Si la caída del Muro de Berlín marcó el fin de buena parte del mundo comunista, la crisis financiera de 2007-2008 también significó el fin de una era, esa en que estudiosos y charlatanes se mezclaron con la intención de convertir al mercado en un nuevo dios, al que había que obedecer y respetar sin interferir nunca en sus designios, y donde el libre comercio reinaría a sus anchas.
Aunque en Europa, una década antes, en agosto de 1998, Mark Lilla declaraba muerto el espíritu del 68, en un artículo en The New YorkTimes, en mayo de 2007 llegaba a la presidencia de Francia Nicolas Sarkozy, con una plataforma influida por el ideal neocon norteamericano y la propuesta de un conservadurismo compasivo, similar al del estadounidense George W. Bush (que de compasivo tenía poco entonces pero más de lo que se apreció en su momento si se le compara con el actual gobierno estadounidense).
Si bien el triunfo de Sarkozy demostró su habilidad política para criticar abiertamente una situación que había ayudado a crear, fue sobre todo el comienzo del fin de los procesos electorales en que los franceses tendrían que escoger simplemente entre la izquierda y la derecha. En esa ocasión se decidieron por la última y luego, en 2012 con François Hollande por la primera, pero ya desde Sarkozy comenzaba a ser evidente que las cosas no iban a ser tan sencillas.
Tarde o temprano, a Europa tenía que llegarle su hora. Cuando el fracaso del ensayo de un supuesto ideal comunista determinó no solo el fin de un sistema político, social y económico en varios países, y redujo a los partidos comunistas a una especie en vías de extinción, su conclusión implicó un cuestionamiento del ideal socialista en un sentido más amplio. Paradójicamente, si la incapacidad en la práctica de la aplicación del modelo comunista ruso (en sus variantes soviética, china o de otro tipo) fue la causa de su fin, el triunfo de las medidas y leyes logradas por los socialistas y políticos de izquierda terminó en ocasiones convertido en un freno para el desarrollo.
Libre del muro de contención que significaba la existencia del campo socialista, el capitalismo logró un desarrollo incontenible a nivel mundial, pero —cuesta trabajo repetirlo por lo cansón— con resultados más desiguales que nunca.
Las respuestas entonces a ese desarrollo capitalista sin las contenciones políticas que en otra época habían implicado la URSS y el “campo socialista” se resumieron en las supuestas bonanzas del libre mercado a nivel mundial y el traslado de capitales, empresas y centros financieros: la globalización. No fue el único, pero sí uno de los más notables y comentados.
Mientras que el comunismo duró varias décadas, el neoliberalismo en su estado puro disfrutó de una vida mucho más breve y feliz. Bastó que las cosas comenzaran a marchar mal para que los banqueros y quienes los representan en Washington se sintieran obligados a llamar a la caballería al rescate. A la hora de las ganancias, se debía respetar al capital privado. Aunque al llegar el momento de las pérdidas, ahí estaba el Estado, benefactor de los ricos y corporativo en esencia, para cargar las cuentas sobre las espaldas de los contribuyentes.
Como consecuencia en parte de la crisis financiera, pero con desarrollos anteriores, esa descomposición en lo ideológico y la repetición de calamidades, ahora sin el consuelo de una utopía, han llevado a una fragmentación donde futuro y ayer se mezclan y en la amalgama progresistas y reaccionarios cambian caretas y personajes. El fenómeno, por lo demas, no es nuevo y ocurre en particular cuando un gobierno se decanta o aspirar al mandato autoritario. Basta un ejemplo: en el Portugal de Salazar el dictador había establecido un control férreo sobre el precio de los alquileres, que ni soñar hubieran los anti desahucios en Barcelona y Madrid y los demócratas de izquierda en Nueva York. Ello se tradujo, como en su tiempo destacaron los neoliberales, en la ausencia de nuevas edificaciones y la falta de reparaciones de los inmuebles. Pero, por otra parte, durante décadas benefició a quienes contaban con menos ingresos para pagar un techo, algo que se ha vuelto precario ahora, incluso con tres partidos de izquierda (comunistas, socialistas y bloque de izquierda) en el poder.
