioro de la verdad como principio cardinal del comportamiento, una desilusión con la democracia y un auge en toda Latinoamérica —desde hace años en EEUU— de la participación directa y decisiva en los procesos políticos de los predicadores de las iglesias fundamentalistas.
En todos estos factores, lo determinante son las condiciones que han propiciado el resurgimiento de fenómenos que se pensaba ya superados.
Ningún ejemplo mejor que el crecimiento de las iglesias evangélicas en la región. Con su retórica inflamada, sus canales de radio y televisión, sus templos y sus actos de “avivamiento”, los pastores ya no se conforman con las ganancias del gran negocio de la fe. Ahora quieren el poder político.
No es que la fusión de religión y política, bajo la forma de partidos políticos, sea nueva en Latinoamérica. A partir de 1947 ocurrió un auge de la democracia cristiana —con fundamento en las organizaciones políticas de este tipo en Europa— que llevó al triunfo de sus candidatos presidenciales en diversos países (entre ellos Chile, República Dominicana, Colombia, Venezuela) y a la aparición de ministros, senadores y diputados en toda el área. Pero ahora la fuente de inspiración de los grupos y sectas cristianas ya no está en Europa sino en Estados Unidos.
En la actualidad dicho fenómeno tiene características propias, en las cuales se mezclan una ideología profundamente retrógrada en lo familiar y social junto a una práctica muy efectiva con programas de ayuda a la población más pobre —que les permite ganar adeptos entre los más necesitados—, además de una participación económica que favorece el enriquecimiento personal por encima del bien colectivo. Algo así como una socialización reaccionaria.
En Brasil, el país con más católicos del mundo, los evangélicos representaban el 15% de la población en 2000 y el 22% en 2010, según el Instituto Brasileño de Geografía y Estadísticas (IBGE). En 2017 ya eran el 27% de acuerdo con la encuesta de Latinbarómetro. 
Lo curioso es que, junto con este aumento del evangelismo, han surgido alianzas que gracias a la política y la “guerra cultural” trascienden los factores puramente doctrinales. El fenómeno no se limita a Latinoamérica. En EEUU, desde hace algunos años, evangélicos, católicos y judíos se han unido contra el matrimonio entre miembros de igual sexo y el aborto, y a favor de beneficios a la educación en escuelas religiosas. Se han cambiado preferencias partidistas y florecido intereses comunes.
Bolsonaro, antes católico ahora evangélico, con su lema de campaña “Brasil por encima de todo, dios por encima de todos”, ha encontrado un amplio respaldo entre las sectas protestantes.
Según los más recientes sondeos, el 71% de los evangélicos declara su preferencia por él, que podría alcanzar el 59% de los votos el próximo 28 de octubre, de acuerdo con las encuestas. Además, el 74% de los evangélicos opina que es el candidato más preparado para combatir la violencia.
José Wellington Bezerra da Costa, presidente emérito de la Asamblea de Dios, la mayor fuerza evangélica, con 22,5 millones de fieles en Brasil —cerca del 10% de la población— considera a Bolsonaro la mejor opción.
“De todos los candidatos, el único que habla el idioma del evangélico es Bolsonaro. No podemos dejar a la izquierda volver al poder”, aseguró el pastor el 1 de octubre después de mostrar en la fiesta de aniversario de la iglesia, delante de los fieles, un vídeo del candidato felicitándolos.
Con anterioridad, Luiz Inácio “Lula” da Silva y Dilma Rousseff, contaron con una parte del voto evangélico, aunque en su segunda campaña presidencial Rousseff se enfrentó a Marina Silva, de la Iglesia Asambleas de Dios (pentecostal) y conocida por su discurso ecologista y feminista.
Pero antes la palpitación del votante evangélico no respondía a afinidades ideológicas, sino al interés de las iglesias de acercarse al candidato más cercano al triunfo, para garantizar cuotas de participación y beneficios tras la elección. Sin embargo, ahora el sector más conservador del evangelismo se ha impuesto, cuenta con una amplia participación en el Congreso, y ha decidido situarse junto a Bolsonaro.
