Sobre las armas, la libertad de
comprarlas y los medios para lograr el fin del “castrocomunismo”: cuentan que
décadas atrás un personaje en Miami se dedicaba a recorrer las armerías —sin
sacudirse el polvo del camino ni preguntar dónde se comía y dormía— y compraba
casi por centavos viejas escopetas de caza, cuchillos más o menos oxidados y pistolas
inservibles. Días antes había realizado en dicha ciudad uno de los tantos radio
maratones que abundaban entonces, con el fin de recaudar fondos para llevar la
democracia a la Isla. Luego el arsenal obsoleto era colocado a bordo de una
embarcación más o menos navegable. Entonces el personaje procedía a la parte
más sencilla pero fundamental del plan: una llamada a tiempo a la policía local
para denunciar el belicoso alijo.
Existen además otras versiones, que
hablan de una segunda llamada, al principal periódico de la ciudad —que
aparecía, por supuesto, en inglés—, para denunciar la denuncia y advertir del decomiso
inminente. Aquí difieren las fuentes y es posible que dicha segunda llamada
nunca se produjera y la aparición de la noticia dependiera simplemente de la frecuencia
de la radio policial —que en cualquier ciudad y hasta pueblo de Estados Unidos
conocen los reporteros, sin que ello contribuya a su cacumen—.
La clave o idea, que por un tiempo hizo
al negocio lucrativo, es que constituía lo que hoy se conoce —con palabras a la
moda— por un algoritmo perfecto: una serie de pasos sencillos que acarreaban una
solución, en este caso un modo para sobrevivir por un tiempo sin disparar un
chícharo.
Embargadas las armas, ya de por sí
inútiles, la expedición tenía que ser prorrogada, las identidades de los
patriotas mantenidas en el más absoluto secreto —por lo que más valía no estar
investigando mucho sobre el dinero invertido— y las esperanzas de los cubanos
alimentadas con un nuevo fracaso.
Apócrifa o no —hay una acotación trágica,
que comenta la muerte del sujeto, algo frecuente décadas atrás en Miami—, la
narración trata de advertir que el recurso oportunista, al que se agarran ahora
algunos ¿exiliados? cubanos, de que la tenencia de armas en manos ciudadanas es causa, razón
necesaria y suficiente, conclusión y destino para evitar una dictadura como la castrista
no es más que un espejismo o una justificación burda.
Incluso si dicho argumento —con un grado
mayor o menor de acierto— se aplica a Estados Unidos y no a Cuba.
Toda el discurso en torno a la segunda
enmienda constitucional estadounidense, y la necesidad de mantener viva la
opción de crear milicias; de contar con ciudadanos armados como garante de la
democracia y de la independencia de un poder central —de un Estado que podría
derivar en un control totalitario— es pura falacia, que en última instancia
poco tiene que ver con el partidismo, republicano o demócrata, y mucho con el
mito del Estado.
De lo que se trata, más bien, es de la
inversión de una ecuación fundamental del sistema democrático y el Estado de
derecho. Mientras estemos considerando la posesión de un arma de fuego para uso
personal —ya sea un revolver o pistola con objetivo de protección o una
escopeta o fusil de caza con fines recreativos— nos estamos moviendo en el
terreno de las libertades individuales y ciudadanas, que merecen todo el
respeto y la necesidad de luchar en su favor.
Pero cuando entramos en el campo de los
fusiles de asalto en manos civiles, transgredimos el terreno por la sencilla
razón de que desvirtuamos el valor de uso de la mercancía: estas armas son
creadas y tienen como objetivo la guerra, no la vivienda propia o vecina.
Para tal transgresión solo caben dos
justificaciones. Una propiamente mercantil tiene más que ver con el valor de
cambio del artículo y es el interés de fabricantes, vendedores y propagandistas
de multiplicar la ganancia con el aumento de las ventas. La otra, social y
psicológica, abarca de la sublimación —un mecanismo de defensa de la
personalidad que canaliza deseos agresivos y de dominación hacia un terreno más
visible y aceptable— a la fantasía que desde hace décadas explota el cine, en particular el estadounidense.
