La actual presidencia de este país no
llega a novela, tampoco a película, ni siquiera a serie de televisión. Es más o
menos un episodio de Los Tres Chiflados, en que los protagonistas se reparten
golpes a diestra y siniestra, ante el menor motivo y casi siempre sin que este
sea necesario para lanzar el porrazo.
Confieso que me ha divertido mucho con
las 351 páginas Fire and Fury: Inside the
Trump White House, de Michael Wolff, y que no me preocupa en lo más mínimo
reconocer que en el libro deben haber exageraciones, cierta práctica del
cuestionable ejercicio —desde el punto de vista periodístico— de crear escenas
y diálogos, y no simplemente reproducirlas o reportarlas. Tampoco me disgusta,
sino todo lo contrario, que sea fundamentalmente un libo de chismes políticos,
o de la política como un chisme, muy bien escrito de acuerdo a los estándares
del genero y que puede leerse como una novela (diálogo durante una cena, el 3
de enero de 2017, en Greenwich Village: “El bigote de Bolton es un problema”,
bufó Bannon. “Trump no piensa que brinde la mejor imagen para el cargo. Ustedes
saben que Bolton suele no gustar de primera impresión”./ “Bueno, los rumores
son que se metió en problemas porque se peleó en un hotel una noche y persiguió
a una mujer”./ “Si le digo eso a Trump, podría darle el trabajo”).
Otro ejemplo, donde el periodismo roza la
literatura: “Le ofreció a su esposa una promesa solemne: simplemente no hay
forma posible de que gane. E incluso para un marido de una infidelidad crónica
—casi se diría que impotente por naturaleza para ser fiel— esta era una promesa
que él parecía seguro de poder cumplir”.
Nada de ello impide el placer culpable de
disfrutar ese retrato del jefe de los mentirosos de la Casa Blanca en su papel
de payaso iletrado y fantoche, que es el que mejor representa. Es el libro que
se merece.
”Pocas personas que conocían a Trump se
hacían ilusiones con él. Casi un fiel reflejo de su apariencia, era lo que
representaba: brillo en los ojo, alma de ratero. Solo que ahora era el
presidente electo”, escribe Wolff. Trump —que nunca ha escrito un libro pese a
los publicados a su nombre— con el empeño persistente de un sujeto que siempre
busca ser protagonista y exige el papel de héroe. La comparación más exacta es
con Hulk Hogan: dedicado a vivir su personaje. Trump, famoso por no ser famoso,
de acuerdo a la prensa neoyorquina de la década de 1980.
Disfrute
culpable
La culpabilidad viene tanto por la
conciencia de lo inevitable que han resultado tantas situaciones más cercanas
al teatro del absurdo —Le Roi se meurt—
que propias de una democracia, como por el disfrute bastardo de esa trama que
por momentos raspa cierta amplitud —decir shakesperiana sería una indignidad más
que un sacrilegio— y nunca lo logra: el sueño sucesorio, la hija ambiciosa, el
yerno inepto, la esposa que llora al no alcanzar la derrota y el futuro
gobernante que palidece ante el poder.
Todo ello deja apenas un detalle para
llegar —sino al teatro isabelino— al menos a Broadway. Es cuando Michael Flynn,
advertido por amigos de que aceptar $45,000 por un discurso en Rusia ha sido
una mala idea, responde según el libro: “Solo sería un problema si ganamos”. Fue
una campaña política designada para una derrota anunciada, nadie esperar ganar,
y mucho menos el candidato, escribe Wolff. Solo Bannon, en las últimas semanas,
comenzó a ver en las cifras de las encuestas de algunos estados una tendencia
que podría llevar a la victoria.
El texto recurre aquí a la misma premisa
que sirvió a Mel Brooks para The
Producers, la película, el musical y la obra de teatro: ¿quién podría
imaginar que Springtime for Hitler
iba a resulta todo un éxito o que Donald Trump ganaría la presidencia de
Estados Unidos?
El error ya había llevado a los
tribunales a Bialystock, el productor teatral de la obra de Brooks, antes que a
Flynn lo perdiera su ignorancia cinematográfica.
Un libro —no al menos en este caso— casi
siempre es incapaz de acabar con una presidencia, por mala que esta sea. En el
caso de Fire and Fury solo cabe
apostar por ventas récords, múltiples traducciones apresuradas y el escándalo
de momento.
