martes, 3 de diciembre de 2019

Extremos musicales (I)


Alemania. La escena ocurre tras el fin de la Segunda Guerra Mundial. Un investigador del ejército estadounidense anda tras los vínculos de un célebre director de orquesta (Wilhelm Furtwängler) con los nazis. En su argumentación sobre la relación entre música y política se pregunta: ¿Cuál fue la obra que trasmitió la radio en Berlín, luego de anunciar el suicidio de Hitler? El adagio de la Séptima Sinfonía de Bruckner. Era el compositor favorito de Hitler. No fue por gusto que pusieron esa música, interpretada bajo la dirección de Furtwängler[1]. La película es Taking Sides, de István Szabó.
Alemania también. Septiembre de 1939. Mientras las tropas de Hitler entran en Polonia, imponiendo la muerte y el terror a su paso, los berlineses abarrotan las salas de teatro, los cines y disfrutaban en la Opera Estatal de las presentaciones del Tannhauser y Madama Butterfly. Seis años más tarde, en medio de una ciudad destruida por más de 65.000 toneladas de explosivos y con el Ejército Rojo a las puertas, en una ofensiva en que la Unión Soviética había desplegado dos millones y medio de soldados y más de cuarenta mil piezas de artillería, en una noche de mediados de abril de 1945, esos mismos berlineses ―lo que quedaba de ellos― asisten a una función de la Filarmónica de Berlín, en que se interpreta el Concierto para Violín de Ludwig van Beethoven, la Octava Sinfonía de Bruckner y el final del Crepúsculo de los Dioses de Richard Wagner. Para muchos, era el fin de más, mucho más que una obra, un concierto o incluso una orquesta: el Partido Nazi dispuso que a la salida miembros de la Juventud Hitleriana se colocaran con cestas para ofrecer cápsulas de cianuro a la audiencia que abandonaba la sala.
Miami. 23 de marzo de 2014. Antes de iniciar el concierto, la Orquesta Filarmónica de Israel, dirigida por Zubin Mehta, interpreta los himnos de Estados Unidos e Israel. Toda una declaración política. Luego viene la única obra que se ejecutará esa noche: la Octava Sinfonía de Bruckner.
Hay una explicación simple al hecho de que la Filarmónica de Israel no tenga problema en interpretar a Bruckner y sí a Wagner. El primero nunca escribió una palabra contra los judíos. Si Josef Anton Bruckner (1824 -1896) fue el compositor favorito de Hitler junto con Wagner, él nada tuvo que ver con ello. Hay apenas un dato curioso —ambos nacieron a una o dos millas de distancia— y lo demás es una cuestión de política, circunstancias y, si se quiere, gustos.
Sin embargo, el exonerar a Bruckner no pone fin a una interrogante mayor, y son esos condicionantes al gusto los que no excluyen factores ideológicos. Nadie en apariencia más ajeno a dichos factores que ese compositor profundamente católico, organista por vocación y profesor de toda una vida para ganarse el sustento. Pero no completamente extraño a ellos. En la polémica entre un romanticismo clasicista, representado por Brahms, y otro exaltado, por Liszt y Wagner, Bruckner toma partido por el segundo.
Estética y personalmente. Al punto de introducir en la orquestación del célebre adagio de la Séptima unas tubas wagnerianas —un instrumento creado para El anillo del nibelungo— que Bruckner incorpora en sus tres últimas sinfonías. Entre esas tubas, la muerte de Wagner y la de Hitler hay una conexión que no se debe asumir con vulgaridad política sino con conocimiento de causa: lo que es espiritualismo en Bruckner, grandilocuencia en Wagner y delirio de poder en Hitler tiene un hilo conductor irracionalista que no se debe despreciar en sus orígenes sino en sus consecuencias. Brahms entonces se convierte en el antídoto perfecto contra la sinrazón.
Es precisamente esa fe —inconmovible y reaccionaria— uno de los factores que, y ya desde el punto de vista estrictamente musical, lastra hasta cierto punto sus composiciones, las que por momentos adolecen de la falta de un clímax de tensión —como ocurre siempre en Beethoven y Mahler—, el cual es sustituido por una masa orquestal enorme, que en resumidas cuentas no va más allá de un órgano: mucho sonido y poco drama. En Bruckner uno siempre extraña el desgarramiento.
Cualidad sonora que lo hace también fácilmente adaptable, y es aquí otra explicación —más allá de la ausencia de antisemitismo— que permite entender su relativamente fácil incorporación en el repertorio de la Orquesta Filarmónica de Israel.
Bruckner como ejemplo de lo grandioso, cuya adopción es también un recurso fácil. Para verlo así no hay que ir a la política sino simplemente al cine: Senso de Visconti o el romanticismo por nuevos medios, imitado una y otra vez.
Una orquesta politizada
Si hay orquesta de concierto politizada en el mundo —y aquí la palabra no está utilizada en un sentido peyorativo— es la Filarmónica de Israel. Fundada en 1936 como la Filarmónica de Palestina por el violinista Bronislaw Huberman —quien desde su exilio en Gran Bretaña ayudó a cientos de músicos judíos que huían de la barbarie nazi en Europa— no es solo una brillante institución sonora sino también una embajadora musical de primer orden.
Basta mirar la composición de sus miembros para conocer la historia del país. Formada en sus primeros tiempos casi en su mitad por músicos procedentes de los territorios del desaparecido Imperio Astro-Húngaro, ha ido nutriéndose por otros de la ex Unión Soviética, Europa del Este, nacidos en Israel e incluso algunos estadounidenses. Desde el punto de vista administrativo, aún conserva una estructura propia del Israel socialista en sus orígenes, y continúa siendo una cooperativa.
