A finales de la década de 1960 —alrededor
de 1968 o 1969 para ser más exactos— Nicanor Parra era una especie de pequeño o
gran ídolo para los escritores jóvenes cubanos o los que aspiraban a serlo. Más
de un estudiante universitario hablaba de antipoesía como un recurso adicional
y a la mano cuando se trataba de conquistar a una muchacha, doblemente efectivo
si ella también tenía sus aspiraciones literarias.
De alguna forma la antipoesía tenía un
encanto especial para el género femenino. Una especie de sexo oral que algunas
rechazaban y decían no entender —y que ni les pasaba por la mente tratar de
entenderlo en el futuro— mientras otras más atrevidas decían gustarle.
Por lo demás resultaba seguro mencionar a
Parra. No era ciento por ciento seguro ideológicamente, pero políticamente sí.
Había sido delegado del Congreso Cultural de La Habana en 1968 y el fantasma de
Violeta Parra lo acompañaba.
Para entonces el Gobierno cubano
continuaba explotando —con palpable disfrute añadido entre los nacionales— la
atracción que ejercía sobre los intelectuales extranjeros.
Poco más que eso. Parra era sobre todo un
poeta para intelectuales, pero el país permitía cierto elitismo. Por otra parte
había demasiadas referencias comunes y vasos comunicantes entre la antipoesía y
la poesía coloquial; los poetas nicaragüenses Ernesto Cardenal y José Coronel
Urtecho; las fuentes compartidas de Ezra Pound, T. S. Eliot y William Carlos
Williams, y hasta Eliseo Diego a una distancia respetable. Hubo algún que otro
imitador nacional de Nicanor Parra, pero nada más. El resto quedaba en el
fetichismo cultural que siempre ha
desencadenado el poeta chileno.
Ocurrió entonces un gesto ingrato, según
el Gobierno cubano. El 15 de abril de 1970 Parra acudió a tomar el té en la
Casa Blanca invitado por Patricia, la mujer del presidente Richard Nixon. Eran
los días de la escalada militar en el conflicto vietnamita, los bombardeos y la
posterior invasión a Camboya y cuando los miembros del Khmer Rouge eran aún
desconocidos o apacibles combatientes antiimperialistas —para los
estadounidenses, el resto del mundo y especialmente para los intelectuales
latinoamericanos.
De poeta mencionado con extrañeza o
entusiasmo, Parra pasó a ser persona non grata. Lo curioso o no tan curioso del
caso es que los ataques —y las burlas, porque a un antipoeta no bastaba con
atacarlo, había también que burlarse de él— alcanzaron pronto a la poesía.
Así la antipoesía pasó a ser negativa,
malsana y burlona; vertedero de todo lo que no debería ser un poeta en un
régimen socialista; fiel espejo de la decadencia del mundo capitalista.
Espejo que se podía mirar por un momento,
para una breve mirada hacia el infierno, pero que se debía romper de inmediato,
por miedo a la confusión y el contagio.
Como contrapartida de la antipoesía, la
poesía colonial se convirtió en la propuesta adecuada para la Cuba socialista:
sencilla aunque seria; sin excluir el humor pero nunca regodeándose en la burla
y la ironía.
Donde la antipoesía se empecinaba en la
incredulidad, la poesía coloquial reafirmaba la creencia en los valores
positivos de la vida y el ser humano, especialmente si ese ser humano vivía o
tenía el privilegio de participar en una sociedad socialista.
No se puede afirmar que la poesía
coloquial se convirtiera en nuestro realismo socialista poético, pero sí que
disfrutó de los beneficios de la complacencia con que era recibida en el ámbito
del oficialismo cultural.
Al igual que en tantas otras tareas
tristes de la cultura cubana, a partir de 1959, fue Roberto Fernández Retamar
quien sostuvo la iniciativa. Impulsado por un doble objetivo, pues no se
trataba solamente de cumplir una tarea de la vanguardia cultural
revolucionaria, sino de promover el lenguaje poético que mejor lo definía o que
únicamente lo definía. En 1970 la Casa de las Américas retiró la invitación a
Parra para participar como jurado del premio que anualmente otorga la
institución.
Luego, tras el golpe de Estado de
Pinochet, empezaron a circular por La Habana rumores y acusaciones de que Parra
apoyaba a los golpistas.
Poco hay de cierto en todo ello. Parra no
fue un típico militante en contra de Pinochet. No fue agredido físicamente
durante la dictadura. Tampoco tuvo que marchar al exilio y conservó su puesto
de profesor de la Universidad de Chile y ocupó en ella un cargo directivo.
Sin embargo, no por ello dejó de sufrir
los recursos de silenciamiento típicos del régimen: quemaron cajas con sus Artefactos
en 1973, así como la carpa del teatro-circo donde se presentaba Hojas de parra (1996), basada en su
poesía, en marzo de 1977. Según el poeta, tres veces trataron de incendiar su
casa de Isla Negra y que quemaron totalmente otra que había adquirido en Las
Cruces, 120 kilómetros al oeste de Santiago de Chile.
Los hechos constituyeron una muestra más
de las tácticas de miedo y destrucción usadas por los gobiernos totalitarios en
cualquier época y parte del mundo, ya sea Cuba, España, Chile, Argentina o
Alemania.
Hubo sin embargo un comentario de Parra
que provocó un litigio.
“Por una parte es un salvador, si no
fuera por Pinochet estaríamos como Cuba. Eso es un hecho. Pero enseguida las
atrocidades que se cometieron. Uno quisiera un salvador sin atrocidades. ¿Cómo
junta uno las dos cosas? La atrocidad con una operación de salvataje. Si uno
quiere pensar en grande la cosa, no hay tal salvador. Un salvador a corto plazo
¿para qué? Un mecanismo que se llama consumismo, pan para hoy y hambre para
mañana”, le dijo el poeta a Víctor Jiménez Atkin, quien filmó durante once años
la película Retrato de un antipoeta.
Los familiares de Parra no estuvieron de
acuerdo con la inclusión del comentario en el filme y en 2009, un mes antes del
lanzamiento de la película, presionaron para que fuera eliminado. Uno de los patrocinadores
también hizo lo mismo. El corte fue realizado, pero luego, en diciembre de 2011,
la versión completa de la película.
Cuando Parra ganó el Premio Cervantes en
2011, el nombre de Retamar no se oyó por
parte alguna entre las proposiciones. Como una antigua ironía, fue el de Fina
García Marruz el que se escuchó entre los candidatos posibles, en una especie
de vuelta al pasado literario que no abolirá el azar.
Cuando en 2014 Parra cumplió cien años,
fue la presidenta chilena Michelle Bachelet quien encabezó la lectura de El hombre imaginario, su obra más
emblemática, como parte del homenaje que se le realizó en su país y en todo el
mundo.
Hay una línea de Parra que mejor define
no solo su relación con el régimen de La Habana sino la realidad de muchos
procesos históricos. Es bueno repetirla, sino a diario, con la frecuencia
apropiada: “Revolución / revolución/ cuántas contrarrevoluciones /se cometen en
tu nombre”.
Este texto, que
ya apareció publicado aquí, se reproduce como homenaje al poeta, matemático,
físico y académico chileno Nicanor Parra, que falleció el martes a los 103 años
en Santiago.