Como me ocurre siempre, suelo asociar a Stephen
Hawking con el exilio. Carezco de lógica para explicarlo. Cuando en 1987
apareció su libro más conocido, Breve
historia del tiempo, ya llevaba algunos años en Miami. Pero su lectura me
advirtió, por lo menos entonces, de la imposibilidad de un puente entre mi vida
anterior y la que había iniciado en Estados Unidos. Y lo curioso —al menos para
mi— era que dicha incapacidad no tenía solo que ver con la política sino
también con la ciencia en general y en particular con la física. Es decir, en
esta ciudad descubrí los agujeros negros.
No es que desconociera con anterioridad
la existencia de tales cuerpos, sino que lo poco que sabía de ellos pertenecía
a un campo de estudio parcelado —y a una vida y un desarrollo profesional
también parcelado— que a veces se fraccionaba pero continuaba en una esfera de
aislamiento de la sociedad (todo lo aislado de la sociedad que un estudiante de
física podía estar en Cuba) que yo explicaba bajo un concepto tradicional del
científico que no distaba mucho de la época de la Ilustración (y pese también a
una subordinación marxista-leninista inculcada de la función social del
científico).
Hasta conocer la obra, figura y personalidad
de Hawking, la imagen del científico —Galileo, Newton, Clausius— aprendida en
el bachillerato y la universidad en Cuba había transitado por un perfil de
laboratorio y biblioteca. Cierto que en parte Einstein rompía ese molde, pero
era más por irreverencia que por función y trayectoria.
Con Hawking fue todo lo contrario. No
solo por las circunstancias determinantes en su caso — padecía desde los años
sesenta de Esclerosis Lateral Amiotrófica (ELA) y al diagnosticarle la enfermedad,
cuando era estudiante de Cambridge, le habían dicho que le quedaban solo dos
años de vida— sino por su labor como teórico, investigador y divulgador
científico.
En su caso, más allá de exponer una
personalidad singular, había impuesto su mente a su cuerpo.
Esa imposición constituye el aspecto
ejemplarizante de Hawking, el bastión al que recurrir en tiempos fáciles o
difíciles. Un mal que se fue agravando sin tregua hasta dejarle prácticamente
paralizado y sin habla natural; y que no logró impedir que siguiera trabajando,
recorriendo el mundo, impartiendo conferencias, disfrutando de la vida, e
incluso con el tiempo necesario para casarse dos veces y tener tres hijos.
Pero tan estimulante como fue la vida de Hawking,
hay otro aspecto que siempre me ha resultado más ilustrativo, y tiene que ver
con sus teorías y descubrimientos.
El hallazgo de 1975, cuando planteó que los
agujeros negros llegan a un grado de concentración tal que terminan evaporándose,
emitiendo partículas elementales, no solo guarda una singular importancia
dentro de los principios fundamentales de la física y la cosmología, sino también
con la literatura. También al menos para mí.
Gracias a Hawking podemos transitar hoy
por un territorio inmenso y que apenas se comienza a explorar —en última
instancia, Houellebecq en su novela Las
partículas elementales no fue mucho más allá del título—, donde el concepto
del universo desborda todo lo conocido con anterioridad.
Si ciertos postulados de la física —el
Principio de incertidumbre de Heisenberg, la entropía y la Segunda ley de la
termodinámica, algunos aspectos de la Teoría general de la relatividad— con
anterioridad habían dado pie a especulaciones que trascendían el campo
puramente físico, no es hasta Hawking que se logra una fusión completa entre teoría
científica y campo literario.
Fusión en que, quien sale peor parado, es el concepto de Dios. En El gran diseño se concluye que todos los universos posibles pueden ser explicados por las leyes físicas y sin ninguna intervención divina. Dios, simplemente, no es necesario. Ahora Hawking ha llegado al término de la comprobación final de sus planteamientos. Lástima que no esté aquí, para compartirla con nosotros.
Fusión en que, quien sale peor parado, es el concepto de Dios. En El gran diseño se concluye que todos los universos posibles pueden ser explicados por las leyes físicas y sin ninguna intervención divina. Dios, simplemente, no es necesario. Ahora Hawking ha llegado al término de la comprobación final de sus planteamientos. Lástima que no esté aquí, para compartirla con nosotros.
Esta es mi columna en El Nuevo Herald, que aparecerá en la edición impresa el lunes y ya se encuentra disponible en la edición digital.