Para quienes estudiamos psicología
durante la década de 1970 en Cuba, el considerar al homosexualismo una
enfermedad —ya fuera de origen mental o por un desequilibrio hormonal— era una
posición “avanzada”, no libre de reproches. La definición oficial transcurría
por rumbos menos elaborados: un homosexual era simplemente un degenerado sexual
y antisocial.
La Escuela de Psicología de la
Universidad de La Habana tomaba medidas muy precisas para evitar la entrada de
homosexuales al centro docente. Todo aspirante a cursar la carrera tenía que
someterse a diversos tipos de evaluaciones, que intentaban garantizar que era
“confiable”, tanto desde el punto de vista político y vocacional como en
términos de salud mental.
Para verificar la lealtad revolucionaria existían
las verificaciones al uso, desde el análisis del expediente docente hasta el
reunir datos e informaciones por otros medios, pero mucho más profundo y
“científico” era el análisis de la capacidad mental y la estabilidad emocional
del aspirante.
Había una lógica para llevar a cabo ese
proceso. La inestabilidad emocional afecta no solo la comprensión de los
procesos mentales sino que puede resultar en una vulnerabilidad peligrosa en
quienes —por su trabajo o estudio— tienen que enfrentar a personas perturbadas
o situaciones perturbadoras.
Esa sería a grandes rasgos la
justificación del requisito indispensable de someterse a una batería de tests y
una o más entrevistas antes de entrar en la escuela.
Sin embargo, dentro de la aplicación de
tales pruebas se consideraba un factor fundamental el detectar cualquier rasgo
homosexual o la existencia de un homosexualismo latente o activo.
Una de las pruebas psicológicas empleadas
era el Inventario de Personalidad de Minnesota (MMPI), que entre otros aspectos
contiene una escala clínica cuya medición siempre se analizaba en detalle en la
escuela, y es la que mide el índice Masculino-Femenino.
Cualquier puntuación elevada en ese
indicador, si correspondía al sexo contrario en el sujeto (un hombre con
elevada puntuación “femenina” o una mujer con alto índice de “masculinidad”)
era causa de rechazo.
Aunque el “Minnesota” es una prueba confiable,
ocurría que en la versión que se aplicaba en Cuba algunas preguntas respondían
a factores culturales y en realidad no determinaban con exactitud tendencias de
género (el Inventario fue creado alrededor de 1943 por Hathaway y McKinley; la
escala masculino-femenino (MF) fue desarrollada en 1956 por ambos autores, con
el propósito inicial de diferenciar entre hombres heterosexuales y homosexuales).
Aunque en la propia escuela se realizaron
estudios para determinar esas inexactitudes, no por ello se limitó el uso de la
prueba a la hora de decidir si un aspirante debía ser o no excluido bajo la
sospecha de homosexualismo.
Incluso se llegó al extremo de ni
siquiera considerar al homosexualismo como un trastorno psicológico, sino como
una enfermedad; y eso en el mejor de los casos, pues el criterio imperante era
que se trataba de una conducta delictiva.
La diferencia entre trastorno psicológico
y enfermedad es importante. Un trastorno implica cierto desajuste con el
contexto, cierto problema de adaptación persona-sociedad, lo cual hace que por
definición no esté libre de valores.
Mientras que en los años 60 en Estados
Unidos se logró un cambio de criterio sobre el homosexualismo considerado como
una enfermedad, y en 1973/1974 la Asociación Psiquiátrica Americana decidió por
una ligera mayoría (58%) eliminar la condición como categoría de enfermedad,
Cuba siguió aferrada a categorizar al homosexual como delincuente y antisocial,
y enfermo en el mejor de los casos.
Si como dice Mariela Castro, la “historia
del CENESEX se remonta a 1972 cuando la Federación de Mujeres Cubanas (FMC)
creó un grupo de trabajo destinado a evaluar las dificultades y censar las
discriminaciones de las cuales eran víctimas los homosexuales y las lesbianas”,
poco se supo entonces de esa supuesta labor en el principal centro
universitario del país, dedicado al estudio de la psicología, donde algunos
estudiantes nos creíamos “científicos de criterios avanzados” al considerar a
estos como “aberrados” y no simples delincuentes.