El Partido Republicano actual no es peor
que el de 20 años atrás. Simplemente se ha puesto de manifiesto, de forma descarnada,
su verdadera naturaleza y la deslealtad de principios, casi innata, de sus
líderes. Pero no hay que acumular esperanzas de salvación en una llegada al centro
del poder en Washington de un Partido Demócrata incapaz de superar el rumbo
torcido que condujo a Bill Clinton a la Casa Blanca: el disfraz progresista
como escalera a la cumbre del dinero. El problema, para Estados Unidos, no es
de políticos sino de valores.
En 1784 la Academia de Ciencias francesa
nombró a una comisión para analizar la teoría del magnetismo animal de Anton
Mesmer. Curiosamente, dicho grupo incluía no solo a miembros destacados de la
Escuela de Medicina de París, sino también al embajador estadounidense, Benjamín
Franklin. El dictamen fue certero —el magnetismo por sí solo no era capaz de
producir efecto alguno—, pero con una conclusión aún más importante: el
estimular la fantasía de los pacientes puede resultar peligroso. Desde entonces
el fallo ha servido una y otra vez para justificar la censura de espectáculos y
obras más o menos artísticas, aunque esa consecuencia negativa no encierra el
fenómeno.
Los peligros de la explotación de la
fantasía —fuera de la literatura, el espectáculo y el arte— están visibles, en su forma más
degradada, en las redes sociales y el internet en general. En última instancia,
Donald Trump no ha hecho más que despertarlos, o explotarlos.
“Parte de la capacidad para dirigir el
país no tiene que ver con la legislación, no tiene que ver con las
reglamentaciones, tiene que ver con dar forma a las actitudes, dar forma a la
cultura, aumentar la conciencia”, dijo el expresidente Barack Obama a David Letterman
en la entrevista que le concedió para iniciar el nuevo programa del presentador
en Netflix, My Next Guest Needs No
Introduction.
A esa formación de actitudes y valores en
la ciudadanía no escapa ningún mandatario; ni siquiera Trump, menos aún Donald Trump.
Y lo que estamos viviendo es un florecimiento del cinismo generalizado en la
acepción más peyorativa del término: “desvergüenza en el mentir o en la defensa
y práctica de acciones o doctrinas vituperables”. La obscenidad convertida en doctrina.
Así vemos a diario halcones republicanos
de ayer que callan o miran hacia otro lado ante el peligro mundial que
representa la Rusia de Putin. A un presidente que en su discurso “Sobre el
estado de la Unión” se limita a pasar de puntillas sobre el tema y solo menciona
a Moscú como rival, como si se tratara de la competencia entre la Coca-Cola y
la Pepsi.
Asistimos al desfile de destacados
líderes religiosos de las iglesias evangélicas que se arroban ante la presencia
de un “pecador” en la Casa Blanca, que no solo apareció en un video denigrando
a las mujeres al alcance de su mano, literalmente, sino con una supuesta pero
divulgada —foto incluida— relación con una actriz porno, que solo está
sirviendo en la actualidad para que ella —hábil la chica— gane dinero y se
burle ahora de mantener la boca cerrada.
Presenciamos a legisladores que años
atrás se rasgaban las vestiduras ante cualquier mención de un aumento del
déficit nacional y hoy se han olvidado del tema.
Un cuerpo legislativo republicano que
aplaude el “fin del ISIS” gracias a Trump, mientras una investigación de la BBC
muestra que los talibanes están hoy activos en el 70% del territorio de
Afganistán y que el Estado Islámico tiene una presencia en 30 distritos del
país.
Durante su campaña electoral, Trump se
presentó con el objetivo de subvertir ciertos valores que él consideraba
impuestos a la sociedad estadounidense e impedían su grandeza. En la práctica,
lo que ha hecho es destruirlos y colocar en su lugar un reinado de engaño y desvergüenza.