A la corrección política de una izquierda
mojigata la ha sustituido otra, de una derecha patriotera y reaccionaria. Los
partidarios de Donald Trump alientan sus banderas de ira y desprecio como un
clamor de irreverencia nueva, cuando en realidad no pasan de repetidores de viejos
mitos y lemas.
Asistimos al choque de dos
representaciones de la realidad, ambas limitadas en extremo. Para superar tal
confrontación —que cada día se acerca más a un estancamiento—, es necesario
ante todo un reconocimiento elemental: “el mapa no es el territorio”.
Construimos nuestro mapa, y en ocasiones
nos vemos llevados a compulsar esa representación con lo social y políticamente
aceptado. Somos obligados a suprimir ciertos sentimientos y creencias, porque
en determinado momento no es bueno expresarlos. Sucedió durante la era de Obama
y está ocurriendo igual durante los tiempos de Trump.
Que temporalmente desaparezcan las
barreras vigentes con anterioridad no deja de ser un acto liberador —y ello
explica tanto el gozo como el ímpetu de los partidarios de Trump—, pero no por
ello la realidad deja de existir.
Lo que ocurre, tras un momento inicial de
cambio y derrumbe, es la erupción de nuevos muros. Todo termina en una simple
sustitución. Lo nocivo es cuando esa sustitución trata de imponerse a todos y
establecerse como un absoluto. Aquí vienen al caso los ejemplos totalitarios
del fascismo y el comunismo.
Llama la atención que, en el caso de los
partidarios de Trump, la carencia de mejores instrumentos de análisis los lleve
a la adopción de patrones propios del paradigma que critican con tan saña.
Por ejemplo, refutar un artículo de
opinión por su falta de neutralidad o balance.
Es tonto pedirle a un columnista que
escribe 50 palabras a favor de Trump que luego tenga que “balancearlas” con
otras 50 en contra.
Las consideraciones a la hora de divulgar
una información o un análisis noticioso —donde sí vale formular el criterio del
“balance informativo”—, no rigen para el periodismo de opinión. El único
denominador en todos los casos es no difundir mentiras a sabiendas.
Lo más paradójico de Trump y sus
seguidores es exigir neutralidad y parcialidad cuando la actual administración
carece de ello.
Precisamente lo que viene incubándose
desde hace aproximadamente un par de décadas —y el surgimiento de un fenómeno
político como la presidencia de Trump es un resultado de tal situación— es un
clima social y político donde ser neutral o imparcial —incluso actuar racionalmente—
ha sido cada vez más relegado.
El concepto de que el mapa no es el
territorio —acuñado por el lingüista Alfred Korzybski— nos explica que al igual
que una palabra no es el objeto que representa, el conocimiento que tenemos del
mundo está limitado por nuestras representaciones mentales.
Trump ha apelado con éxito a rencores,
estereotipos y creencias, en ciertos sectores de la población estadounidense,
para imponer su agenda. Y hasta ahora la mayoría de las respuestas en su contra
—tanto por parte de los demócratas como de sectores de la prensa— no avanzan
más allá de acudir a mecanismos similares pero con una representación de
contrarios. En ambos casos, todo se reduce a una resistencia al cambio.
Mientras ello siga ocurriendo, y si se
produce un desarrollo económico que vaya más allá de la actual alza bursátil—y
hay posibilidades reales de ello—, tendremos a Trump en la Casa Blanca por
cuatro u ocho años, a no ser que se destape un verdadero escándalo.
La única carta de triunfo para enfrentarlo con acierto sería el surgimiento de una visión más amplia de la realidad estadounidense, que supere la dicotomía de ambas “correcciones políticas”. Pero ello está lejos aún de poder vaticinarse.
La única carta de triunfo para enfrentarlo con acierto sería el surgimiento de una visión más amplia de la realidad estadounidense, que supere la dicotomía de ambas “correcciones políticas”. Pero ello está lejos aún de poder vaticinarse.