Se repite así el fenómeno observado en EEUU, donde las fidelidades partidistas tradicionales (judíos: demócratas) se han transformado y ya no siguen al pie de la letra guías ideológicas trazadas históricamente sino intereses puntuales. 
De esta forma, muchos evangélicos pentecostales, y gran parte del neopentecostalismo en Latinoamérica, en la actualidad apoyan no a partidos, sino a candidatos específicos: aquellos cuyas propuestas defiendan la agenda moral de sus iglesias.
Así también, el autoritarismo de muchos de estos pastores —que exigen a sus fieles una obediencia total o estos se arriesgan a perder la “bendición de dios” no solo en cuanto a la salvación de su alma sino a los efectos de cada una de las circunstancias de la vida cotidiana— resulta afín al autoritarismo político de que alardea el candidato brasileño.
Es por ello que la actual situación política de Brasil no se comprende a plenitud desde una limitada dicotomía entre la izquierda y la derecha, y tampoco solo recurriendo al “voto de castigo” por la corrupción de la izquierda —aunque ello influye indudablemente— sino por la situación de desamparo que ha llevado a la ciudadanía a desconfiar no solo de los políticos tradicionales sino de las instituciones democráticas: incluso a no creer ni en unos ni en otras.
Por supuesto, nada de lo anterior excluye de culpa a los pasados gobiernos de izquierda brasileños, responsables en buena medida de la debacle actual. Pero siempre sin olvidar que dicha izquierda —más allá de las preferencias de cada cual— actuó dentro de los parámetros de un Estado democrático. Ni Lula fue Chávez ni Rousseff Maduro. 
El fracaso de dicha izquierda —y hasta dónde ese fracaso fue real o la caída de Rousseff fue simplemente una maniobra política de la derecha es asunto de debate— no justifica el surgimiento de la amenaza del que se establezca en el país un gobierno autoritario. El Brasil del Partido de los Trabajadores no era la República de Weimar, donde la situación existente explica pero tampoco justifica la llegada de Hitler.   
Caben sin embargo las interrogantes sobre las limitaciones de un modelo, o de la forma en que dicho modelo es conducido —tanto por políticos diferentes dentro del espectro político— y el arrastre o demora en la necesaria transformación; la dependencia a fines ideológicos y preferencias, así como la ausencia de mecanismos de control y verificación que impidan que se cometan actos de corrupción. Aunque la solución a dichos problemas no es el depositar las esperanzas en la aparente o probada honestidad de un nuevo y “visionario” gobernante sino en el establecimiento de tales mecanismos.
De lo contrario continuará el agotamiento de la esperanza, lo cual define tanto el depositar el voto en un candidato poco o nada habitual como el acudir a las llamadas “teologías de la prosperidad” —con su presencia cada vez más amplia en los medios de comunicación y las redes sociales. No es solo la “salvación del alma” sino la seguridad del cuerpo por medios insólitos: el pastor y el candidato como una especie de último recurso, donde la ideología en su forma tradicional y hasta ayer infalible ha muerto.

miércoles, 24 de octubre de 2018

El príncipe que se creyó invencible y quizá no lo sea


Hace apenas tres años y medio, Mohamed bin Salman era un príncipe saudí más en una familia real legendariamente extensa, que como tantos de sus tíos y primos se entretenía con la bolsa y los negocios y alguna que otra veleidad filantrópica.
Todo cambió cuando su padre, Salman, ascendió al trono en enero de 2015. Mohamed emergería de las sombras, acumulando más poder que ningún otro príncipe antes, y en cuestión de meses pondría patas arriba Arabia Saudí, donde los cambios siempre llegaban a cuentagotas, con un discurso de transformación que embelesaría no sólo a jóvenes y mujeres saudíes sino también a los líderes occidentales, de acuerdo a un artículo aparecido en el diario español La Vanguardia.
De todos los vástagos, no era el que parecía mejor colocado frente a sus admirados tres hermanos mayores, hijos de la primera mujer. Pero tenía una cualidad que le hizo pasar por delante de todos: era el favorito de Salman.