No ajena a los conflictos de la región, la orquesta tocó en Alemania por primera vez en 1971, en el Festival de Berlín, y en la frontera del Líbano durante la guerra de 1982, ante una audiencia formada por árabes e israelíes.
Wagner continúa siendo la “asignatura pendiente” dentro del repertorio de la orquesta. No por falta de interés de su director[2], sino por las exigencias del público.
Convencido de que un compositor tan importante no debía ser excluido, más allá de su infame posición antisemita, Mehta anunció planes en 1981 de ejecutar una selección de Tristán e Isolda como un encore. En la primera y única ocasión en que lo hizo, de inmediato se escucharon gritos de “Hitler”, “Nazi” y pese a otros de aprobación y la ovación de pie al final, se canceló el repetir el intento al conocerse la compra en bloque de boletos para impedir futuros conciertos.
Otra orquesta
Podría verse como parte de una respuesta al asunto Wagner la creación de la Orquesta del Diván de Oriente y Occidente, ideada por el músico Daniel Barenboim y el filósofo Edward Said en 1999, para reunir a jóvenes músicos palestinos, árabes e israelíes. Pero el proyecto va más lejos, y tiene como objetivo el constituirse en un foro para el diálogo y la reflexión sobre el conflicto israelí-palestino.
El 7 de julio de 2001 Barenboim interpretó en Israel un fragmento de una de las óperas de Wagner, lo que produjo una fuerte polémica que aún continúa.
La música de Wagner ha sido informalmente prohibida en Israel, en lo referente a los conciertos públicos, pese a que sus obras a veces son programadas en la radio y están disponibles a la venta.
Sin embargo, la Orquesta del Diván de Oriente y Occidente no tiene como objetivo fundamental interpretar la música de Wagner y no se propone un programa político.
Como ha declarado Barenboim a BBC Mundo, refiriéndose al taller que se realiza anualmente en Sevilla: “Este taller no tiene un programa político, no se trata de adoctrinar a nadie. Lo máximo que yo espero es que haya un intercambio abierto de ideas”.
En 2002, la orquesta se estableció definitivamente en Sevilla, y desde ese año también participan en ella jóvenes músicos españoles. Además de Europa y América, tocó por primera vez en un país árabe, Rabat, Marruecos, en agosto de 2003. Dos años después dio su primer concierto en un país del Oriente Próximo,  al actuar en la ciudad palestina de Ramala.
Desde el punto de vista musical, la Orquesta del Diván de Oriente y Occidente es una agrupación de jóvenes, que se reúnen anualmente, y carece incluso de músicos suficientes para formar una orquesta entera, por lo que cada año tiene que recurrir al talento local, de acuerdo al sitio donde actúe. Desde el punto de vista musical y de institución, no se coloca a la altura de una agrupación como la Orquesta Filarmónica de Israel.
Música y política
Uno de los discursos más conocidos de Goebbels fue realizado precisamente en la inauguración de un busto de Bruckner, en el Memorial Walhalla, cerca de Regensburg. Hay incluso una foto de Hitler contemplando la escultura del compositor.
¿Cuánto ha influido el hecho de que Bruckner escribiera sinfonías “difíciles”, aunque en la actualidad forman parte del repertorio habitual de las principales orquestas, y Wagner óperas?
Poco y mucho a la vez.
Si se considera que en las óperas de Wagner no hay personajes judíos ridiculizados —de hecho los judíos no aparecen— habrían menos motivos para rechazarlo que a Shakespeare con El mercader de Venecia.
Se ha señalado la presencia del antisemitismo en algunos de los personajes a los que estas obras se trata con desprecio o burla, y que los mismos guardan un gran parecido con las caricaturas de los judíos que circulaban en su época.
En este sentido, la ridiculización del personaje de Beckmesser —en la única ópera cómica de Wagner, Los maestros cantores de Nuremberg— se ha citado como ejemplo de antisemitismo. Pero en la ópera Beckmesser es un alemán cristiano y no un judío.
Ahora bien, lo que sí reflejan las óperas de Wagner —es más constituye su esencia— es una concepción de un pasado alemán fundamentado en mitos y tradiciones, donde hay razas inferiores y héroes germanos superiores. Por ello puede decirse que, ideológicamente, entronca directamente con el nazismo.
Separar la música de ese irracionalismo de la trama y los personajes a veces resulta difícil o imposible para muchos, porque precisamente la grandiosidad que identifica cualquier obra wagneriana es el reflejo musical perfecto de esa ideología. Difícil pero no del todo imposible, puede argumentarse también, ya que precisamente, y desde el punto de vista musical, los valores son superiores.
No es una opinión siempre compartida. Igor Stravinsky consideraba a Wagner un compositor tan vulgar, que de vivir en la época del cine estaría en Hollywood. Por supuesto que no lo dijo como un elogio, pero hoy podría verse como un elogio. Stravinsky también expresó en otra ocasión que Vivaldi solo había escrito un concierto, y que luego se había dedicado a repetirlo una y otra vez. Y hoy, definitivamente, lograr algo tan difícil puede interpretarse como un elogio, que no lo era.