Porque el postulado de la creación de una
milicia para defenderse o limitar el poder de un Estado o gobierno tiene a su
vez una segunda cara más oscura, y es que puede encerrar el propósito de
destruir o sustituir ese gobierno y apoderarse del Estado. ¿Qué es lo que hizo
Hitler en un primer momento sino fue crear una milicia o cuerpo paramilitar?
Una de las mayores virtudes de la
democracia, tanto en Estados Unidos como en Europa, ha sido la capacidad de
establecer sociedades que son a la vez muy permisivas y muy firmes —en
determinados momento incluso rígidas— a la hora de sus principios
fundamentales.
Así que quienes crean que en Estados
Unidos la posibilidad de crear milicias —existen centenares de ellas— garantiza
en última instancia una independencia del poder gubernamental y de los
fundamentos del Estado, pueden seguir mirando películas y desconocer la
historia del país, para no sufrir una decepción.
Un debate entonces sobre la permisividad
para adquirir y almacenar fusiles de asalto tiene que obedecer a razones
prácticas, datos estadísticos y criterios policiales.
El argumento constitucional debería
quedar fuera, porque lo que se cuestiona no es el derecho de comprar y poseer
un arma, sino el objetivo de tener un material no destinado a fines domésticos
sino militares.
Bajo esos términos, la discusión no
difiere mucho a otra posible: ¿Cuál es la utilidad de tener un tanque de guerra
en el traspatio? Por supuesto que en este país hay muchas personas con el dinero
más que suficiente para adquirir tales equipos —incluso por unos cuantos miles
de dólares es posible la experiencia de manejar un tanque de combate, con fines
recreativos, en determinadas instalaciones—, pero no son la mayoría. En el caso
de los fusiles de asalto, el abaratamiento de la mercancía cambia la
perspectiva.
Por otra parte, el razonamiento de que
ceder en cuanto a los fusiles de asalto implicaría a la postre caer en una
censura total de las armas no hace más que evidenciar una mentalidad intransigente:
recuerda al “Che Guevara” con aquello de no ceder “ni un tantico así”.
Si la discusión sobre los fusiles de
asalto puede llevarse a cabo sin el argumento constitucional, por qué recurrir
a este. Simplemente por la facilidad que representa en cualquier debate el
echar mano a un argumento de autoridad. Quienes han vivido en un país llamado
comunista o conocen la teoría y práctica del marxismo-leninismo, saben de la “efectividad”
de apelar a las citas.
Si en la desaparecida Unión Soviética, en
la Cuba y la Corea del Norte de hoy una mención oportuna podía y puede poner fin
a una discusión —y desencadenar consecuencias más graves—, en Estados Unidos
tal apelación busca igual objetivo. Incluso de forma más descarnada mediante
una asociación entre Biblia y Constitución. En todos los casos, el recurrir a
un texto “sagrado” —no importa si a una página de Marx, Lenin, san Juan, san
Pablo, Madison y Hamilton— es aún una forma socorrida —aunque en muchos casos
también vulgar y barata— de buscar anotarse puntos a favor en cualquier debate.
Autoridad
e imagen
Si el argumento de autoridad —magister dixit— toma como premisa la opinión de quien la dijo,
y pretende juzgar una creencia por su origen y no por sus argumentos en contra
y a favor, incluye en su esencia todo lo contrario a lo que aparenta: carece de
raciocinio. Es por ello que en esta época de posverdad en muchas ocasiones el
valor de una imagen —adulterada, tergiversada por cierto objetivo— acude en su
ayuda.
Acaba de ocurrir en un ejemplo de
torpeza, cuando el pasado domingo un corto video de Emma González rompiendo la
Constitución de EEUU se volvió viral en las redes sociales —al ser difundido
por varias cuentas conservadoras y de la llamada “derecha alternativa”— y
provocó casi de inmediato un fuerte rechazo por parte de los usuarios.
Solo que la imagen era falsa: en realidad
lo que la activista rompe en el video original es un cartel de tiro al blanco.
