Al final fueron los objetos de consumo y
no los misiles los que hicieron polvo al imperio soviético. Mucho se ha hablado
de la victoria del capitalismo frente al socialismo. Menos del triunfo chino en
una confrontación similar. Que el país asiático se haya convertido en una forma
peculiar de capitalismo de Estado no resta importancia al hecho de que, en una
confrontación entre democracia y totalitarismo, la opresión conserve la
delantera.
Los esquemas ideológicos continúan limitando
la comprensión de los procesos políticos. China se benefició en gran parte de
la derrota y desaparición de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas
(URSS). Su éxito es la consecuencia lógica de apartarse del proyecto soviético
en lo económico, pero las estructuras de dominación política se conservan casi
intactas y son similares a las existentes en Moscú hasta hace pocos años.
Entre finales de los años 50 y principios
de la década de los 70 del pasado siglo, la Unión Soviética se aferró a la
política de preservación del statu quo en el equilibrio internacional. Nikita
Jruschov temía el surgimiento de conflictos en Asia, el Oriente Medio y África,
que apartaran a la URSS del avance en el terreno económico en el cual estaba
empeñado, para así competir con el mundo capitalista, no mediante conquistas
militares sino en el campo del dominio comercial y el bienestar ciudadano.
Solo el peligro de que Hungría se
apartara del campo socialista —creado tras la Segunda Guerra Mundial— determinó
que la URSS invadiera a esta nación en 1956. La URSS fue renuente en brindar
ayuda a Vietnam, obligó a los comunistas iraquíes a reconocer
incondicionalmente al general Abdul Karim Qasim y durante la mayor parte de la
lucha insurreccional el Partido Socialista Popular cubano no vio con buenos
ojos la lucha guerrillera de Fidel Castro en la Sierra Maestra.
A su vez, trataba de que la China de Mao
Tse-tung y la Yugoslavia de Josip Broz Tito regresaran al redil soviético. Si
bien la política de Jruschov no era monolítica —la KGB trabajaba y se mantenía
al tanto de las condiciones existentes en cualquier nación para extender el
comunismo—, mantuvo en el terreno internacional el principio de la
“coexistencia pacífica”, que no era más que una prolongación de la idea
estalinista de “socialismo en un solo país”, solo que ahora el imperio
soviético, como resultado del fin de la Segunda Guerra Mundial, contaba con una
serie de países satélites que giraban en torno a su órbita.
El fracaso de Jruschov —además de sus
limitaciones personales— fue la imposibilidad de entonces de encontrar una
fórmula para modificar el sistema sin destruirlo (Mijail Gorbachov y los
gobernantes chinos representan los dos extremos a que se pudo llegar en esta
búsqueda).
Tras su destitución, la URSS experimentó
un retroceso hacia el énfasis en formas de dominación política y militar —que
por otra parte nunca abandonadas por completo durante el régimen de Jruschov.
Nadie como Fidel Castro hizo tanto por
cambiar el principio de la “coexistencia pacífica”. Ni siquiera Ho Chi Minh en
Vietnam, quien logró la derrota mayor contra Estados Unidos —y de amplias
consecuencias para la sociedad norteamericana—, pero al mismo tiempo se mantuvo
aferrado a un nacionalismo independentista en lo nacional.
Ante los ojos del mundo, para el
mandatario cubano la ecuación aparecía planteada en términos opuestos a los del
Tío Ho: la declaración de un internacionalismo a toda prueba era su forma
peculiar de divulgar una política nacional.
Sin embargo, las banderas que ondeaban en
la Plaza de la Revolución ocultaban un cálculo exacto de riesgos y
conveniencias, en que poco contaban la explotación capitalista y el sufrimiento
neocolonial. Contrario al “Che” Guevara, Castro no era un aventurero.
Tras la muerte de Fidel Castro, y a unos
días de un programado traspaso del control administrativo del país a una figura
política sin el apellido Castro, los cubanos se preguntan, una vez más, qué
logró el país con esa acumulación de capítulos, párrafos, referencias y simples
notas al pie de página, dedicadas al tema en los libros de historia de tantas
naciones: el estancamiento económico ha persistido sin interrupción, los
avances en la educación pública y la salud retroceden desde hace mucho tiempo,
la pobreza reina en campos y ciudades y las nuevas generaciones no son ni más
cultas ni más libres que antes de 1959.
A diferencia de la época soviética
posterior a la Segunda Guerra Mundial, donde el juego por el predominio mundial
entre las dos superpotencias se resolvía en movimientos que siempre terminaban
en un estancamiento forzoso de ambos contendientes —para iniciarse de nuevo una
y otra vez—, ahora la jugada en tablas no es un resultado sino el punto de
partida.
China aún está lejos de alcanzar al
poderío militar norteamericano, pero ha avanzado notablemente en la larga
marcha para lograrlo. Sin embargo, desde hace años el “peligro amarillo” llegó
a las cadenas de tiendas y los supermercados norteamericanos. Forma parte de la
enorme deuda contraída con China por las últimas administraciones estadounidenses
y hasta a las jugueterías más modestas y los vendedores callejeros dependen del
país asiático.
China sigue demostrando que se puede
continuar siendo una nación con un sistema de fundamentos comunistas
—modificado pero no transformado por completo: el capitalismo de Estado mezcla
y admite principios ideológicos que pueden parecer incongruentes—, tener una
fundamental relación con Estados Unidos y conservar intacta la supresión de los
derechos humanos. Una alternativa nada estimulante para quienes aspiran a una
vía democrática, pero sin duda una tentación para los que en Cuba posiblemente
comiencen a desempeñar un papel superior en la administración del país a partir
de este mes.
En Pekín o Beijing. Caminando a la salida de la Ciudad Prohibida y rumbo a la Plaza de Tiananmén. El retrato de Mao al fondo señala el lugar donde el líder comunista declaró el surgimiento de la República Popular China (foto: Rui Ferreira).