[1] Para los interesados en conocer el fin del affaire Furtwängler, que no se muestra en la película, los estadounidenses actuaron rápido y lo exoneraron de culpa luego de saber que el director estaba en  trámites con los rusos, para pasar a la otra Alemania. Poco tiempo después, Furtwängler no solo podía dirigir en la Alemania ocupada por aliados sin problemas, sino que fue invitado a presentarse en Nueva York.

[2] Se anunció que Mehta concluiría su etapa como director musical de la orquesta en octubre de 2019, años después de publicado por primera vez este texto. Está previsto que Lahav Shani, de 29-años, conductor y pianista, pase a convertirse en su principal director en  2020,

Extremos musicales (II)


A partir de 1933 la política alemana fue moldeada en una forma operática, solo que era una mala opera, y no solo desde el punto de vista político sino también musical. 
Hitler quiso transformar el mundo en una ópera wagneriana, pero donde las banderas ondeantes y las exclamaciones del coro fueran más importantes que el sonido. 
De acuerdo al decir de muchos nazis, el hombre con el futuro mejor asegurado, cuando ellos finalmente conquistaran Inglaterra, era Winston Churchill. Según ellos, el Führer había comentado que le entregaría un castillo en que pudiera dedicarse libremente a escribir sus memorias y a pintar. Supuestamente Hitler valoraba a Churchill sobre todo como artista, porque él mismo se creía un artista.
“Tan pronto termine con mi programa para Alemania, tengo la profunda esperanza dentro de mi alma que me convertiré en el gran artista de esta época, y que los futuros historiadores me recordarán no por lo que he hecho por los alemanes, sino por mi arte”, le dijo Hitler al embajador británico en Berlín, Sir. Nevile Herderson, mientras se quejaba de que estaba cansado de la política y ansioso por volver a la pintura.
¿Habría cambiado el mundo si, como joven pintor, no hubiera sido rechazado por la Academia de Pintura de Viena en 1907?
Uno no puede dejar de hacerse la pregunta cuando se recorren las galerías del viejo edificio de la Academia en la capital austriaca, donde por otra parte cuelgan tantas obras académicas y de limitado valor.
La respuesta es no y por dos razones fundamentales. Hitler no era un verdadero artista y ni siquiera llegó a la categoría de pintor mediocre. Su ambición estética no era más que parte de un afán desproporcionado de gloria, que ni siquiera una verdadera vocación habría satisfecho. Lleno de envidia, odio y frustrado en su falta de capacidad creativa, era irremediable que se lanzara a la aventura del poder. 
Pero fue precisamente esa frustración la que convirtió a la verdadera cultura alemana en otra víctima del fanatismo nazi. Y a ese destino maldito estuvieron condenados no solo los pintores, escritores y músicos que tuvieron que emigrar, sino aquellos, vivos o muertos, cuyo arte fue “favorecido” por los nazis.
Y entre estos hay que contar a Wagner.
Cuando Furtwängler le pidió a Goebbels que por favor “tolerara” a los excelentes músicos judíos que formaban parte de la orquesta, este le respondió que no necesitaba las lecciones de ningún artista, porque el Nacional Socialismo no solo era la más moderna forma política por excelencia, sino que también representaba la más elevada forma artística.
Nada más alejado de la realidad.
En una ocasión Theodor Adorno dijo que los alemanes estaban dispuestos a morir en las guerras declaradas por Hitler, pero que igualmente habrían preferido morir que escuchar una ópera suya, en el caso que hubiera escrito alguna.
Ese intento, por medio del cual se encubre —de forma consciente o inconscientemente— debilidades, frustraciones o incompetencias de un área, a través de la búsqueda de gratificaciones en otra, es descrito en psicología como uno de los mecanismos de defensa que adopta la personalidad y se llama compensación. 
Usar la guerra y el afán de poderío mundial como una justificación para la frustración estética ayuda a comprender a Hitler, aunque por supuesto no lo justifica. 
Es también una explicación limitada.
Junto a ella hay que considerar las causas que hicieron que los alemanes lo siguieran. Y el arte, incluso en sus formas más elevadas, sirvió al Nacional Socialismo no solo como causa sino fundamental como un instrumento más de dominación.
Thomas Mann —un gran admirador de Wagner— reconoció que la misma cultura alemana que había creado al músico también había dado a Hitler, pero que las ideas de este último constituían una “fase distorsionada del wagnerianismo”, lo que le permitió afirmar que la reverencia del dictador por el artista estaba bien fundamentada, aunque era ilegítima.
Walter Benjamin distinguía entre la politización de la cultura y la “estetificación”  de la política. 
Si la primera de estas formas se aplica a los regímenes comunistas, la segunda es inherente al nazismo. 
Convertir a la política en una manifestación estética conlleva a un peligro fundamental: la moral no rige en el arte.
Cuando Barenboim y Said deciden nombrar a su proyecto la Orquesta del Diván de Oriente y Occidente, en referencia a un libro de poemas de Goethe, no hacen más que repetir un esfuerzo ensayado con anterioridad en Alemania tras el nazismo, pero con resultados limitados: el intento de sustituir una cultura, considerada “mala” por otra adoptada como “buena”. Aunque en este último caso los fines y propósitos resulten encomiables.
La vuelta a Goethe tras el nazismo no aseguró el impedir las posibilidades del  resurgimiento de una ideología tan nefasta, sino las medidas políticas adoptadas.
Es así como se entiende —en parte— la renuencia en Israel a permitir la ejecución pública de las obras de Wagner; por considerarlas demasiado vinculadas aún con el nazismo y el Holocausto. Pero es también una muestra de la limitación de esa política.
Al reclamo de Adorno, que llamó bárbaro cualquier intento de escribir poesía después de Auschwitz, la mejor respuesta fueron los poemas de Paul Celan.
La poesía ha seguido existiendo tras el Holocausto, la música de Wagner también. No solo por su grandeza sino fundamentalmente por su debilidad. Escuchar a Wagner, por sí solo, no convierte a nadie en nazi.
La memoria es selectiva y temporal. 
Aunque Bruckner nunca estuvo vinculado al antisemitismo y murió varios años antes del surgimiento del nazismo, al finalizar la Segunda Guerra Mundial su música dejó de escucharse fuera de Alemania, por su asociación con los actos del Tercer Reich. 
No es que fuera rechazada, sino que se prefería no recordarla. En décadas recientes ha vuelto a incorporarse al repertorio y cada vez menos recuerdan o conocen esa asociación,
En buena medida ha contribuido a ello la existencia tranquila que llevó el compositor.
El mito en Wagner no se limita a sus temas, sino formó parte de su presencia artística y personal.
Bruckner, por su parte, era un músico laborioso pero de aparición tardía —su trabajo como compositor se empezó a conocer cuando tenía unos 40 años, y ya viviendo en Viena —una ciudad donde nada lo recuerda especialmente— y sin datos a destacar en su biografía salvo su música. No hubo amantes ni reyes detrás de él.
Los ideólogos nazis tuvieron que presentar a Bruckner como otra víctima de la burguesía y la crítica judía —dato falso: si bien el compositor tuvo detractores, también contó con el apoyo de célebres directores de su época, como Arthur Nikisch y Franz Schalk— y a destacar su ascendencia alemana. Se pasó por alto su catolicismo —el protestantismo alemán había apoyado a Hitler desde sus inicios— y se habló entonces de su profunda espiritualidad y que “creía en Dios” de una forma generalizada. Como austríaco, el músico ejemplificaba además la idea del pangermanismo nazi.
Para Hitler, la identificación con el compositor tenía también un aspecto personal: al considerar que el músico había sido ignorado por los judíos que se habían apoderado de Viena, lo equiparaba a otro artista menospreciado por igual élite: él.
Pero todas estas tergiversaciones duraron lo mismo que el nazismo. Al terminar el régimen, lo único que quedaba era que, después de muerto, su música fue  utilizada para propósitos que nunca pasaron por la mente del compositor.
En su vida siempre sosegada, Bruckner no despertó las pasiones de Wagner. Tras su muerte tampoco.
Ahora la Orquesta Filarmónica de Israel recorre el mundo interpretando su Octava Sinfonía. No la Séptima, aquella en que las trompas wagnerianas tocan a lamento de muerte, primero por Wagner, luego por Hitler. Para los oyentes actuales, lo que sobrevive es la música.