Lo singular aquí, de acuerdo a los
tiempos que corren, es que los creadores de tal tergiversación no solo no han
mostrado el menor arrepentimiento sino justificado su acción con el recurso de
la parodia: “Todos ustedes están molestos porque es creíble, ¿no? Ese es el
mejor tipo de sátira”.
La explicación del recurso —en una época
limitado a la literatura y el arte— no deja de ser conveniente, aunque cínico
entre quienes apoyan a un presidente que ha hecho de las “fake news” uno de sus lemas predilectos.
Y es precisamente esta mezcla de lo viejo
y lo nuevo lo que en la actualidad convierte en poco transitable el debate
político en Estados Unidos, que por supuesto afecta otro menor en alcance, y
que tiene que ver con el exilio cubano.
Si la tergiversación del video original
de González es fácil de despachar, no tanto resulta en lo que respecta a su
atuendo durante el sábado que se celebró en Washington la “Marcha por Nuestras
Vidas”. La chaqueta verde oliva y en especial el parche con la bandera cubana
han desatado comentarios que van desde el uso de la bandera de un país
comunista, por el equipo del legislador Steven King,—“Pointing out the irony of someone wearing the flag of a communist
country while simultaneously calling for gun control isn’t ‘picking’ on anyone”—
hasta el color de la prenda.
Un primer hecho es la potencial amenaza
política que representa para los republicanos el que el movimiento estudiantil
pueda transformarse en un importante factor en las urnas de cara a las próximas
elecciones legislativas —algo que está lejos aún de concretarse— y en igual
sentido el peligro político que significan rostros jóvenes y de claro valor
mediático en su contra; algo que ya se había reflejado en una declaración del aspirante
republicano al senado estatal del Maine, Leslie Gibson, cuando describió a
González como una “skinhead lesbian” y sus palabras le costaron el tener que
retirarse de la contienda.
Otro segundo, pero no secundario aunque
en apariencia local, y con posible trascendencia a todo el país es el
surgimiento de una figura que irrumpe de momento en el ámbito político —si bien
con las limitaciones propias de la edad y los objetivos declarados— como un
factor potencial de transformación de la imagen de la comunidad exiliada, no de
Miami pero sí cerca.
Lo que llama la atención en este caso —tanto
en la vestimenta de González como en los detractores de ella— es la necesidad
de continuar empleando referencias visuales que tienen su raíz en un pasado más
o menos cercano.
Si en algunos exiliados cubanos —con
independencia de edad y tiempo en Estados Unidos— la chaqueta y el color verde
oliva es una referencia imposible de arrancar de la memoria (que asocian con
los guerrilleros insurrectos contra Batista, el ejército castrista y el propio
Fidel Castro), otra lectura —más apropiada— podría llevar a John Lennon y al
movimiento hippie.
Ya dentro del terreno de la imagen, hay
también la creación de un contraste —de forma intencional o no—, como el
protagonista de Full Metal Jacket,
con el símbolo de la paz y la leyenda “Born
to Kill” en el casco, que refiere inevitablemente a la época del auge de la
contracultura en Estados Unidos.
En cualquier caso, el debate referencial
a una “simple” chaqueta es, de por sí, un elemento importante a destacar. Si en
gran medida la tendencia que llevó a la Casa Blanca a Donald Trump tuvo un
carácter contracultural, un movimiento a la inversa, en este caso por parte de
jóvenes —en línea opuesta generacionalmente— podría ganar importancia en el
panorama político estadounidense.
Lo interesante de ello —al menos para quien escribe este texto— es que vuelven a figurar los cubanos (y las cubanas, para ponerse en onda feminista) de nacimiento u origen, quienes parecen estar bendecidos —o condenados— al destino de los personajes en la Divina Comedia, donde cada familia florentina aparece con su pariente en el cielo o en el infierno.
Lo interesante de ello —al menos para quien escribe este texto— es que vuelven a figurar los cubanos (y las cubanas, para ponerse en onda feminista) de nacimiento u origen, quienes parecen estar bendecidos —o condenados— al destino de los personajes en la Divina Comedia, donde cada familia florentina aparece con su pariente en el cielo o en el infierno.