La Cumbre de las Américas fue un invento
del entonces presidente Bill Clinton, en una época de apogeo de la teoría
neoliberal en Latinoamérica y cuando Washington creía que el dólar terminaría
imponiéndose como moneda de uso en la región y la etapa de desacuerdos,
rencillas, odios y guerrillas en su traspatio del sur había quedado atrás. Para la primera no solo
no se invitó al Gobierno cubano sino que se celebró en Miami. Con estas cumbres
se pensó lograr objetivos muy distintos no solo a otro evento similar, la
Cumbre Iberoamericana, sino a las reuniones de la OEA. Con el tiempo una
realidad distinta fue imponiéndose. Llegó Chávez y comenzó a influir
decisivamente en la región gracias a los petrodólares (esos mismos de los que
ahora carece Venezuela). Con objetivos loables y no tan loables los países
latinoamericanos comenzaron a tener una participación más destaca y a no
limitarse al papel de sucursales comerciales de EEUU que pretendió Clinton.
Cuba comenzó a participar y lo que a partir de entonces empezó a cuestionarse
fue el papel de Washington. Una y otra vez la prensa especuló y dedicó espacio
a esa especie de juego de los espejos de si aquel o el otro topaban en un
pasillo, se miraban a los ojos, se daban la mano. Pura tontería a los efectos
reales. Ningún mandatario o canciller de EEUU se libró de ello, de Bush a
Hillary Clinton. En la pasada reunión, en el exilio se alzaron las voces de si
el presidente Barack Obama debía asistir si participaba Raúl Castro. Confieso
que no me vi libre de entrar en el juego y escribí una columna en el Nuevo Herald en la que expresaba que
Obama no debía reunirse con Castro mientras Gross estuviera preso (algo de lo
cual, por otra parte, no me arrepiento. Entró Donald Trump a la Casa Blanca y
nadie en Miami alzó la voz rechazando que ambos participaran en el mismo
evento. Temo que tal silencio no obedeciera a un signo de madurez política sino
al pecado de la complicidad, en este caso gratuita. Trump encontró un pretexto
—plausible según sus seguidores— para no ir a un sitio al cual nunca tuvo ni el
más puto interés en asistir, y más sin contar con Tillerson y Shannon en el
Departamento de Estado, y decidió enviar a Pence. Una decisión que casi aplaudo
por un afán de aburrimiento y porque pone fin a tanta especulación idiota tras
la cual latía el añorado encuentro en que Trump decidiera sacarle la lengua a
Castro en cualquier pasillo (soñar con lo contrario en puro delirio). Aparece
ahora que el senador Marco Rubio va a asistir —oportuno como siempre— y poco ha
faltado para que en Miami tiren fuegos artificiales. No entiendo bien el papel de un legislador en un evento de dignatarios y burócratas del poder ejecutivo, pero ello es parte de mis deficiencias características. De mi parte, no dejo de
lamentar que La Habana no hubiera adoptado una posición más acorde y enviado al
segundo secretario del Partido Comunista de Cuba. Una supuesta reunión entre
Machado Ventura y Pence hubiera sido algo así como un capítulo olvidado de la Divina Comedia.
martes, 10 de abril de 2018
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