lunes, 2 de diciembre de 2019

«The Irishman»: el cine del futuro está aquí


The Irishman es quizá el filme más político de Martin Scorsese. Eso es lo primero que me sorprendió —en particular por sus referencias a Cuba, obligadas por otra parte por la época que desarrolla—, pero no es lo más importante en ella. El mérito —estoy tentado a decir extraordinario— que tiene, es ser una película hecha para ver en casa. 
Richard Brody destaca el hecho en The New Yorker y no creo que el detalle escape a quien esté habituado a ver cine en cualquiera de las formas posibles, dentro y fuera del hogar. 
Creo que en este y muchos otros sentidos le habría encantado a Guillermo Cabrera Infante, que siempre intentaba descubrir el “cine del futuro”, y quien en las dos últimas décadas de su vida veía sobre todo películas por televisión y coleccionaba las grabaciones que hacía de ellas.
Por cine en casa no me refiero ni a las películas hechas para la televisión ni a las muchas que a diario veo por esta o en la computadora y cuyos creadores jamás  imaginaron que tendrían esa oportunidad; mucho menos a esas otras que con un presupuesto y público más o menos limitados saben que nunca llegarán a las salas.
Esto es algo distinto: Netflix no es un nuevo Hollywood, pero sus recursos económicos la han convertido en una gran productora similar a las de antaño. Falta ahora esperar a los Oscars, donde desde el punto de vista estrictamente comercial se afianzará o limitará la tendencia, pero de entrada The Irishman apuesta duro hacia la premiación.
Varios son los aspectos que hacen de The Irishman un producto artístico que solo se puede apreciar por completo en la comodidad de la casa, y el principal de ellos no es su duración.
Aunque la extensión de tres hora y media implica en nuestros días cierto reto a permanecer sentado en una luneta, se han hecho muchas cintas más largas y cuando el cine buscaba competir con la televisión por todos los medios posibles surgieron películas que imitaban las óperas, con obertura, dos partes e intermedio. Hay también ejemplos de obras mucho mayores que su excepcional longitud no impide un reconocimiento. Sin embargo, siempre los productores de Hollywood priorizaban en sus escritorios no solo los lápices gastados de los escritores sino también los bolígrafos para revisar las cuentas y las tijeras de edición.
La necesidad de ponerse cómodo para ver The Irishman tiene que ver más bien con la forma narrativa que emplea Scorsese, donde la recreación no solo es de época sino de su propio estilo y el de los actores principales.
Asistimos entonces no a “una película dentro de una película”, sino a una que contiene muchas anteriores, sin hacerlo nunca explícito en la trama aunque sí en la composición: en donde no solo se recrean momentos a partir del guión y la visión del director, sino en la que esta recreación nos remite a códigos conocidos por películas anteriores del realizador o gestos y miradas usados una y mil veces por los actores. 
Por supuesto que la utilización repetida de códigos de dirección y actuación no es nueva en el cine, pero la particularidad aquí es que dicho ejercicio se ha realizado de forma tal que sea completamente consciente en el espectador; al punto que uno puede por momentos realizar asociaciones a primera vista sorprendentes (con Silence, por ejemplo). 
Ello convierte a Scorsese no solo en uno de los cineastas más literarios que ha tenido el cine; además en el creador de una narrativa cinematográfica muy cercana a la novela actual.
Tal narrativa y extensión no dejan de encerrar peligros. Aunque Scorsese los evade casi todos, no se libra de secuencias donde la palabra y la imagen se sobreponen con redundancia (el ajusticiamiento de dos soldados alemanes durante la Segunda Guerra Mundial en Italia).
Y es que el realizador no se limita a mostrar o recrear. Scorsese adolece de un pecado original de culpa y expiación debido a su fe católica. Ese catolicismo presente en la cinta —no solo en confesiones y rezos— es su mayor debilidad.
The Irishman destaca también por el empleo inteligente de los recursos digitales, como para absolver al cine de tanto desperdicio en boberías con el empleo de los efectos especiales. 
Aquí no es solo la transformación de los actores a lo largo de tres décadas —el hitman Frank Sheeran (Robert De Niro), el mafioso Russell Bufalino (Joe Pesci) y el líder sindical Jimmy Hoffa (Al Pacino)—, sino en todo el trabajo de recreación de época.
La presencia de estos tres actores en The Irishman lleva a comparaciones algo forzadas. Si Pacino deslumbra desde que aparece, porque su personaje es exuberante y enfático —el típico orador estadounidense—, cuando termina la película uno comienza a valorar más la actuación de Robert De Niro, repitiendo un papel que ha hecho mil veces, y a encontrar sutilezas en los momentos en que aparece como anciano, algo que solo un gran actor puede alcanzar. Ocurre al igual con Pesci, solo que en su caso por la vía contraria a Pacino: su contención benévola de un personaje siniestro resulta ejemplar. 
Mencionar al final los aspectos políticos en The Irishman es resistirse a la tentación del momento. Scorsese no mezcla los acontecimientos de la política nacional e internacional con las trifulcas y asesinatos de la mafia. Tampoco presenta a sus personajes en un background político. No estamos ante un ejercicio similar a las novelas que hicieron famoso en su momento a John Dos Passos. 
Todas las trapacerías y las muertes en The Irishman están tan intrincadas, que las viviendas —incluida la Casa Blanca— se comunican por los traspatios. Y uno de esos traspatios está en Miami y lleno de cubanos.

lunes, 18 de noviembre de 2019

Farsa y desolación entre Cuba y Miami


Entre el atrincheramiento del pabellón geriátrico, que persiste en monopolizar el poder en Cuba, y las medidas del gobierno de Estados Unidos para provocar la algarabía del gallinero trumpista en Mami, transcurren las relaciones entre Washington y La Habana.
Más de cien grupos opositores suscriben en Miami el ‘Acuerdo por la Democracia en Cuba’”. Ante un titular tan luminoso uno espera al menos la Caída de Troya, el ejército napoleónico, las nunca presentes divisiones del Papa, la guerra de los tomates. Pero no, nada de ello ocurrirá. Simulación y engaño.
En esta ciudad algunos de los llamados “líderes del exilio” saludaron con el habitual blablablá la cancelación de los vuelos de las aerolíneas estadounidenses hacia diversos destinos en Cuba, salvo La Habana. En las afueras del restaurante Versailles hubo gritos de entusiasmo. Lástima que ni los líderes ni la chusma diligente reclamaran pastelitos y croquetas a los “charteadores”, que continuarán devolviéndonos y arrancándonos del nativo suelo.
Más fraccionada que nunca. Estancada en sus propósitos. Sin apoyo y reconocimiento dentro de la población y con una proyección que intenta definirse apenas bajo el oportunismo de la arena internacional, la oposición cubana transita una de sus horas más bajas. 
A ello se añade —o lo antecede— que el régimen de La Habana no cesa en su objetivo de reprimir cualquier intento opositor, e impedir que el rechazo a su gestión trascienda al reducido ámbito del comentario hogareño, entre amigos o vecinos de confianza: las calles no han dejado de ser de Fidel; cabe agregar, por supuesto, desgraciadamente.
Nacida con independencia de Washington, la palabra “disidencia” tuvo un reconocimiento inicial para significar una posición contestataria pero no contrarrevolucionaria. La persistencia con la que llegó a abarcar todas las manifestaciones de oposición la convirtieron en una especie de portmanteau word  ideológica, que definía al vocablo no por su valor en sí sino por los atributos políticos que se le añadían. Ello se ha perdido hoy día.
La separación que implicaba disentir se ha convertido en ruptura total. Y sin embargo, quienes practican esta postura no se preocupan por definirse como “contrarrevolucionarios”, “nuevos revolucionarios” o “restauradores”. O lo que sería mejor aún, conservadores en el mejor sentido de la palabra: una definición que los alejaría de reaccionarios.
Sin embargo, en cuanto a imagen en el exterior, continúan enfrentado el mismo  problema: el argumento del dinero utilizado para demonizarlos a todos, aunque resulte injusto generalizar en cuanto a la recepción y el empleo de fondos que provienen de Washington o de Miami.
Imposible romper el círculo vicioso, que solo admite criterios ideológicos, cuando no se encierra en el simple fanatismo. El tratar de silenciar las críticas respondiendo a que sirven a los fines de La Habana es repetir la vieja táctica de aprovecharse de la conveniencia política para obtener objetivos personales. En uno y otro sentido, todo lo justifica el odio al enemigo.
Un ejemplo de ello es la continuación, en su andanza impúdica, de ese engendro gubernamental llamado Radio y TV Martí, cuya definición mayor transcurre de escándalo en escándalo, al estilo de telenovela latinoamericana: con la emoción y el desaire de cada nuevo capítulo.
Así el colocarse entre dos abismos conlleva una situación difícil. Si la desfachatez de unos supuestos opositores —cuyo mayor reclamo es la negativa del régimen a un nuevo recorrido por diversos países y el verse privados de los postres tras cualquier conferencia internacional— no es razón suficiente para abandonar la crítica constante a la situación en Cuba, tampoco el desmadre perenne en la isla debe convertirse en excusa que justifique a cualquiera que aparente rechazar aquello;  bajo esa farsa donde cada seis meses el último cómico de bodega acude a reclamar la bandera del anticastrismo.
Si el cuentagotas de las torpes medidas de Trump no llega siquiera a la época de George W. Bush —ese expresidente que ayer fuera venerado por el exilio y hoy está olvidado—, uno además  se lamenta que el actual destino de Cuba se resume en la palabra torpe de Díaz-Canel o el gesto avieso de Raúl Castro. Ningún consuelo, ninguna esperanza por parte alguna.