Hasta ahora, el intento del abogado de
Trump, solicitando al autor y a la editorial de que “desistan de cualquier
publicación, revelación o divulgación” de la obra, solo ha servido para adelantar
la fecha de salida del libro.
Nadie
se salva
Trump, que de momento no ha podido
superar la etapa de aspirante a dictador, pese a la cobardía y complacencia de
buena parte de los congresistas republicanos —quienes se han plegado tanto a su agenda política como
a sus caprichos más ridículos— inicia así un segundo año de mandato que se
anuncia le resultará más difícil que el anterior.
Por lo pronto, nadie se salva en este rifirrafe
donde, de nuevo, Steve Bannon se limita a repetirse en su papel de un ambicioso
y petulante lanzador de cuchillos en todas direcciones, y Trump como siempre se
refugia en su torre de caos e infantilismo. Vale añadir que si Trump es quien
queda peor parado en el libro, porque su figura es ridiculizada no mediante el
más o menos sutil arte de la ironía, sino por la aplastante realidad de cientos
de testimonios, el pretencioso Bannon —con aspiraciones de Richelieu, gestos de
Fouché y disfraz de Montesquieu— aparece con más frecuencia de la que quisiera
como un patético arribista. De la descripción del arribo de Bannon a su oficina
en la Casa Blanca: “y de inmediato comenzó a sacar los muebles. El objetivo era
no dejar algo que sirviera para que alguien se sentara. No iban a celebrarse
reuniones, al menos no reuniones donde la gente pudiera sentirse confortable.
Discusiones limitadas. Debates limitados. Era la guerra, una oficina de guerra,
un puesto de mando”.
Así describe Wolff el cambio ocurrido en
Bannon al llegar a la Casa Blanca: “En la primera semana, Bannon pareció haber
eliminado la camaradería del Trump Tower, incluida la disposición a hablar
extensamente a cualquier hora, y a ser mucho más remoto, si no inalcanzable. Él
estaba ‘centrado en mi mierda’. Él solo estaba haciendo cosas. Pero muchos
sintieron que hacer cosas, en su caso, era estar tramando complots contra
ellos. Y ciertamente, entre las características básicas del personaje, Steve
Bannon fue un conspirador. Golpear antes de ser golpeado.
Anticiparse a los movimientos de los
demás: contraatacarlos antes de que puedan hacer su movimientos. Para él esto
era ver las cosas por delante, enfocarse en una serie de objetivos. Su primer
objetivo fue la elección de Donald Trump, el segundo el personal de la
Administración de Trump. Ahora se estaba apropiando del alma de la Casa Blanca
de Trump. Porque él entendió lo que los otros aún no sabían: esta sería una
lucha a muerte“.
Bannon, además, rompió algunos de sus
propios récords de maledicencia y cobardía el domingo, al declarar que lo dicho
por él, según el libro, contra Don Jr., el primogénito de Trump, no era sobre
este sino dirigido a Paul Manafor. Y todo porque teme quedarse sin trabajo y
sin dinero: Rebekah Mercer, donante y accionista de Breitbart News, ha retirado
su apoyo a Bannon por “sus acciones y declaraciones recientes”.
Una aclaración necesaria: el libro
presenta 200 testimonios de personas cercanas al presidente, recogidos durante
18 meses, y entre los cuales se encuentra un breve encuentro con Trump. Mucho
de lo que se dice no es nuevo, sino viene apareciendo en la prensa desde hace
tiempo: Washington es la piedra de la locura, y aburre por no aburrir.
La gran incógnita continúa siendo hasta
cuándo y dónde la actual presidencia podrá seguir resintiendo este ejercicio de
desgaste y desprestigio. Cabe esperar que la trifulca entre Trump y Bannon,
además de constituir otra especie de pelea de dos calvos por un peine, no tenga
mayor trascendencia que el continuar acercando al presidente y el
republicanismo tradicional. En última instancia, Trump no es un ideólogo —hasta
el momento su fanatismo se limita a continuar promocionando su marca y
acrecentando con ello su fortuna familiar— y un populista por conveniencia y no
por convicción (el prologo del libro, dedicado a Roger Ailes y Bannon, ofrece
varias de las claves sobre la singular simbiosis entre la persistencia de Trump
por alcanzar cada vez más prominencia y los objetivos y la ideología del actual
movimiento conservador estadounidense). Todo ello no hace más que poner a las
claras que, en última instancia, lo único que importa en esta lucha cotidiana
es el dinero: en un momento dado, Trump prácticamente “vendió” su campaña —que
estaba en ruinas— a Bob Mercer y su hija
Rebekah, quienes primero habían apoyado a Ted Cruz, los que inyectaron $5
millones y colocaron al frente de la misma a Bannon y Kellyanne Conway. Para
entonces, Trump solo mostró asombro ante el interés de los Mercer en la
contienda: “Esto”, les dijo, “está bien jodido”.
