En Estados Unidos tenemos un presidente que se comporta como un vendedor de automóviles usados que se aprovecha de compradores en apuro, sin crédito, con poco dinero, esperanzas, frustraciones, inseguridad y desamparo. Igual fantochería, las mismas técnicas baratas, el mismo interés en lograr la venta de un cacharro —si es posible casi inservible— e igual objetivo de lograr una cuasi estafa rápida, o una estafa total, pero siempre cuidándose de bordear la ilegalidad sin brindar la oportunidad de caer en la cárcel. Engañar evitando los riesgos. Asumir la filosofía de que los demás —el público, los electores, los posibles clientes— no son más que idiotas capaces de creerlo. En resumidas cuentas, tiene algo de razón: de lo contrario no se habría acercado a su establecimiento o votado por él.
Todo al final lo resume en el lenguaje que emplea. Juega con las palabras desde una posición que le favorece: adopta la simpleza no solo porque él, en esencia, es simple de pensamiento y acción, sino porque también sabe que muchos otros lo son. No hay que negarle habilidad en ese juego, y reconocer que pese a que personajes así han sido caricaturizados por la literatura, el cine y el teatro, ello no ha impedido su supervivencia, quizá todo lo contrario.
Así que Donald Trump es al mismo tiempo nuestro predicador evangélico de pantalla de turno —consume y explota la televisión hasta el cansancio—, el vendedor de brebajes de antaño y el político demagogo y populista de siempre. Una trinidad que parece eterna. La promesa resume su discurso. El cumplirlas o no queda en el aire.
Desde su llegada a la presidencia, el presidente Donald Trump, convertido en “el gran perturbador mundial” está imponiendo un nuevo desorden internacional, destruyendo pactos y acuerdos con un marcado énfasis en hacer retroceder no solo a su país sino al resto del mundo. Creando una serie de situaciones con las que tendrán que lidiar quienes vengan tras él y empeñando en una óptica torcida con la que convierte en “amigos” a los enemigos de siempre, desprecia a los aliados tradicionales de la nación americana e insulta a los que no debe agredir —de momento con palabras y gestos comerciales— mientras elogia a quien no lo merecen.
Kim es el último ejemplo de ello. Durante la cumbre, Trump dijo que era “muy inteligente” y “un negociador muy valioso y muy duro”.
“He comprobado que es un hombre con mucho talento. También he comprobado que quiere mucho a su país”, dijo el presidente de la nación democrática más poderosa del mundo a quien con férreo puño gobierna una de las dictaduras más despiadadas y opacas que existen, con entre 80.000 y 120.000 personas detenidas en los campos de trabajo para presos políticos, según datos de Amnistía Internacional.
Ningún resultado firme, concreto, duradero se desprende de su reunión con el déspota norcoreano, Kim Jong-un. El principal logro que vociferan sus partidarios —la primera reunión entre un presidente estadounidense y un gobernante norcoreano en 70 años— sería risible sino implicara el ocultamiento de una farsa potencialmente peligrosa. En este caso los “méritos” son todos para Kim, que fue el que expresó el deseo de reunirse. Al acceder con prontitud —sin condiciones y sin un marco de referencia preciso— al encuentro no hizo más que otorgarle una legitimidad al autócrata que nunca lograron ni su padre ni su abuelo, y más “meritorio” incluso el producto si tenemos en cuenta que Kim lo obtuvo sin modificar en lo más mínimo la esencia de su régimen y sin prometer cambio alguno al respecto, limitándose a repetir viejas promesas.
La interrupción de las pruebas nucleares, por parte de Corea del Norte, no obedeció a un deseo expreso de detener su programa de desarrollo de armas atómicas sino bajo la declaración de resultados alcanzados: el país tiene armas nucleares y punto.
En igual sentido, la tan publicitada entrega de tres prisioneros no se aparta ni un milímetro de gestos similares llevados a cabo por otros regímenes totalitarios en otro momento. Que el régimen de Corea del Norte tiene como objetivo el lograr “la desnuclearización de la península de Corea” es una vieja cantaleta que solo los tontos inútiles se han apresurado a señalar. Ello no significa ni remotamente el deseado desarme unilateral del régimen. Si algo ha quedado claro, para gobiernos autoritarios, totalitarios y dictaduras de todo tipo, es que el camino más rápido para sentar a Washington en una mesa de negociación es conseguirse una o unas cuantas decenas de armas nucleares. La carrera está abierta.
Donde el cinismo de Trump cayó en una inmoralidad flagrante fue cuando evocó al estudiante estadounidense Otto Warmbier —que estuvo preso más de un año en Pyongyang por una acción pueril que terminó costándole la vida y solo fue devuelto a Estados Unidos a punto de morir— y dijo que su muerte no había sido “en vano”, tras pasar horas sonriéndose y apretándole la mano, tocándolo y dándole palmaditas en el hombro a su ejecutor.
Si algo podría decirse a favor de toda esta farsa es que coloca las negociaciones en el mismo punto en que estaban hace más de 10 años, sin lograr un paso adelante, y luego de conocer lo que ocurrió luego.
El único vencedor en el encuentro fue Kim, que obtuvo la importante concesión de conseguir que se interrumpieran los ejercicios militares anuales de EEUU con su aliado surcoreano. Esto sí es un resultado a exhibir, que el gobernante norcoreano tiene ahora para exhibir no solo a sus seguidores y adláteres en el país —obedientes fieles si quieren continuar vivos— sino a sus aliados de Rusia y China. No solo en Pyongyang, también en Moscú, Pekín y hasta en La Habana hay motivos para festejar.
Pero el espectáculo más patético —si se quiere— de los resultados de la reunión en Singapur es el que han brindado los cubanos “anticastristas” que exclamaron, y exclaman aún, que Barack Obama, cuando se reunió con Raúl Castro, pisoteó el principio básico de una nación democrática —especialmente de Estados Unidos—de llegar a acuerdos con dictadores “a cambio de nada”, de reunirse con ellos, de saludarlos, sonreír y darles la mano, y que ahora se muestran alborozados con lo hecho por Trump.
El régimen de Corea del Norte es la concreción de todo aquello que esos “anticastristas” dicen detestar: una dictadura hereditaria (abuelo, padre, hijo), que prohíbe todas las libertades —civiles, políticas, culturales y de palabra—, genocida y asesina. Desde un primer momento, el escándalo del carguero Chong Chon Gang puso en evidencia no solo el deterioro económico y político de Corea del Norte, sino también señaló las semejanzas entre los regímenes de La Habana y Pyongyang, así como las similitudes en la situación de ambos países (este blog se hizo eco de ello). Pero todo ello ha quedado sumergido ante esa floreciente fidelidad (no hacia Castro, como algunos en el pasado) a Trump.