martes, 12 de noviembre de 2019

Sobre la caída de Rivera y Ciudadanos


En España la vida nunca es fácil para los partidos que definen al centrismo como su razón de existir. En parte por el propio carácter español, que tiende al extremo, la reacción emocional y el exabrupto; en buena medida por el propio sistema electoral, que favorece a los partidos mayoritarios, aunque ahora menos que años atrás. La realidad es que más de uno de aquellos que han buscado romper la bipolaridad ideológica, ha terminado en el fracaso. Brillaron en un momento, atrajeron a intelectuales de peso, escritores de talento, analistas brillantes, tecnócratas destacados, economistas de mérito, y terminaron en nada. Un historial que ya es largo: UCD en 1982, CDS a comienzos de 1990, UPyD entre 2011 y 2015. Ahora Ciudadanos se suma a esa lista.
Aunque por otra parte, la situación no indica necesariamente una excepcionalidad española. Partidos similares, los liberales alemanes, británicos o suecos, obtienen resultados entre el 5% y el 15% del voto. Hay momentos en los que parece que su papel será destacado, como quizá ocurra en la próxima elección británica, pero luego retornan a una función menor, que los diferencia poco de lo que les ocurre a los partidos centristas en Portugal, Italia y Grecia: ni gobiernan, ni influyen, ni existen.
Solo que en el caso de Ciudadanos, hay ciertas peculiaridades propias, que explican tanto su auge como su caída. Construido a imagen y semejanza de su líder, Albert Rivera, es muy posible que no sobreviva a la renuncia de este, que se produjo tras la debacle electoral que deja al partido con solo 10 escaños de los 57 que tenía en el Congreso. Aunque aún sus miembros pueden albergar esperanzas gracias a la existencia de figuras como Inés Arrimadas, Luis Garicano y Begoña Villacís. No, en última instancia Cs no es UPyD, donde tras Rosa Díez había figuras de renombre intelectual, como Fernando Savater y Mario Vargas Llosa, pero de poca —o pobre— trayectoria política.
Su propio origen terminó limitando a Ciudadanos-Partido de la Ciudadanía (Cs). Nació en Cataluña como un partido moderno que preconizaba la eficiencia y honestidad, con una vocación ideológica liberal[1] moderada y radicalmente opuesto al nacionalismo catalán. Este anti nacionalismo local le sirvió para ganar popularidad y prestigio desde el estallido del conflicto, pero al mismo tiempo terminó por ofuscar su identidad cuando terminó por acercarlo a un ultranacionalismo español. Ahora ha sido víctima también de la fagocitación perenne que siempre ha dominado la política española —sea Podemos hacia el PSOE o Cs hacia el PP— y la aparición y el sorpresivo auge de Vox le ha pasado la cuenta: para los españoles más preocupados agresivos contra el nacionalismo catalán —que solo mira su ombligo y es más agresivo aún— lo que se ha dado en llamar “ultraderecha española” ofrece mayor consuelo emocional y esperanza.
Quizá fue el triunfo lo que le tendió la mayor trampa a Rivera —y esto es alarmante porque en una cuerda floja similar lleva transitado desde hace algún tiempo Sánchez y puede terminar cayendo también—, aunque era muy difícil resistir la tentación. Cuando tras la votación del 28 de abril vio que apenas 220.000 votos separaba a su agrupación del Partido Popular (PP), el sueño de liderar el bloque conservador se convirtió en su única meta: la tentación del sorpasso fue demasiado fuerte.
Una doble pena porque en más de una ocasión Ciudadanos había ejercido la función para la que parecía destinado, el de ser un partido bisagra. Si tras la elecciones autonómicas y municipales de 2015, Ciudadanos apoyó la investidura de los candidatos de los partidos más votados, pero que no tenían mayoría suficiente —el PSOE en Andalucía y el PP en Madrid, La Rioja, Murcia y Castilla y León—, en febrero de 2019 declaró que no pactaría ni con Pedro Sánchez ni con el Partido Socialista Obrero Español (PSOE) tras las elecciones generales, si bien esta decisión se circunscribe solo a La Moncloa, y no afectaba a los gobiernos autónomos y municipales. Esta posición la mantuvo Rivera hasta vísperas de la repetición electoral, que acaba de ocurrir, y ante un fuerte retroceso en las encuestas. Entonces rectificó y se mostró dispuesto a pactar con Sánchez si tras el 10 de noviembre la derecha no tiene números para gobernar (lo que acaba de ocurrir).
En el tránsito de ser un partido liberal en lo económico, progresista en causas sociales como la igualdad de género y los derechos de las mujeres, centrista, europeísta y moderado, Ciudadanos terminó no solo buscando la supremacía dentro de la derecha sino representar la crispación en torno al conflicto catalán que agrupa a los partidarios de Vox. Pero falló en todos estos objetivos y ahora ya no está al borde del abismo sino en lo hondo del precipicio.

[1]Según la acepción que este término tiene en la política europea, que se diferencia de su uso en la política estadounidense.