Nunca, al menos en las últimas décadas,
ha estado tan a las claras que las diferencias ideológicas en Estados Unidos se
limitan al empeño de los que más tienen a continuar acumulando sin límites a
expensas de los que poseen menos. Lo demás son pretextos.
Economía
y cultura
Con una situación de mejoría económica,
gracias en buena parte a la labor de la administración anterior y a una
economía mundial que en buena medida ha superado la crisis anterior, los
poderosos y sus empresas consideran que esta es la hora de sacar más, explotar
al máximo y repartir migajas. Mientras tanto, consideran suficiente inculcar
falacias como el alza bursátil como ejemplo de bienestar público. Para ellos,
basta mencionar el hecho y traducirlo en que significará mejores retiros y beneficios
para todos. Quienes sinceramente creen en ello, olvidan el carácter
especulativo de dicho incremento, y han caído de nuevo en el viejo fetichismo
del mercado: olvidan que tanto las subidas como las caídas bursátiles forman
parte del mismo negocio (un consejo
cinematográfico: vuelvan a ver Trading
Places).
La administración Trump está utilizando
los indicadores económicos —algunos, como los índices de empleo, que el
presidente consideró durante su campaña que carecían de objetividad— no solo
para señalar lo positivo de su gestión, eso lo han hecho todos los gobiernos
anteriores, sino con el más burdo fin electoral. Aquí lo que vale señalar es la
torpeza y la manipulación de querer presentarnos que estamos viviendo en la
mejor época posible. Cuando un indicador no obedece este objetivo —como el
hecho de que la venta de automóviles disminuyó ligeramente en 2017— simplemente
no se enfatizan por el Gobierno. Poner en duda que EEUU cuenta en la actualidad
con mejores datos económicos, que durante el segundo período de Georges W. Bush
y el primero de Barack Obama, es cosa de tontos; pero igualmente de tontos es
considerar que tales datos se deben a la obra y los milagros de Donald Trump.
Por otra parte, tanto el mandatario como
sus seguidores cometen a diario el viejo pecado castrista de mirar al pasado
(en el caso de Cuba específicamente a los crímenes cometidos por gobierno
durante la dictadura batistiana) para no ver el presente o el futuro. La
obsesión con Hillary Clinton o con Obama es un argumento que envejece a diario,
por causas naturales. En las elecciones de este año no se postularán ni Clinton
ni Obama. Es hora de doblar esa página.
Mientras tanto, sique el pie que el
origen de lo que estamos viviendo —o sufriendo— en EEUU no es económico sino
cultural, y en esos términos se definirán las elecciones legislativas de este
año. No es posible —o no debe ser posible, porque no hay que descartar el
pesimismo— que una minoría de votantes, que fueron los que le dieron el triunfo
a Trump, impongan su criterio a toda la nación. Más cuando esa minoría reside
en los estados que menos aportan a la economía del país y que menos cuentan en términos
culturales y sociales. Trump no venció en las votaciones de las grandes
ciudades ni entre los profesionales, y al menos que mucho haya cambiado en el
último año, EEUU no se define como un Estado cuya única o fundamental riqueza
sea solo agrícola, ni siquiera manufacturera. Esa batalla en aumento, entre el
poder central y estados como California y Nueva York seguirá su curso. Si fuera
el siglo XIX, habría que temer que el país marcha hacia una nueva guerra civil,
pero son otros tiempos. La barbarie —o la barbaridad— que representa Trump no
tiene futuro. Si algo recuerda el libro de Wolff es al sonido y la furia, no
contada sino creada por un idiota.
Lo que importa entonces con Fire and Fury es reconocer que Estados
Unidos no ha caído aún en el autoritarismo, y ello no hay que agradecérselo al
presidente. Más bien es todo lo contrario.
Una versión
mucho más reducida de este texto, por razones de espacio, y con el título Trump y Bannon: los dos chiflados,
aparece también en el Nuevo Herald.