La realidad política actual lleva una devaluación constante de los términos, un cambio de algunas letras para justificar una adhesión a lo que antes se criticaba, una actitud compartida aunque se llegue a la misma por caminos bifurcados: no se habla de globalización sino de globalismo, el antieropeismo puede ser de un signo u otro y uno de los gobiernos estadounidenses menos dado a las regulaciones en las últimas décadas —en el Donald Trump— firma todos los días nuevos aranceles que no son más que una forma drástica de regular el mercado.
Las reacciones que han provocado estos cambalaches han surgido desde ambas cabeceras ideológicas tradicionales, al punto de que por momentos da la impresión de asistir a un ritual de rostros trocados: los mismos que criticaban ayer el proteccionismo y el nacionalismo latinoamericano, como muestras de la nefasta influencia de un Estado patriarcal, saludan hoy el proteccionismo y el nacionalismo de Donald Trump, como ejemplos de la firme defensa de los intereses del país y sus trabajadores.
La aceptación de este trueque requiere un compromiso emocional: Trump vende la idea de regresar la nación que preside no a un Estados Unidos del ayer sino del mito, todo reducido a la familia y el negocio, como se vio en la última Convención Republicana: las mujeres de Trump, los que hacen negocios con Trump: el entonces candidato que decía no creer en la política, renegar del establishment político —aunque él es la esencia del establishmenteconómico— y verlo todo con la óptica del negociante.
Sin embargo, un negociante que no consulta las verdaderas cifras económicas o que no está al tanto de las complejidad actual de la economía. ¿O será que ni lo uno ni lo otro le importa y solo le obsesiona complacer a su base de votantes, con una fidelidad digna de una telenovela? En lo que cada día se acerca más a una abierta guerra comercial con China, Trump habla solo del déficit comercial en términos de mercancías y no de servicios. Los servicios constituyen el 90% de la economía de Estados Unidos, mientras que por constraste China no exporta servicios en una cifra que se acerque a sus exportaciones de productos manufacturados. Cuando Trump difundió la noche del lunes el anuncio de nuevos aranceles a China, por valor de $200.000 millones de dólares al año, y la amenazó con un aunmento en la escala, Pekín respondió de inmediato con extender la respuesta a “múltiples medidas tanto cuantitativas como cualitativas”, y no limitarse a un simple aumento de aranceles sobre productos estadounidenses, sino también a buscar medidas que afecten los servicios, desde dificultar el turismo o la educación de ciudadanos chinos en Estados Unidos hasta alterar el ritmo de compras de deuda pública estadounidense.
Como un supuesto ideal, el proteccionismo utiliza las tarifas para fortalecer las industrias nacionales y protegerlas de una desleal competencia extranjera. En teoría, con las nuevas tarifas a las industrias extranjeras del acero y el aluminio, más compañías de Estados Unidos comprarán esos productos en el mercado del país, pero los precios serán más elevados porque las industrias locales no tendrán que temer la competencia extranjera. Por supuesto que aumentarán las ganancias para las grandes compañías, y es posible que aumenten los salarios de empleados y trabajadores —si se hace abstracción de que las instalaciones industriales se automarizan cada vez más—, pero toda la población tendrá que pagar más por los servicios y productos más diversos, desde los boletos de avión hasta la cerveza.
Trump repite que Canadá tiene un arancel de 270% sobre los productos lácteos, pero no dice que el 10% de estos productos, que se consumen en el país vecino, son estadounidenses. Estados Unidos exporta a Canadá cinco veces más productos lácteos de los que importa.
El presidente señala la tasa del 10% que Europa impone a los automóviles extranjeros, mientras que los que EEUU importa de allí solo pagan 2,5%. Pero el negocio de venta de los fabricantes de automóviles estadounidenses alcanza los $11.800 millones, una cifra nada desprecible. Por su parte, la UE tiene también motivos de quejas: por el 55% que se impone a la ropa y el calzado, el 350% que se aplica al tabaco y el 165% a los cacahuetes. Y España en particular: recientemente EEUU aumentó en un 60% los aranceles contra la aceituna negra de esa nacionalidad, los cuales pasan del 21,60% al 34,75%.