lunes, 11 de noviembre de 2019

Cuando a EEUU le pagan con la misma moneda


Hay un viejo chiste sobre la política exterior norteamericana.
“¿Por qué nunca se ha producido un golpe de Estado en Estados Unidos?”.
“Porque en Washington no hay embajada estadounidense”.
Uno de los problemas que enfrentamos quienes no solo no somos partidarios de la presidencia de Donald Trump sino que tampoco tenemos simpatía alguna —la más mínima— hacia la figura del mandatario, es que una simple mirada al pasado de EEUU nos lleva a la conclusión que Trump no está solo —incluso puede afirmarse que no es el peor— en el largo historial de abusos, injusticias y actos criminales cometidos por esta nación contra diversos países (por limitar el asunto a la arena internacional).
Hasta el momento, y a los efectos de las comparaciones, la presidencia de George W Bush resultó peor que la de Trump, al llevar a este país a una guerra innecesaria con Irak —un conflicto que ha producido más de un millón de muertes— y utilizar informes falsos y tergiversaciones en el intento de lograr el apoyo de la ciudadanía estadounidense y mundial en su desenfreno bélico; y esta campaña se llevó a cabo con pleno conocimiento de que se estaba mintiendo.
A la hora de un impeachment —y repito: “hasta el momento”— Bush hijo lo merecía más que Trump, lo que por otra parte no libra de culpas al segundo.
Pero tanto el hackeo ruso como la subsiguiente polémica y la nueva “investigación a la investigación” han ocurrido bajo la mirada divertida de aquellos que disfrutan viendo a EEUU quejarse por algo que ha hecho muchas veces.
La intervención en procesos electorales ajenos ha sido un componente importante de la política exterior de Washington durante mucho tiempo, dejó claro la BBC hace tiempo en uno de sus reportajes, pero en general es de conocimiento público.
Si se considera que expulsar del poder a un mandatario democráticamente electo es la mayor intervención posible, ahí están los casos de Jacobo Arbenz, en Guatemala, Salvador Allende, en Chile, o Joao Goulart, en Brasil, solo por mencionar algunos ejemplos.
Durante años, EEUU actuó para evitar la elección de Salvador Allende en Chile.
Incluso si solo se toman en cuenta los casos en los que los documentos desclasificados han confirmado la mano estadounidense en golpes de Estado, como en los arriba mencionados, la lista es extensa.
La mayor parte del tiempo los servicios de inteligencia que tratan de influir en procesos electorales ajenos —un interés que de ninguna manera es exclusivo de las agencias estadounidenses— operan durante la fase de campaña.
Si se acepta como indicador de interferencia la provisión de apoyo financiero, sea a candidatos oficialistas o de oposición —algo que prohíbe la legislación de muchos países, incluido EEUU— el número de intervenciones ilegales de Washington crece significativamente.
La CIA ha intervenido abiertamente en numerosos procesos electorales.
“Según mis cálculos, se han producido más de 30 casos de flagrante interferencia de Washington en elecciones extranjeras desde el final de la II Guerra Mundial”, estima el historiador William Blum, autor de La CIA: una historia olvidada y Estado paria: una guía al único superpoder del mundo.
Blum, un conocido crítico de la política exterior estadounidense, reconoce que ese es un cálculo “conservador”, que tampoco da cuenta de todas las operaciones encubiertas de la CIA.
EEUU actuó para tratar de manipular procesos electorales ajenos con mayor o menor grado de éxito, tal y como lo hizo Moscú en las últimas elecciones presidenciales de EEUU.
Italia, 1948
Las elecciones italianas de abril de 1948 son ampliamente consideradas como la primera intervención en los asuntos de otro país de la CIA, la Agencia Central de Inteligencia de EEUU.
Según Blum, en 1947 EEUU obligó al gobierno italiano a despedir a todos los comunistas y socialistas que integraban el primer gabinete de la posguerra a cambio de la promesa de mayor ayuda económica estadounidense.
La CIA hizo todo lo que estuvo a su alcance para evitar la llegada de los comunistas a Il Quirinale.
“Y a partir del año siguiente, y durante décadas, cada vez que los comunistas, ya fuera en alianza con los socialistas o por su cuenta, amenazaban con derrotar a la Democracia Cristiana apoyada por EEUU, la CIA empezó a emplear todos los trucos (sucios)” con el fin de evitarlo, se lee en Estado paria.
El historiador acusa a EEUU de haber descargado sobre los italianos “sus grandes armas de guerra económica, política y psicológica, al tiempo que financiaba encubiertamente a los candidatos democristianos”.
Varios documentos desclasificados por el Archivo Nacional de Seguridad parecen sustanciar algunas de esas acusaciones.
“Una única cosa está en juego en estas elecciones: si Italia continuará siendo un país libre o si será sujeto de una dictadura totalitaria controlada por Moscú”, se lee en un documento Top Secret dirigido al Secretario de Estado George Marshall, fechado el 29 de marzo de 1948.
“Estamos haciendo todo lo posible para apoyar a los elementos democráticos moderados en Italia sin dar la impresión de interferir en los asuntos internos”, se afirma.
Washington miraba con mucha sospecha al líder comunista italiano Palmiro Togliatti,
En el memorándum también se explica que se le ha dejado en claro a los italianos que un voto a favor de los comunistas les privaría de los beneficios del llamado “Plan Marshall” y que “están eligiendo entre democracia y dictadura”, al tiempo que se admite abiertamente que la devolución de Trieste y la admisión de Italia a la ONU se están utilizando para meter presión.
Aún hoy la CIA se sigue oponiendo a la desclasificación de los documentos sobre sus acciones encubiertas en Italia durante 1948, al punto de que el Archivo Nacional de Seguridad entabló una demanda legal en agosto de 2000 cuestionando la excusa de “seguridad nacional”.
En 2014, sin embargo, un antiguo jefe de la oficina de la CIA en Roma no tuvo problemas en reconocer públicamente el importante rol jugado por la agencia en la política italiana durante esos años.
“Sin la CIA, el Partido Comunista Italiano (…) seguramente habría ganado en las elecciones de 1948”, escribió Jack Devine en su libro de memorias Good Hunting.
Chile, 1964 y 1970
El rol de EEUU en el derrocamiento del presidente chileno Salvador Allende, depuesto por un golpe de Estado el 11 de septiembre de 1973, es de sobra conocido.
Pero mucho antes de eso la CIA trabajó en contra del candidato socialista en las elecciones de 1964, en las que resultó derrotado, y también en los comicios de 1970, en los que resultó vencedor.
Según documentos de la CIA desclasificados por el Archivo Nacional de Seguridad  (NSA) en 2004, la agencia de inteligencia estadounidense gastó un total de $2,6 millones en apoyo directo a la campaña del principal rival de Allende en las elecciones de 1964, y futuro ganador, Eduardo Frei.
“$3 millones adicionales fueron gastados en actividades de propaganda anti-Allende diseñadas para asustar a los votantes y alejarlos de su coalición, el Frente de Acción Popular (FRAP)”, se lee también en el resumen de los documentos desclasificados del NSA.
La lista de métodos considerados por la CIA en uno de ellos —un memorando fechado 1 de abril de 1964— incluyen “comprar votos directamente, de ser necesario” y “operaciones especializadas de propaganda, algunas de las cuales serán propaganda negra, para denigrar a Allende”.
Según un memo fechado en marzo de 1969, la CIA aprobó planes valorados en cientos de miles de dólares para tratar de influir en las elecciones parlamentarias de marzo de 1965 y marzo de 1969.
Y un año después el llamado “Comité 40”, presidido por Henry Kissinger, recomendó apoyar “operaciones encubiertas diseñadas para reducir la posibilidad de una victoria del candidato de la Unidad Popular en las elecciones presidenciales de septiembre de 1970”.
Blum describe en Estado Paria lo que considera “una operación multifacética y multimillonaria de la CIA”, que no evitó, sin embargo, la victoria del candidato en cuestión, Salvador Allende.
Luego vendría el golpe de Estado.
Rusia, 1996
Asesorar no es lo mismo que hackear y publicar los correos electrónicos de uno de los partidos en contienda, que es de lo que la inteligencia estadounidense, el “Informe Mueller” y un informe del Comité de Inteligencia del Senado de EEUU acusan a Moscú, pero Washington puede haber jugado un rol clave en la victoria de Boris Yeltsin en las elecciones de 1996.
El mérito, en cualquier caso, lo han reclamado tres consultores estadounidenses —George Gorton, Joseph Shumate y Richard Dresner— quienes asesoraron la campaña de reelección del presidente ruso en secreto.
En una entrevista a la revista Time, publicada luego de las elecciones, los tres expertos afirmaban haber modernizado la operación y, sobre todo, logrado convencer al equipo de Yeltsin de hacer campaña negativa en contra de sus candidatos comunistas.
Y aunque la importancia de su rol fue públicamente minimizada por la jefa de campaña del mandatario ruso, su hija Tatyana Dyachenko, y Blum mismo reconoce que no es posible saber qué tan decisivos fueron, el historiador estadounidense también destaca un dato que explica su inclusión en esta lista.
“Aunque los estadounidenses trabajaban a título independiente, el gurú político del presidente Clinton, Dick Morris, actuaba de intermediario con la administración”, asegura Blum en Estado Paria.
“Y el mismo Clinton le dijo a Yeltsin en marzo que quería ‘garantizar que todo lo que EEUU hiciera tuviera un impacto positivo’ en la campaña electoral rusa”, agrega.
Con eso en mente, afirma Blum, los consultores estadounidenses en Moscú prepararon un encuentro Clinton-Yeltsin en abril que le permitiera al mandatario ruso “plantarle cara a Occidente”, tal y como el Partido Comunista —su principal adversario— prometía hacer.
Yeltsin terminaría venciendo a los comunistas en la primera vuelta por una diferencia del 3%, para asegurarse luego la reelección en el balotaje 54% a 40%.
De todos lados
No hay que olvidar que buena parte de estas acciones se produjeron dentro del clima creado por la Guerra Fría, y que, por su parte, la Unión Soviética actuaba en igual sentido con todo tipo de recursos, desde económicos hasta de cualquier tipo.
Obviamente, mandatarios que con su comportamiento o declaraciones claramente favorecen a un lado en unas elecciones o en un referendo en un país ajeno, no son nada extraño, ni nuevo. Pero en muchas ocasiones EEUU hizo mucho más que eso en distintas partes del mundo, y la pregunta todavía vigente es si estamos hablando de un capítulo cerrado de la historia o una página abierta.

