A mediados de la década de 1970 tuve la
idea de presentar en el cine club universitario que funcionaba en el conocido
anfiteatro Varona, de la Universidad de La Habana, uno o varios programas dedicados
al noticiero cinematográfico del ICAIC, como muestra del género y las técnicas
—muchas veces innovadoras— que en Cuba se utilizaban en la elaboración de un
material que por lo general, en cualquier parte del mundo, se limitaba a
destacar algunas informaciones —y ocultar otras— de una forma convencional y
sin mucho entusiasmo —o ninguno— por enriquecer su lenguaje y formato.
Mi intención era precisamente esa:
destacar las innovaciones en el lenguaje fílmico que caracterizaban al noticiero
cubano, sin detenerme en los hechos presentados, de sobra conocidos por el
posible público y con la seguridad de que todo el material a exhibir había sido
debidamente filtrado desde el momento de su elaboración. De la censura de los
acontecimientos ya se había ocupado el ICAIC y no tenía que preocuparme. Era un
material políticamente correcto, más “kosher” que los productos de cualquier
carnicería judía debidamente certificada y sin la posibilidad de
cuestionamiento ideológico alguno, que siempre encontraba al solicitar
cualquier película, no solo estadounidense, sino de campo socialista o la
propia URSS.
El único riesgo, que creía estaba
asumiendo con la idea, era que las funciones transcurrían en una sala casi
vacía: los estudiantes universitarios no estarían particularmente motivados en
destinar una o varias noches a ver un material que por lo general rechazaban,
más allá de preferencias políticas o razones ideológicas, por lo cansón y
repetitivo de su contenido, y haberlo conocido con anterioridad en “círculos
políticos o de estudio”, reuniones innumerables, trasmisiones de radio y
televisión y acompañamiento forzoso a las proyecciones de los cines.
Tenía experiencia en ello. Cada semana,
cuando acudía con un grupo de amigos y conocidos a las funciones de la Cinemateca
de Cuba, solíamos abandonar la sala y turnarnos en la tarea de asomarnos a la
espera del fin del noticiero. Hacíamos aquello incluso asumiendo pequeños
riesgos. Daniel Díaz Torres, que por entonces solía ser uno del grupo y no
había realizado aún ni siquiera un corto, nos advertía de la discreción
imprescindible: estar en el vestíbulo de la Cinemateca esquivando el noticiero
no solo no era bien visto sino implicaba arriesgarse a una denuncia. El propio
Daniel a veces renunciaba a salir, y refunfuñaba en la luneta hasta que acababa
el dichoso noticiero.
Ver el noticiero entonces en Cuba no era
un simple acto informativo, sino de reafirmación revolucionaria: se esperaba
que uno aplaudiera cuando aparecía Fidel Castro o con las palabras de sus
discursos. Pero por lo general en la Cinemateca nadie aplaudía —salvo cuando se
trataba de una “premier” y ante la presencia de funcionarios— y no pasaba nada.
Así que ese era el riesgo, creía yo:
abandonado en la función programada en el Varona y sin nadie que escuchara mi
“análisis” del lenguaje cinematográfico, un término que nos gustaba repetir a
cada momento. Para un joven con pretensiones no solo de crítico de cine sino de
estética y semiótica —de lo que, por supuesto, no sabía ni un carajo— y
empeñado en adquirir “una cultura cinematográfica”, ese riesgo era poco.
Me equivocaba. Cuando presenté en la
oficina del ICAIC mi propuesta, fue recibida no solo con frialdad y escepticismo,
sino con recelos.
Había que consultar el pedido con la
dirección del ICAIC. A su más alto nivel. Ingenuo como era, aquello me asombró.
Pasaron las semanas y sin respuesta. Otro ciclo de películas tuvo que ser
programado, porque quien tenía que autorizar el préstamo estaba de viaje o
Santiago Álvarez, el director del noticiero, se encontraba muy ocupado para
atender el asunto, o el propio Alfredo Guevara no tenía tiempo para decir sí o
no.
Finalmente el ICAIC acordó prestarle a la
universidad una selección elaborada para su presentación a los visitantes
extranjeros: amigos de Cuba, intelectuales de paso, jurados del premio Casa de
las Américas, delegados de los países sociales o representantes de partidos comunistas
de cualquier parte.
Sobre la petición de cualquier noticiero
en específico la réplica fue un rotundo no.
Al final proyecté una noche, en una sala
vacía, dicha selección. Y el análisis y la discusión que había pensado llevar a
cabo se quedó en mi mente. Aburrido y casi avergonzado, me enfrenté solo a la
pantalla, para no decir nada.
Había topado con otra censura. Comprendí
que lo que Fidel Castro había dicho ayer, el otro año o hacía ya cinco, no
debía recordarse hoy. Que el plan que en un momento se había elogiado era ahora
un fracaso o estaba abandonado. Que el dirigente internacional o el visitante
de turno que aparecía en pantalla, el gobierno amigo que se mencionaba, ya no
lo eran. La historia se escribía a diario en Cuba, pero recordarla era otro
asunto: la memoria era selectiva.
Otra memoria —la colectiva gracias al
paso del tiempo— aparece en el noticiero ICAIC, pero continúa encerrada.
Ha sido restaurada y se considera desde
2009 como “Registro de la Memoria del Mundo” de la UNESCO. Los noticieros
cinematográficos latinoamericanos, que se produjeron cada semana entre 1960 y
1990, están ahora conservados y digitalizados. Son 1 490 emisiones. Pero no al alcance
de todos, como por lo general ocurre cuando se lleva a cabo un proyecto de este
tipo, colocados en un sitio en la red o al menos al alcance en una biblioteca.
De eso no se habla.
El diario Juventud Rebelde informa que en el programa Mesa Redonda del pasado sábado se anunció que una selección,
presentada por Lola Calviño, vicedirectora de la Cinemateca, será exhibida por
el Canal Educativo 2.
No se informa de que dichos noticieros
podrán ser vistos de forma gratuita, en su totalidad o de forma selectiva, por
alguien que se interese por ellos en Cuba.
La conservación y digitalización se llevó
a cabo gracias a un convenio firmado por la Cinemateca de Cuba y el ICAIC con
el Instituto Nacional del Audiovisual (INA) de Francia, quien corrió a cargo
del proceso.
De acuerdo a una información aparecida hace
casi cinco años en el sitio Cubadebate,
el 14 de diciembre de 2013, el convenio “también asegura la explotación
conjunta de los fondos digitalizados con beneficios para ambas partes, aunque
el ICAIC se reserva los derechos patrimoniales y la titularidad de los fondos
originales del Noticiero”.
Así que la posibilidad que existe es de
que dichos noticieros se puedan adquirir fuera de Cuba o pagándolos con
divisas.
Para un país que consideraba dicho
noticiero “un suceso cultural en la isla”, esa “cultura” ahora habría que
pagarla.
Muchos de los mencionados en este
recuento están muertos, “La Lola” ya no es aquella muchacha estudiante de
Letras de entonces y yo, por supuesto, tampoco soy el mismo y ni siquiera vale
la pena citar a Neruda. Lo único presente, imperecedero en Cuba, es igual
censura. La única esperanza es que ahora eludirla tiene otro precio: en euros o
en dólares.