Desde el punto de vista histórico, el liberalismo surgió como una superación del Estado mercantilista, con una economía de libre mercado, basada en la división del trabajo, carente de influencias teleológicas e impulsada por el egoísmo individual, que terminaría encausando al egoísmo hacia el bienestar privado que a su vez es encauzado hacia el bienestar social. El hombre estaba obligado a servir a los otros, a fin de servirse a sí mismo. Desde unos años antes de la caída del comunismo, pero sobre todo tras la desaparición de la Unión Soviética y el campo socialista, el neoliberalismo se convirtió en la teoría capaz de lograr el desarrollo, y en última instancia el bienestar de todos, mediante la desigualdad. La paradoja del enunciado descansaba en buena medida en el fracaso del comunismo, un anunciado proyecto de justicia social que no solo se había convertido en un sistema totalitario en la práctica política sino fracasado en sus objetivos económicos.
Pero además de deber su popularidad, en buena medida, a un fracaso ajeno y no a un mérito propio, el neoliberalismo olvidaba que el egoísmo se expresaba mejor en la avaricia individual que en el bienestar social, al que parecía destinado según los primeros teóricos del liberalismo económico. La ganancia sin límites se perseguía a diario, sin considerarse un vicio y elogiándose como una virtud: sin pudor ni decencia.
Desde sus inicios, el liberalismo económico llevaba en última instancia al Estado corporativo. Esa mala semilla que tiene en su interior la sociedad propugnada por los neoliberales. Cuando éstos hablan de disminuir el papel de un Estado paternal, regulador y mercantilista, tras sus palabras está el afán de desmontar cualquier mecanismo de protección y ayuda a la población, para imponer con absoluta libertad sus proyectos de beneficio personal. Al negarse a intervenir desde un principio en el alza del crudo, George W Bush no hizo más que defender sus intereses familiares y los de su círculo de poder. Es cierto que una crisis bancaria de grandes proporciones afectó a todos los sectores sociales y económicos, pero lo fue también que los precios elevados de la gasolina perjudicaron especialmente a quienes, en la pirámide económica, estaban por debajo de los ricos, desde la clase media hasta los indocumentados.
El debate sobre el papel del Estado en los procesos económicos tuvo dos vertientes durante la segunda mitad del siglo pasado. En la primera y de mayores consecuencias políticas fue un enfrentamiento entre capitalismo y socialismo. Pero también se desarrolló, y de forma destacada dentro del mismo sistema capitalista. Ambas están, por otra parte, íntimamente relacionadas. La intervención del Estado, para prevenir y solucionar las crisis económicas fue la solución propugnada por John F. Keynes para precisamente salvar al capitalismo y evitar un estallido social que llevara a una revolución socialista. Se puso en práctica con éxito en este país durante muchos años. Luego le llegó el turno a Milton Friedman, y sus principios fueron desarrollados con mayor o menor eficacia en Europa y Estados Unidos por los gobiernos de Margaret Thatcher y Ronald Reagan, así como en Latinoamérica por el equipo económico imperante durante la dictadura de Augusto Pinochet en Chile.
Parecía que los neoliberales de Bush eran los herederos perfectos de tal teoría, que lo dejaba todo en manos del mercado. Sin embargo, volvió a cumplirse el principio de que los extremos que se tocan: su administración adquirió un cariz mercantilista, donde un presidente inepto utilizó al Gobierno para distribuir prebendas e intentar salir al rescate de sus compinches en dificultades.
Con más o menos rescoldos, el Gobierno de Barack Obama acudió al rescate de la banca y la industria automovilística. Solo que tras la salvación vino la penitencia, y su administración impuso restricciones —muchas de las cuales han sido derogadas ahora— que impidieran a banqueros y empresarios actuar como simples buscadores de riqueza en territorio salvaje, arrancando cabezas enemigas, engañando e intercambiando basura por oro.
Hoy, con la Casa Blanca convertida en un nuevo Versailles con un rey espurio, el mercantilismo se ha convertido en la piedra angular de una administración republicana que rechaza algunos de los principos básicos del republicanismo hasta ahora conocido, como el libre comercio, mientras los legisladores de dicho partido —acólitos sometidos por Trump— aplauden resignados.
Por otra parte, si bien es cierto que en una economía de mercado libre la creación de mercancías está determinada por los precios y el consumo, en la actualidad estos mecanismos ya no son regidos por la simple ley de la oferta y la demanda, sino también por la propaganda, las técnicas de mercadeo, los monopolios y un mercado global donde no sólo se venden mercancías sino también se compra mano de obra a bajo precio. Sin embargo, a través de los siglos la avaricia de unos pocos no sólo se ha mantenido, sino también aumentado.