Creció pegado a él. Tenía 12 años cuando empezó a acompañar a su padre, entonces gobernador de la provincia de Riad, a las reuniones. A diferencia de muchos príncipes, que van a la universidad en el extranjero para probar las libertades occidentales, Mohamed prefirió quedarse en Riad, cerca de su padre. Se licenció en Derecho en la Universidad Rey Saud, segundo de su promoción.
Nacido en 1985 y primogénito de la tercera y última esposa de Salman, Fahda, al parecer Mohamed nunca ha fumado, no bebe alcohol ni le gustan las fiestas. 
Al llegar al trono, Salman nombró a su hijo favorito ministro de Defensa —con 29 años, el más joven del mundo— y en pocos meses lo puso al frente del monopolio estatal de petróleo y el órgano de inversión pública. 
Mohamed, a quien empezaron a llamar MBS, no tardó en mostrar sus ambiciones. Lanzó una campaña militar en Yemen (que ha acabado en desastre), montó un boicot a Qatar, anunció una transformación económica para reducir la “adicción” al crudo y proclamó que Arabia Saudí debía dar la espalda al islam radical.
Inversores extranjeros, y también los jóvenes saudíes, estaban entusiasmados con el aire fresco que al parecer traería al reino el príncipe.
Lucha por la sucesión
En una decisión que retrospectivamente parece una pieza de un plan maestro, Salman designó príncipe heredero a Mohamed bin Nayef, ministro de Interior y primero de los nietos de Ibn Saud, fundador del reino, que llegaba a la primera línea de la sucesión. Significativamente, Salman se aseguró de limitar su poder, integrando su corte real en la del rey, que presidía su hijo.
El ascenso del príncipe comenzó a levantar ampollas en la familia real, donde circuló una carta criticando su arrogancia y llamando a un golpe de palacio. Pero en junio de 2017 los Salman se adelantaron: Bin Nayef fue defenestrado y Mohamed fue nombrado heredero. Se quitó de la cartera de Interior la inteligencia y el contraterrorismo, que pasaron a estar bajo Bin Salman. 
La purga se consolidó en noviembre, con la detención de cientos de príncipes y poderosos empresarios en una supuesta “operación anticorrupción”. Entre ellos, Miteb bin Abdulah —hijo del fallecido rey Abdulah y aspirante al trono—, destituido al frente de la Guardia Nacional, la última rama de las fuerzas de seguridad que escapaba a Bin Salman.
Al conceder a su hijo, uno a uno, todos los resortes del poder, Salman “destruyó el principio de consenso” que imperaba en la casa de los Saud para atajar las luchas fratricidas tras la muerte del patriarca, señala David Ottaway, un académico estadounidense del Wilson Center y gran conocedor del entramado de poder saudí. “Es trágico, porque Salman siempre había sido el gran conciliador en la familia real, el que resolvía las disputas internas, hasta que decidió que su legado iba a ser su hijo favorito”, lamenta Ottaway.
“Mohamed y su padre han sido muy estratégicos al colocar a miembros leales del clan Salman en los cargos clave. Nunca un príncipe había concentrado tanto poder”, dice Courtney Freer, analista del Middle East Centre de la London School of Economics.
El escándalo Khashoggi ha lanzado por los aires la imagen de reformista cultivada por Mohamed bin Salman, que tantos elogios le ha valido desde los gobiernos occidentales. Sus decisiones de quitar el poder a la policía religiosa, de abrir cines y salas de conciertos, de permitir conducir a las mujeres, de repente parecen tonterías al lado de la imagen siniestra de un príncipe que se cree tan invencible como para mandar asesinar a un periodista crítico en un consulado.
“Es impetuoso: toma decisiones sin pensar en las consecuencias de sus actos. Es errático. A veces me pregunto incluso si es paranoico. Es narcisista, como Trump. Pero no se puede negar que es muy inteligente y trabajador, de los que llega a las reuniones con los informes estudiados al detalle”, le describe Ottaway.
