Las elecciones legislativas del próximo noviembre no serán un simple proceso de renovación de congresistas, a mitad del período presidencial. Tampoco se limitarán a un referendo sobre Donald Trump y su política. No, lo que va a las urnas —más allá de cualquier nombre de senador, representante o gobernador— es la definición de Estados Unidos, como sociedad y nación, por los próximos seis, veinte, cincuenta años.
Si se impone la marea reaccionara que llevó a Trump a la Casa Blanca, y que él ha extendido al máximo, la nación retrocederá por décadas en diversos indicadores sociales y económicos, pero para la Historia será otro capítulo más y EEUU pasará a semejar a otros países como Polonia, Rusia o incluso Filipinas si, en última instancia, Trump logra adquirir su definición mejor.
Claro que, por ejemplo, el aborto será abolido al igual que los matrimonios entre personas del mismo sexo y se exigirá la certificación de un pastor para dar un niño en adopción; se modificará la Enmienda 14 de la Constitución, para revocar la “ciudadanía por nacimiento”, otorgada sin importar el estatus migratorio de los padres; las comunidades étnicas y de inmigrantes pasarán a ser parques temáticos, en el mejor de los casos; en el Congreso legislará solo un partido absoluto, con una reducida oposición acólita; estará prohibido hablar en lugares públicos otro idioma que no sea el inglés; todos los empleadores deberán conservar actualizado el “expediente cristiano” de subalternos y ejecutivos y los diezmos se integrarán a la planilla de declaración fiscal.
Quizá algunos encuentren exagerados o fantasiosos varios de los puntos anteriores, pero igualmente parecía absurdo que el actual presidente desembarcara en Washington; que esté a un paso de convertir a la Corte Suprema en un simple instrumento de sus políticas; que una vez electo, en lugar de ser controlado por el Partido Republicano se produjera lo contrario, y que ahora en las primarias de ese partido solo los aspirantes favoritos de Trump, plegados a él o simplemente sus imitadores han llegado a la boleta.
Por lo demás, en el año y medio transcurrido el presidente y los congresistas de su partido en ambas cámaras han actuado con una impunidad absoluta: transformando procedimientos en el Congreso, gobernando por decretos y mintiendo a diario.
En el único aspecto principal en que Trump no ha logrado imponer su agenda es en la abolición del ”Obamacare”, pero tiene esa carta guardada para sacarla a relucir si logra imponer un Congreso hecho a su medida.
Aunque intenta dar impresión de que la inmigración —legal e ilegal— es su principal objetivo, destruir al Obamacare no es más que una meta postergada.
Desde el inicio de su campaña electoral ha utilizado el tema migratorio, junto con sus inclinaciones racistas, como un instrumento para ganar adeptos y satisfacer su ego —ese viejo sueño de emperadores de construir murallas—, pero su interés principal es echar abajo el principal legado de su antecesor, al que odia tanto, la ley de servicios de salud para la población surgida durante el gobierno de Barack Obama.
Hasta el momento, hay poca esperanza de que el Partido Demócrata consiga la organización, el empuje y la unión necesaria para triunfar en las urnas con la contundencia necesaria. Los demócratas se lo están jugando todo a la carta del rechazo a Trump, pero la estrategia de mantener una diversidad de criterios ideológicos entre sus candidatos —de socialistas a moderados— encierra el peligro de que más que una ampliación de fronteras se termine en una balcanización interna a la hora de repartir recursos y apoyos.
Por su parte, Trump ha logrado transformar al Partido Republicano a su hechura, y estas elecciones van a servirle para quitarse de arriba a los republicanos que le resultan incómodos.
Así que es posible que a este país le esperen décadas oscuras, hasta que un nuevo político surja y decida “Hacer de América, Estados Unidos de nuevo”.