El «Bolsonaro boliviano»


“La Biblia volverá al Palacio de Gobierno”.
Luis Fernando Camacho repitió esa frase rodeado de multitudes durante las últimas tres semanas, informa la BBC.
Hace seis meses no muchos en Bolivia conocían a este dirigente opositor de 40 años, pero hoy por hoy es uno de los principales protagonistas de la movilización que forzó la renuncia de Evo Morales el domingo.
No fue candidato en las elecciones de 20 de octubre señaladas de fraudulentas. Sin embargo, se dio el lujo de ingresar al viejo Palacio de Gobierno de La Paz y depositar allí una Biblia pocos minutos antes del anuncio de dimisión de Evo.
Gestos como ese y sus constantes menciones al “poder de Dios” no han pasado desapercibidos en el país y, en medio de una enorme crisis política, Camacho ya fue tildado como el “Bolsonaro boliviano”, en referencia al presidente de derecha de Brasil.
Es un político que dice que no hace política, al que se atribuye el uso de un discurso conservador y a la vez carismático, proveniente de las élites empresariales y que cada vez que se dirige a las multitudes que lo apoyan invita a elevar una oración al "todopoderoso".
“El presidente”
Luis Fernando Camacho ejerce el papel de presidente del Comité Cívico Pro Santa Cruz, una entidad que en la ciudad más poblada de Bolivia y bastión histórico de la oposición contra Evo es denominada el “gobierno moral de los cruceños”.
En concordancia con aquel apelativo, durante las últimas tres semanas de protestas a lo largo del país, el dirigente opositor era presentado en Santa Cruz como “el presidente”.
Hijo de empresarios, su carrera para obtener un puesto de reconocimiento entre la institucionalidad cruceña fue veloz, al igual que lo fue su irrupción en la escena nacional.
En su última aparición en su ciudad, en uno de los varios cabildos contra Evo Morales que se organizaron, Camacho irrumpió en escena acompañado de una imagen de la Virgen María y con una cruz como telón de fondo.
Los comités cívicos en Bolivia aglutinan a diferentes sectores de las principales ciudades del país, entre ellos empresariales, gremiales y barriales.
El bloque de Santa Cruz fue uno de los mayores dolores de cabeza para Morales en sus 13 años, nueve meses y 18 días de mandato.
El más radical
Cuando las elecciones en Bolivia del 20 de octubre pasado comenzaron a ser duramente cuestionada por múltiples sectores del país, Carlos Mesa era considerado el llamado a dirigir la movilización opositora.
El candidato y expresidente quedó segundo en la votación y desde el primer momento denunció un “fraude gigantesco” y reclamó una segunda vuelta contra Morales, quien se declaró ganador en la primera, defendiendo la validez del conteo oficial hecho por el Tribunal Supremo Electoral.
En un primer momento, toda la oposición boliviana y grupos detractores de Evo se alinearon al pedido de Mesa de balotaje.
Sin embargo, Camacho aumentó la apuesta.
El líder cívico pasó de exigir la segunda vuelta a reclamar e incluso dar un ultimátum al presidente para que renunciara.
Más de un referente opositor, entre ellos muchos del bloque alineado con Mesa, criticó esa la acción y la calificó en su momento de desmedida e imposible.
Un cruceño en La Paz
Después del ultimátum y la inédita redacción de una propuesta de carta de renuncia “para que Evo Morales la firme”, Camacho anunció que aterrizaría en La Paz para entregar la misiva en la casa de gobierno.
Casi tres días de suspenso rodearon al intento del líder opositor hasta que finalmente logró aterrizar en suelo paceño.
Miles de personas lo recibieron en el aeropuerto el miércoles pasado, y un día después protagonizó escenas muy pocas veces vistas en la historia de Bolivia.
Camacho fue recibido y aclamado en La Paz por campesinos, indígenas y cocaleros.
Campesinos, indígenas y productores de coca rebeldes recibieron a Camacho y lo aclamaron en La Paz.
Santa Cruz jugó históricamente un papel de contrapeso político frente a los paceños y aquello provocó que en más de una oportunidad las fricciones regionales marcaran la agenda del país.
En esta ocasión, y pese a su discurso conservador, Camacho vitoreó a voz en cuello los nombres de los viejos bastiones de Morales en los que se multiplicaron las protestas. Abrazó a mujeres de pollera y aceptó un collar hecho con hojas de coca.
No demoró en multiplicarse el apelativo con el que se bautizó al opositor, “Macho Camacho”, ante la incredulidad y el repudio de organizaciones sociales y colectivos feministas que lo tildan de misógino y ultraderechista.
El “Bolsonaro boliviano”
Por su discurso, a Luis Fernando Camacho se le compara con el presidente de Brasil, Jair Bolsonaro.
“En línea con otros representantes de la nueva derecha regional, como el presidente brasileño Jair Bolsonaro, Camacho maneja un discurso con muy fuerte anclaje religioso”, indica la periodista Mariela Franzosi.
En un análisis sobre la figura opositora, la autora indica que el cívico sostiene “un discurso que, aunque intenta asociarlo con ‘la paz y unidad del pueblo boliviano’, termina cargado de racismo, odio de clase y provocación”.
Julio Cordova, sociólogo boliviano especializado en movimientos evangélicos, indicó que Camacho “legitima su postura autoritaria con el discurso religioso al estilo de Bolsonaro”.
“Camacho sostiene un discurso que, aunque intenta asociarlo con ‘la paz y unidad del pueblo boliviano’, termina cargado de racismo, odio de clase y provocación”, dice la periodista Mariela Franzosi.
El investigador sostiene que el dirigente cívico que en estas horas vive momentos de apogeo es “una expresión de la derecha protofascista” boliviana.
En su momento de victoria, minutos después de que Morales dimitiera, volvió a mostrar un crucifijo entre las manos.
Dice que no va a ser candidato y que cuando termine su dirigencia cívica volverá a sus negocios.
Pero a estas alturas en Bolivia es difícil disimular que un nuevo líder que se encuentra en las antípodas ideológicas del indigenismo y la izquierda reinante hasta ayer acaba de surgir.

