Donald Trump quiere imponer un nuevo
arancel global del 25% al acero y del 10% al aluminio importados. Lo hará
invocando la seguridad nacional y para revitalizar su industria. Ambos
supuestos objetivos hacen recordar a la URSS de mediados del pasado siglo: la
preponderancia de la industria pesada sobre la ligera, como puntal de
desarrollo, y el recurrir a una explicación “casi sagrada”: la defensa de la
soberanía nacional. Tal estrategia ayudó a la URSS a entrar al círculo de las
naciones ganadoras durante la Segunda Guerra Mundial, pero hoy las guerras se
ganan en otro terreno.
Más allá del populismo nacionalista, el
proteccionismo y la tarea perenne de mantener contenta a su base de votantes
más fieles, hay una explicación más vulgar pero incluso más valedera para las
propuestas alzas de aranceles.
Los miembros del ejecutivo que acompañan
a Trump en este objetivo han mantenido nexos económicos con la industria que
ahora buscan beneficiar.
La acción unilateral de Trump está
respaldada por Robert Lighthizer, representante de Comercio Internacional, que
como abogado defendió los intereses de la industria siderúrgica en Washington,
el secretario Wilbur Ross, que como inversor reestructuró compañías de la
industria, y Peter Navarro, su asesor económico. Por su parte, Gary Cohn,
principal consejero económico de la Casa Blanca, con una visión más globalista,
y James Mattis, secretario de Defensa, mantienen una posición de mayor cautela.
Las cifras contradicen las arengas,
frases y declaraciones de Trump contra el “comercio injusto” y los malos
acuerdos internacionales.
Estados Unidos produce el 70% del acero
que consume y solo el 3% es de uso militar, de acuerdo con los datos del American
Iron and Steel Institute. El Cato Institute señala que la industria da empleo a
una proporción muy marginal cuando se compara con las empresas que lo consumen,
que superan los 6,5 millones, de acuerdo a una información del diario español
El País.
Alan Greenspan, Ben Bernanke y otros economistas
que pasaron por la Casa Blanca urgieron a evitar imponer las nuevas tarifas
bajo la bandera de la seguridad nacional, porque consideran que “el coste
diplomático” no redundará en beneficio de la economía, ya que los aranceles
elevarán el coste de producción y el precio que paga el consumidor al final. "Es
una vía muy cara de preservar empleos en industrias en declive o menos
competitivas", añadió el presidente de la Reserva Federal de Nueva York,
William Dudley.
Sin embargo, Trump no suele escuchar a
los expertos. Así que lo único que resta es aguardar el inicio de una guerra
comercial, en donde el acero y el aluminio serán los instrumentos de combate,
pero no precisamente en aviones, tanques y carros blindados.