Hace tiempo que los activistas advertían de la cara oscura del príncipe, que decía que detenía a imanes radicales pero aprovechaba para apartar a reformistas religiosos, que pide la pena de muerte para un economista crítico con sus reformas, que tiene detenidas en aislamiento a feministas mientras presume de defender los derechos de la mujer.
El papel de la Administración Trump
Para Adam Coogle, investigador de Human Rights Watch, Bin Salmanes un monstruo fabricado por EEUU. “El factor decisivo en su ascenso fue el apoyo de la Administración Trump, particularmente su cercanía con el yerno del presidente, Jared Kushner”, dice Coogle. Hasta entonces, el hombre de EEUU era Mohamed bin Nayef, muy respetado por su trabajo en la lucha antiterrorista entre las agencias de seguridad y el ejército estadounidenses, que han visto con aprensión el auge del joven e irreflexivo príncipe. La noticia de que Bin Nayef había sido defenestrado y puesto bajo arresto domiciliario (al parecer así sigue) “molestó a muchos en Washington”, señala Coogle.
Bin Salman se ha ganado muchos enemigos en la casa real saudí que podrían ver en el escándalo Khashoggi la oportunidad que esperaban para acabar con él. Pero tras la implacable purga de los Salman, no está claro que quede nadie con capacidad para dar un golpe palaciego. 
“Sólo el rey Salman, si abre los ojos a que su hijo favorito está fuera de control y es un peligro, puede quitarle del poder”, opina Ottaway, quien piensa que quizá el rey es el “único que decía la verdad” cuando aseguró a Trump que no sabía nada de lo ocurrido con Khashoggi.
Se rumorea que el rey padece demencia senil y que Bin Salman ha logrado extender sus tentáculos de poder y aislarlo, pero Ottaway cree que Salman aún manda. Señala un precedente significativo, cuando Bin Salman pretendió sumarse al plan de paz palestino-israelí de Kushner. “El rey se puso firme y se negó”.
¿Mantendrá el rey el apoyo a su hijo favorito?
“La pregunta ahora es si Salman mantendrá su apoyo a este hijo que se ha convertido en persona non grata en Washington, quizás no en la Casa Blanca pero sí en el Congreso y en la prensa, y que ha hecho un daño irreparable a la relación entre Arabia Saudí y Estados Unidos”, señala Ottaway.
Se trata de un dilema tremendo el que encara el rey saudí, que pronto tendrá que decidir si echa a un lado a su sucesor escogido a fin de preservar las buenas relaciones de Arabia Saudí con Washington, expresa Ottaway en un artículo aparecido en el diario digital estadounidense Politico.
Es cierto que de momento el príncipe heredero continúa contando con el apoyo del presidente Donald Trump, pero fuera de la Casa Blanca cada vez más es visto como un indeseable en Estados Unidos. Congresistas de ambos partidos están solicitando al presidente que adopte una posición más severa ante lo ocurrido y no se han detenido a la hora de formular sus opiniones ante la prensa.
“Creo que Mohamed bin Salman estuvo involucrado en esto, que dirigió esto y que esta persona fue asesinada a propósito”, dijo el senador republicano Bob Corker el domingo en una entrevista en la cadena CNN. “Se deben establecer sanciones para cualquiera que haya tenido algo que ver con eso”, añadió. “Nunca me convencerán de que no hizo esto”, afirmó el también republicano Lindsey Graham en la cadena Fox. El senador demócrata Dirck Durbin se quejó de la tibieza de Trump, que pide tiempo y más pruebas antes de señalar a Riad. “La única persona en la Tierra fuera del reino saudí que parece aceptar la investigación saudí es el presidente Trump. Debemos expulsar formalmente al embajador saudí en EEUU hasta que se complete la investigación por parte de un tercero sobre el secuestro y el asesinato de Jamal Khashoggi”, recalcó, de acuerdo a una información aparecida en El País.
¿Qué hará Trump?
El propio Trump ha ido cambiando el tono respecto a Riad conforme ha ido surgiendo más información en torno al caso. De dar por buenas las primeras explicaciones de los saudíes, ha pasado a admitir que “obviamente, ha habido engaño y mentiras”. 
