Cuenta el
escritor Norberto Fuentes, en un artículo publicado años atrás en el diario
español ABC, que una vieja costumbre del
régimen cubano ha sido responder a los cambios presidenciales en Estados Unidos
con un cambio de hombres en la Isla:
“Es una costumbre
en ese país cada vez que quieren demostrar al mundo que se van a producir unos
cambios estupendos en las estructuras (cualesquiera que estas sean, políticas,
económicas, culturales), sustituir a los hombres. Es lo único que cambian”.
“Y, lo más
curioso de todo, ellos se abocan a esos cambios de personal como la respuesta
que creen pareja a los cambios políticos en los Estados Unidos. No obstante,
los cubanos son cuidadosos a la hora de matizar y equilibrar ciertos detalles.
Cuando Ronald Reagan ascendió al poder, Fidel le ofreció como ofrenda a uno de
sus cuadros más capacitados en el sector de la cultura, propaganda e ideología:
el comandante Antonio Pérez Herrero. Un viejo comunista al que sus detractores
llamaban ‘Limón’, por su carácter ácido (léase rectitud), Pérez Herrero se
convertía en un obstáculo para tenerlo en su entorno a la hora de competir con
el Gran Comunicador gringo. Así que lo sustituyó por un mulato guarachero y
avispado, de grandes y espesos mostachos: Carlos Aldana”.
Fuentes prosigue
con el desfile para hacer válida su tesis: “Cuando Bill Clinton, le tocó a
Armando Hart, una especie de místico del culto a Fidel pero que te bañaba en
saliva cuando te hablaba a dos pies de distancia —algún descontrol en esas
glándulas emisoras— y lo despidió de su puesto de ministro de Cultura para
nombrar a un joven escritor de larga melena por los hombros llamado Abel Prieto
y a quien se conocía en los medios intelectuales como Shirley Temple, debido a
la desusada cabellera. La cabellera. Eso era lo que quería Fidel para competir
con la juventud de Clinton. ‘No te la cortes bajo ningún concepto’, le advirtió
el jefe de la Revolución”, escribe Fuentes.
Esta táctica,
enunciada por el autor de La Autobiografía de Fidel Castro, al parecer
fue continuada por Raúl Castro, y a la llegada a la Casa Blanca de Barack
Obama, el 20 de enero de 2009, siguió el nombramiento de Bruno Rodríguez
Parrilla como ministro de Relaciones Exteriores, en sustitución de Felipe Pérez
Roque, el 2 de marzo de 2009.
Rodríguez
Parrilla se ha convertido en una de las figura más sobresalientes del gabinete
cubano, y durante los actos oficiales por el fallecimiento de Fidel Castro
apareció de forma más prominente que el sucesor designado para la presidencia,
Miguel Díaz-Canel. Si en un terreno el Gobierno de Raúl Castro puede presumir
de avances es el diplomático, y es indudable la contribución del canciller a
estos. Así que si a finales del mandato de Obama en Estados Unidos parecía
inminente un avance de Rodríguez Parilla, e incluso tras la noticia del triunfo
de Donald Trump en las elecciones, que lo convertiría en el “tercer hombre”
real frente al papel de figura decorativa al que parecía condenado Díaz-Canel,
hoy dicho pronóstico es algo más reservado.
Con la llegada de
Trump a la Casa Blanca surgió la interrogante de si Raúl Castro no se veía
entonces en la necesidad de buscar un sustituto, no para el cargo de ministro
de Relaciones Exteriores, que Rodríguez Parrilla lleva a cabo de manera tan
adecuada a los intereses de la Plaza de la Revolución, sino de cara al nuevo
Gobierno de Estados Unidos.
A Rodríguez
Parrilla uno lo hubiera visto perfecto para lidiar con una presidencia de
Hillary Clinton, pero con una de Trump surgían las dudas.
Y así, y según el
rumbo que por aquellos días se especulaba iba a tomar la Casa Blanca de Trump
con respecto a Cuba, se mantuvieron vivos los argumentos que giraban alrededor
de otros dos miembros cercanos a Castro, siempre mencionados en Miami: el
general Luis Alberto López-Callejas, encargado de GAESA S.A., el conglomerado
de compañías más grande de la Isla, y el coronel Alejandro Castro Espín, a
cargo de coordinar los servicios de inteligencia y militar de la Isla. Más allá
de la relación de parentesco, ambos militares representaban las dos mejores
opciones de las que disponía La Habana para enfrentar al nuevo Washington.
Como suele
ocurrir, al menos hasta hoy la realidad se ha aventurado por otro rumbo: el inmovilismo
—más bien el desinterés— de la administración Trump hacia todo lo que tiene que
ver con Cuba y su Gobierno, salvo el gasto ocasional de alguna saliva en un
discurso vetusto, le ha permitido a Raúl mantener la apuesta que él consideró
desde un principio: la opción administrativa.
Muerto Fidel
Castro, desapareció en Cuba la necesidad de un tercer hombre. Lo que el país
requiere —y Raúl Castro lo sabe— es un buen administrador. Que Díaz-Canel pueda
o no cumplir esa función es otra cosa, pero su sustituirlo o dejarlo no
constituirá un problema político, en el sentido de categoría y problema que por
décadas se conoció en Cuba.
Por primera vez
desde la llegada al poder del castrismo, el régimen no tiene que mover fichas
—cambiar de hombre— de acuerdo a los dictados o los intereses y motivaciones de
Washington. En este sentido, Obama fue el último de los mandatarios
estadounidenses, y al intentar abrir una puerta lo que consiguió fue cerrar un
capítulo y una época (solo que él pensaba que la época que cerraba era otra).
Ello permite
enfatizar la importancia que ha representado la visita del Secretario General
del Partido Comunista de Vietnam, Nguyen Phu Trong, más allá de la firma de
acuerdos comerciales, la condonación de la deuda de la Isla con la nación
asiática o la visita protocolar a monumentos y tumbas.
Lo que vale la
destacar aquí es como la prensa oficial cubana ha resaltado el reformismo
económico vietnamita —que al igual que el chino no implica mayores libertades
ciudadanas— precisamente en momentos en que también ha publicado que
proseguirán las detenidas reformas económicas en la Isla.
A los fines
ideológicos, políticos y hasta nostálgicos del Gobierno cubano —que por
supuesto no son los de quienes buscan un destino democrático para la Isla—,
Vietnam se convierte en el ejemplo perfecto a imitar y el broche de oro que
Raúl Castro buscaba para cerrar esta etapa en Cuba. Todo lo cual —¡qué duda
cabe!— es una de las de esas grandes ironía que, de vez en cuando, depara la
historia de las naciones.