No hay errata en el título ni tampoco esta columna va de tema religioso. Más bien torpeza de quien escribe. Solo que esa torpeza se apoya en el asombro y el escándalo que representan tantos millones de dólares gastados en cualquier campaña electoral de Estados Unidos. Y lo peor es que en las elecciones legislativas que se avecinan el gasto seguirá creciendo.
Incluso antes. Poderosos comités de acción política (los famosos super PAC) ya se preparan para defender a sus aspirantes y candidatos en estados que van de Florida a Nueva York.
A medida que crece el convencimiento de que la elección de noviembre será muy reñida, aumentan las apelaciones al dinero como remedio. Ya hemos tenido ejemplo de ello. En la última votación celebrada en Ohio, para un escaño de representante federal, ambos partidos gastaron millones de dólares. Por ejemplo, el comité de acción política Conservative Leadership Fund, aliado con Paul Ryan, invirtió más de $2.7millones en anuncios de televisión. Y todo ello para elegir a un legislador que dentro de tres meses tendrá que someterse de nuevo al mismo proceso.
Sin embargo, en el momento en que se escribe esta columna los resultados en las urnas eran tan cercanos que aún no estaba definido un claro vencedor (el republicano Troy Balderson mantenía menos de un punto porcentual de ventaja).
Así que en dicho distrito de Ohio, cada voto ha salido bien caro. No importa a quien fue dado.
Si se tratara simplemente de un mecanismo económico, un tratamiento industrial o una empresa productiva, uno podría pensar que desde hace años el proceso electoral estadounidense habría sido desechado por inservible: es una maquinaria que cada vez cuesta más el mantener y a veces produce los peores resultados. Pero no es así. Pese a su ineficiencia no deja de ser un gran negocio. Y eso es lo que cuenta. Además, no hay manera alguna de cambiarla, mejorarla o hacerla más económica: siempre se vuelve a descomponer.
El fallo de la Corte Suprema en el caso Citizens United contra la Comisión Nacional de Elecciones no llevó a una representación más justa de los intereses ciudadanos. El dictamen del Supremo revocó todas las limitaciones de la ley Bipartisan Campaign Reform Act(también conocida como McCain–Feingold Acto BCRA), que prohibían a las empresas —incluidas las organizaciones sin ánimo de lucro y los sindicatos— invertir en campañas electorales.
Ello ha permitido el empleo de grandes sumas de dinero a favor o en contra de los aspirantes y candidatos de los dos principales partidos de este país, a partir del 2010.
Contrario a lo que se pensó en un primer momento, no se han reducido los privilegios de las grandes corporaciones sino creado una vía para que algunos de sus principales propietarios, los grandes accionistas y millonarios de cualquier tipo puedan gastar abiertamente en sus objetivos políticos personales.
Si para las corporaciones los cabilderos continúan siendo los vehículos ideales para buscar leyes a su favor, a la hora de buscar la forma de inclinar la balanza política en agendas ideológicas individuales, o de grupos de interés, los grupos de acción política marcan la pauta.
Es decir, a cambio de un problema ahora tenemos dos: cabilderos tras ventajas y millonarios que quieren convertirnos en obedientes alumnos de sus escuelas dominicales.
En este sentido, el extremismo político que parece dominar en un poderoso sector del Partido Republicano no obedece al dinero de las corporaciones sino de donantes individuales. De igual forma, otros acusan al Partido Demócrata y a sus miembros de dejarse influir —o dominar— por millonarios con ideas “izquierdistas”.
Para complicar aún más la cosas, en las dos últimas décadas ha florecido la manipulación de distritos (gerrymandering), lo que hace aún más cara una elección como la ocurrida en Ohio.
Así que pronto llegará el día que el proceso electoral se cotizará en la Bolsa. Lo cual será saludado como un gran triunfo capitalista.