Trump ha enviado a la directora de la CIA a Turquía, para conocer la información que manejan los agentes de inteligencia de ese pais sobre el asesinato. 
“No estoy satisfecho con lo que he oído [de Arabia Saudí]”, dice el presidente.
Sin embargo, de momento no hay muestra alguna de que corra peligro la relación con quien considera un “aliado increíble” y con quien hace algo más de un año firmó el mayor contrato de venta de armas de la historia estadounidense. Se trata, además, de uno de los escasos amigos que tiene Trump en Oriente Próximo, junto con Israel, y con el que puede contar para hacer cumplir las sanciones contra Irán.
Las primeras medidas anunciadas por el Gobierno de Trump apuntan a los supuestos ejecutores del asesinato, pero no se atreven con quienes ordenaron llevarlo a cabo.
El secretario de Estado, Mike Pompeo, informó el marte de que se revocará el visado de los funcionarios del país supuestamente implicados en la muerte de Khashoggi, que vivía en EEUU. Se trata de una penalización leve, aunque Washington advierte de que le seguirán otras medidas cuando avancen las investigaciones.
“Estas sanciones no serán la última palabra de EEUU sobre este asunto”, advirtió el jefe de la diplomacia. “Estamos dejando claro que no toleraremos esta forma despiadada de silenciar al señor Khashoggi, un periodista, por medio de la violencia”, añadió. Pompeo señaló que EEUU había identificado como supuestos reponsables no solo a agentes de inteligencia, sino también funcionarios reales y de diferentes ministerios.
Trump, por su parte se refirió el martes a lo sucedido como “el peor encubrimiento de la historia”. Pero, qué preocupa al presidente de EEUU: ¿el asesinato macabro o que no lo ocultaran bien?
De momento también, el rey Salman no parece mostrar intención alguna de cuestionar a su heredero, al que ha nombrado al frente de una nueva comisión encargada de reorganizar los servicios de inteligencia que ya se encontraban a su cargo.
Las evidencias, sin embargo, no dejan duda sobre la participación directa del príncipe heredero. Los saudís han arrestado 18 individuos, de los que no han dado a conocer su identidad, y destituido a cinco altos cargos, en respuesta a las informaciones aparecidas en la prensa turca. Dos de los funcionarios de alto rango destituidos se encuentran entre los más cercanos colaboradores del príncipe heredero: Saud al Qatarí, su principal estratega de relaciones públicas, y el mayor general Ahmed al Assiri, su vice jefe de inteligencia.
Los periódicos The Washington PostThe New York Timeshan logrado identificar a 12 de los 15 miembros del grupo que viajó a Turquía y se supone involucrado en el asesinato, los cuales son mienbros de la inteligencia saudí. Al menos cuatro de ellos pertenecían a la guardia real encargada de la protección personal del príncipe. En total, se conoce que al menos seis de los funcionarios y oficiales involucrados mantenían una extremada cercanía con el príncipe Mohammed.
En Estados Unidos y en todo el mundo se conoce este patrón de conducta de Arabia Saudí, de en un primer momento negar los hechos para luego tener que aceptarlos, sobre todo a partir de lo descubierto por la prensa. Cuando ocurrió el ataque terrorista del 11 de septiembre, luego de una inicial y tenaz negativa, el reino tuvo que reconocer que 15 de los 19 secuestradores que realizaron los actos terroristas eran saudís, aunque no se encontraron pruebas de una participación de la casa real en los hechos. Ahora las pruebas del asesinato bestial de Jamal Khashoggi, columnista del Washington Post, apuntan directamente a un miembro de la familia real. Así que el rey Salman tendrá que decidir si el heredero del trono sea un paria en Washington, si no para Trump y su yerno, sí para el resto de los estadounidenses.

La comezón del exilio revisitada

A veces en el exilio a uno le entra una especie de comezón, natural y al mismo tiempo extraña: comienza a manifestar un anticastrismo elemen...