En Cuba, un país con un control político
que —en esencia— aún responde a un sistema totalitario, el traspaso de poder
que está ocurriendo no es fácil desestimar con el simple argumento de más de lo
mismo.
En primer lugar porque dicho cambio se ha
producido desde la cúpula del poder, sin mayores antecedentes que una necesidad
biológica —lo cual, por supuesto, es un requerimiento poderoso, pero no suficiente
según otros ejemplos históricos— y de una forma tan pausada que no admite
réplicas de crisis y premuras como fuerzas catalizadoras.
Lo que vemos es la puesta en práctica de
una visión de Raúl Castro, como solución práctica y no salida mesiánica —a
diferencia de su hermano—, ante la disolución de un proceso iniciado en 1959.
Que no simpaticemos con dicho proceso,
que estemos en contra de sus consecuencias y que apetecemos otro destino para
Cuba no debe desviarnos del análisis de una puesta en escena que nos elude,
tanto a los cubanos exiliados como a los empeños de ciertos grupos llamados
disidentes, así como a las tonterías del senador Marco Rubio y el menosprecio
del actual Gobierno de Estados Unidos.
En segundo porque el guion trazado desde
el inicio —con mayor claridad en ciertos puntos, o interrogantes o quizá dudas
en otros— se ha llevado a cabo con la certeza de un mecanismo de relojería que
siempre cumplió, como función colateral, el dejar en entredicho no solo a los
vaticinios de lo que un poco ilusamente podría catalogarse como intelligentsia del exilio —académicos
locales, comentaristas radiales y televisivos, supuestos “analistas” políticos—
sino a los actos de los congresistas cuya razón de ser aparente es servir a la
comunidad y las estrategias y actitudes —al menos según sus discursos
difundidos fuera de la Isla— de los grupos opositores.
En todos los casos, la repetición que ha
llevado al desacierto es el viejo pecado original de la necesidad de un Castro
imperecedero como Drácula: parafraseando a Sartre: si Fidel Castro muriera hoy,
mañana cierto sector del exilio lo crearía de nuevo; y Fidel Castro terminó
falleciendo y su hermano anunció su retiro de la presidencia y una y otra vez
continuamos escuchando la cantaleta de la “sucesión dinástica”, como si todo se
resolviera con una especie de Pyongyang en La Habana.
Ante tal dislexia política, la respuesta
torpe y gastada que vuelve como justificación eterna es remontarse al pasado,
sacar de la tumba a Osvaldo Dorticos y
Manuel Urrutia —que aquellos, los de entonces, no fueron los mismos pero
hoy suenan iguales—, en el caso de los que más se obcecan. Para lo más aptos
queda un razonamiento mejor: recordar el papel rector del partido comunista en
una sociedad de este tipo. Sin embargo, ambos recurren a dos falacias que si
bien no coinciden tampoco resultan tan distantes.
Hablar de Dorticos y Urrutia carece de
sentido porque tal argumento lo que busca es perpetuar a Fidel Castro. Solo la
persistencia de la enfermedad infantil del fidelismo en el exilio justifica
dicho razonamiento.
Sobre el papel rector del Partido
Comunista de Cuba, que aún continúa bajo el mando de Raúl Castro, el asunto es
de otro naturaleza, y tiene que ver con las premisas de las cuales se parte. Si
todo se ve desde una óptica similar a la desaparecida Unión Soviética, o
incluso a la época en que gobernaba Fidel Castro, lo único que cabe responder
es que esa época desapareció incluso en Cuba. Si lo que se quiere es extrapolar
a la situación actual en China, pues aún es más fácil ripostar: La Habana no es
Pekín. Pero si lo que se busca es enfatizar que Raúl Castro y el Partido
Comunista de Cuba continuarán ejerciendo una función de guía y control,
destinada a impedir una transformación total del sistema imperante en el país,
pues en ello no hay duda.
Nada de lo anterior impide ver que Cuba
está a las puertas de un cambio administrativo de primera magnitud. La
efectividad de ese cambio, la velocidad o lentitud en que ocurra son otros
factores.
Aquí cabe destacar que la propuesta de
nueva dirección del gobierno —que no hay que dudar que en el sistema cubano sea
aprobada— responde ante todo a las características económicas, sociales y
demográficas del país (bajo la óptica del sistema imperante que deja fuera
aspiraciones y necesidades de un cambio profundo y una vía democrática).
También se debe enfatizar que dicha propuesta contiene avances y limitaciones.
Pero si bien este nuevo centro de gobierno será bien recibido en la Unión
Europea, no se ha buscado en su elaboración un acercamiento con Estados Unidos.
En este sentido queda claro que la Plaza de la Revolución no espera ni busca
mejorar sus relaciones con Washington.
Como la propuesta de Miguel Díaz-Canel
para la presidencia no encierra sorpresas, hay que buscar las claves en los otros
cargos principales.
Como primer vicepresidente está propuesto
Salvador Valdés Mesa, actual vicepresidente y quien tuviera a su cargo la
Central de Trabajadores de Cuba. También se propusieron otros cinco
vicepresidentes: el comandante Ramiro Valdés, el actual ministro de Salud
Pública Roberto Tomás Morales Ojeda y tres mujeres: la actual vicepresidenta y
contralora general Gladys María Bejerano, Inés María Chapman, presidenta del
Instituto Nacional de Recursos Hidráulicos, y Beatriz Johnson Urrutia, a cargo
del gobierno en la provincia de Santiago de Cuba.
Además de Raúl Castro, salen tres figuras
importantes del Consejo de Estado: Marino Murillo, exministro de Economía y
vicepresidente que estaba a cargo de la “actualización” del modelo económico;
Ramón Machado Ventura y Álvaro López Miera.
La permanencia de Ramiro Valdés es, sin
duda, una concesión de Castro a la línea dura y a un supuesto rival de toda la
vida. En el caso del nonagenario Guillermo García, que también permanece, solo
que hay que verlo como un detalle simbólico, anecdótico y casi misericordioso.
Lo fundamental de esta cúpula en el
gabinete son tres detalles:
-Con un miembro de la raza negra como
primer vicepresidente (Valdés Mesa), el gabinete busca una composición más
acorde a la realidad etnográfica del país.
-La presencia de tres mujeres
vicepresidentas puede verse en igual sentido, desde el punto de vista de la
participación femenina.
-El gabinete cubano, en sus cargos
principales, abandona su imagen de “junta militar” y cesa en su preponderancia
de miembros “históricos”.
La presencia de tres vicepresidentas
compensa en parte que una mujer no lograra alcanzar la vicepresidencia primera
—algo que se llegó a rumorear en La Habana— y al parecer indica que quienes
dirigen el país —o Raúl Castro específicamente— consideran que este no está aún
preparado para la posibilidad de una mujer presidenta. Puede valorarse a Bejerano
con mayores cualidades para el cargo que a Valdés Mesa. Entre la raza y el
género, se impuso la primera.
Un descendiente de asturianos al frente,
un miembro de la raza negra detrás y tres mujeres a la saga: la nueva Cuba que
se proyecta no deja de ser la Cuba de siempre, que enmascara su futuro en la
continuidad.
Pero hay más que eso.
La característica principal de este grupo de vicepresidentes —demasiados para un país tan pequeño— es que parece destinado a una función administrativa. Y esto puede ser en última instancia lo que Raúl quiere: que otros lleven a la práctica lo que él no hizo.
La característica principal de este grupo de vicepresidentes —demasiados para un país tan pequeño— es que parece destinado a una función administrativa. Y esto puede ser en última instancia lo que Raúl quiere: que otros lleven a la práctica lo que él no hizo.