miércoles, 6 de noviembre de 2019

Popularidad de Trump sigue estable, pero baja, entre los latinos


El presidente Donald Trump continúa manteniendo un apoyo estable entre sus partidarios de origen latino[1] con relación a cómo era percibido en 2016, de acuerdo a una nueva encuestadada a conocer por Telemundo, informa el diario digital Politico.
Sin embargo, ese porcentaje de aprobación lo muestra rezagado por amplio margen en comparación con los aspirantes demócratas a la candidatura presidencial.
A nivel nacional, el 25% de los latinos dice que votaría para reelegir a Trump, una ligera caída del 28% que la mayoría de las encuestas de salida mostraron el voto por él en 2016, mientras el 31% aprueba su desempeño laboral. En comparación, el 64% de los latinos en general dice que votaría para reemplazar al presidente, y el 57% apoya el proceso de juicio político (impeachment) y la destitución de su cargo.
El 54% de los encuestados latinos, que se identifican como independientes, dijo que votarían para reemplazar a Trump con un demócrata.
El 25% de los latinos que reelegirían al presidente está más o menos en línea con el desempeño de Trump en 2016 y el de Mitt Romney cuatro años antes. El presidente se ha mantenido estable entre los latinos a pesar de su dura retórica antiinmigrante y sus políticas controvertidas, como las separaciones familiares en la frontera.
Si bien los resultados del sondeo no son favorables para Trump en un sentido amplio, su capacidad para mantener un apoyo relativamente nivelado entre los latinos podría ser crucial en las elecciones de 2020. Varios líderes latinos han advertido a los demócratas que aumenten su alcance a los latinos, que están en camino de convertirse en el mayor bloque de votantes “no blancos” elegibles para 2020.
La encuesta también encontró a Joe Biden liderando el grupo demócrata con votantes latinos con un 26% de apoyo, seguido por el senador de Vermont Bernie Sanders con un 18%.
Sanders obtiene resultados relativamente buenos en las encuestas realizadas a los latinos. Pero según la encuesta de Telemundo, casi dos tercios de los latinos dijeron que no votarían por un candidato que se describiera a sí mismo como “socialista”. Sanders se identifica como un socialista democrático.
La senadora de Massachusetts Elizabeth Warren quedó en tercer lugar con un 10%. El resto de los aspirantes no alcanzó los dos dígitos. El margen de error para la votación primaria demócrata es de 4.1 puntos.
En particular, la encuesta de Telemundo encontró que el 36% de los latinos demócratas están indecisos en las primarias.
Entre todos los encuestados, siete de cada 10 dijeron que la retórica de Trump ha alentado el sentimiento anti inmigratorio, el racismo o la discriminación en EEUU. Y una mayoría, 54%, dijo que la política de separación familiar de Trump en la frontera desalienta la inmigración.
La encuesta fue realizada por Mason-Dixon Polling & Strategy entre el 24 y el 28 de octubre, y tiene un margen de error de 3,2 puntos porcentuales. (Los subgrupos más pequeños tienen un margen de error más alto). La encuesta cuestionó a 1.000 latinos o hispanos a través de teléfonos fijos y celulares, e incluyó una serie de preguntas sobre inmigración.
Otra encuesta realizada entre votantes de origen latino del estado de Florida encontró resultados desfavorables para el presidente de EEUU, informa PR Newswire.
En esta segunda encuesta, el porcentaje de aprobación del presidente  Trump se encuentra en un nivel bajo entre los hispanos en Florida, en donde ha quedado rezagado por amplio margen por sus principales oponentes demócratas, conforme a una encuesta de votantes realizada en el todo el estado y conducida por la Iniciativa de Encuestas sobre Economía y Negocios de la Universidad Florida Atlantic (FAU BEPI), en su Escuela de Negocios.
La Iniciativa de Encuestas sobre Economía y Negocios de la Universidad Florida Atlantic (The Business and Economics Polling Initiative (BEPI) at Florida Atlantic University) lleva a cabo sondeos sobre negocios, economía y asuntos sociales y políticos con un enfoque principalmente dirigido a las actitudes y opiniones de los latinos (hispanos) a niveles regionales, estatales y nacionales.
Esta encuesta de 600 votantes registrados muestra que los hispanos en general presentan una opinión desfavorable de Trump, con el 48% que no aprueban su desempeño laboral, mientras que el 31% sí lo aprueba y el 22% no muestra opinión alguna.
El porcentaje de aprobación de Trump está en un nivel bien bajo entre los hispanos de Puerto Rico, con un 64% desfavorable y un 19% favorable. Sin embargo, los hispanos procedentes de México están divididos, con un 43% desfavorable y un 38% favorable. Los cubanos proporcionaron una luz en medio en la oscuridad para Trump, con el 47% favorable y el 28% desfavorable.
En una hipotética primaria republicana, el 77% votaría por Trump, el 12% por el excongresista de Illinois Joe Walsh, el 7% por el exgobernador de Massachusetts Bell Weld y un 5% por el exgobernador de Carolina del Sur y congresista Mark Sanford. 
Los republicanos representaron 152 de los entrevistados en la encuesta, estableciendo un margen por error en el voto de la Primaria del +/- 7,9 por ciento.
En la primaria demócrata, el senador Bernie Sanders presenta una ligera ventaja con el 27% de los votos, seguido por el exvicepresidente Joe Biden con el 21% y la senadora Elizabeth Warren con el 20%. El exsecretario de Vivienda y Desarrollo Urbano Julián Castro completó los cuatro primeros con un 5%.  Los demócratas representaron 268 de los entrevistados en la encuesta, estableciendo un margen por error en el voto de la primaria de +/- 6 por ciento.
En una lista comparativa de oponentes de una potencial elección general, Biden fue el más poderoso contra Trump con una ventaja de 65,7% contra un 34,3%.  Warren también presentó un resultado similar derrotando a Trump con 64,9% contra un 35,1%, mientras que Sanders venció al presidente con 62,1% contra un 37,9%.
Los datos se recopilaron del 30 de octubre al 2 de noviembre por medio de una muestra mixta con un panel en línea proporcionada por Dynata y una muestra de teléfono fijo proporcionada por Aristotle Inc. y recopilada por IVR.  La encuesta tiene un margen de error de +/- 3,9 por ciento.

[1]Desde el punto de vista político, latino e hispano son dos términos que se utilizan indistintamente en Estados Unidos, aunque no son sinónimos. En este texto ambos se limitan a ese empleo político que se le otorga en EEUU.

La comezón del exilio revisitada

A veces en el exilio a uno le entra una especie de comezón, natural y al mismo tiempo extraña: comienza a manifestar un anticastrismo elemen...