jueves, 28 de febrero de 2019

¿Por qué Trump siempre cree a los dictadores?


¿A qué obedece esa actitud de Donald Trump, repetida una y otra vez, de creer lo que dicen algunos de los peores autócratas de nuestra época?
Se le preguntó a Trump si había confrontado a Kim Jong-un sobre el maltrato y la consecuente muerte del estadounidense Otto Warmbier, y la respuesta del presidente de Estados Unidos fue que el dictador norcoreano le dijo que él no había tenido conocimiento de lo que pasaba cuando ocurrieron los hechos.
De nuevo se escuchó un patrón de respuesta conocido, al que los gobernantes de los regímenes de Rusia y ahora Corea del Norte, o el reinado de Arabia Saudí, acuden siempre —con desfachatez e impudicia— cuando se les preguntan por crímenes horrendos. Y el presidente de EEUU siempre admite esas respuestas: ellos dicen que no saben nada, que no supieron nada, y Trump lo acepta; les cree y los apoya. Aunque en el caso de Kim Jong-un fue más lejos.
“Le hablé sobre ello y no creo que él hubiera permitido que algo así pasara”, dijo Trump, que agregó que él creía en “la palabra” de Kim.
Aceptar “la palabra” del gobernante norcoreano es una muestra de cinismo, pero considerar a este incapaz de un crimen de esa naturaleza —con el conocido historial de Kim Jong-un— es una infamia.
Durante la conferencia de prensa del jueves en Hanói, tras conocerse el fracaso de las negociaciones, el presidente Trump especificó que la falta de un acuerdo se debió a que Corea del Norte quería una retirada total de las sanciones antes de dar cualquier paso hacia la desnuclearización.
Trump dijo que ello era inaceptable. 
En su lugar, debió haber dicho la verdad: que él no podía hacerlo.
Las sanciones aprobadas por el Congreso de EEUU en 2017 —ya con Trump en la Casa Blanca— no pueden ser levantadas por el presidente sino con la aprobación de los congresistas. En esas sanciones se incluye el tema de los derechos humanos.
Ese tema, que Trump viene ignorando desde que inició el acercamiento personal con KIm, ahora —sin mencionarlo— ha resultado decisivo.
Es posible que Trump —de haber podido— habría cedido en un levantamiento parcial de sanciones, a fin de obtener un documento firmado; aunque este se limitara a una moratoria en las pruebas nucleares. De hecho Corea del Norte no ha realizado más ensayos de este tipo y el presidente Trump dice que Kim se comprometió a no realizarlos. Pero un acuerdo firmado no es igual a lo dicho por Trump; aunque los acuerdos firmados también se rompen por gente como Kim Jong-un y Vladimir Putin.
Sin embargo, Trump no podía prometerle a Kim levantamiento alguno de sanciones —parcial o completo—, porque sabía que el Congreso se lo echaría abajo bajo las condiciones actuales de Corea del Norte.
En última instancia Kim Jong-un se comportó como se espera de alguien que llega a negociar tras un largo viaje en su propio tren blindado —nostalgia evidente de la época “gloriosa” del comunismo y simbolismo a propósito de dejar bien claro el respeto y la fidelidad a sus antepasados—, y puso por delante el recibir antes de otorgar algo a cambio. En ello, no hizo más que recordar a los cubanos los tiempos de Fidel Castro. Igual reproche, entorpecimiento o traba encontró Barack Obama durante su viaje a Cuba: ante todo, el levantamiento del embargo.
Imposible para Kim —pese a su parcial educación en Occidente— comprender que un jefe de Estado de una nación democrática no puede hacer lo que se le antoje. Ejemplos de esa incomprensión autócrata dio Putin durante sus encuentros con presidentes estadounidenses —George W. Bush y Obama— y están documentados. Para la mentalidad de Kim, no le estaba pidiendo a Trump nada que él no fuera capaz de hacer de un plumazo.
Solo que Trump —hasta dónde hubiera sido capaz de transigir es pura especulación partidista— sabía de entrada que no podía ir tan lejos. 
El fracaso de la cumbre es en buena medida un triunfo para la democracia. Lástima que Kim Jong-un no lo entienda. Lo que cabe preguntarse es hasta dónde lo entiende Trump.

martes, 12 de febrero de 2019

Seis minutos, 20 segundos, 17 muertos


El próximo jueves 14 se cumplirá un año de la masacre en la escuela secundaria Marjory Stoneman Douglas de Florida. Durante este tiempo, se han multiplicado las protestas, surgió un movimiento, ocurrieron otras masacres e interminables tiroteos, y nada se ha hecho.
La venta de todo tipo de armas de fuego ha continuado inmutable.
Ninguna regulación o ley aprobada.
Siempre presente el peligro de que en cualquier escuela —a los pocos  minutos de terminar el último turno de clases— suene la alarma de incendio y los alumnos salgan a los pasillos; en medio de la confusión crean escuchar el sonido de fuegos artificiales y sean en realidad disparos de un fusil de asalto del tipo AR-15.
Ausencia total de un logro en el campo legislativo.
Hace unos días, la Cámara de Representantes inició —por primera vez en años— audiencias destinadas a frenar el peligro.
La comisión judicial de la Cámara contempla un proyecto de ley bipartidista  que exigiría la verificación de antecedentes en todo tipo de venta y en la mayoría de los traspasos de armamentos (The Bipartisan Background Checks Act). La propuesta cuenta con 230 patrocinadores en la Cámara, de los cuales cinco son republicanos.
“A pesar de la necesidad obvia de ir a la fuente del problema de la violencia con armas de fuego, por mucho tiempo el Congreso no ha hecho virtualmente nada, Pero ahora, iniciamos un nuevo capítulo”, dijo el presidente de la comisión judicial, el demócrata Jerrold Nadler, de acuerdo a la agencia de noticias Reuters.
Por su parte, los legisladores republicanos consideran que la legislación no cumpliría con el objetivo de protección de los delitos con armas de fuego. 
“La mayor crueldad en el mundo es decirle a las personas que van a ayudarlas en su situación con una ley, y entonces tratar de aprobar una legislación que no haría nada para resolver el asunto”, afirmó el representante Doug Collins, el republicano de mayor rango en la comisión judicial, según Reuters. 
La situación con las armas de fuego no se limita a los delitos. De las 40,000 muertes por armas ocurridas en 2017, el 60 por ciento fueron auto infringidas, de acuerdo al Centro para el Control y Prevención de Enfermedades de Estados Unidos.
No se espera que el proyecto legislativo de la Cámara logre su aprobación en el Senado, de mayoría republicana.
Hay un aspecto fundamental en que el proyecto en la Cámara merece la mayor atención. Busca una solución que trasciende la línea partidista, intenta un arreglo que coloca a un lado la ideología.
Quienes rechazan la facilidad con que en este país se adquieren armas de fuego, por lo general se enfrentan a tres argumentos en contra.
El primero es que dicha posición es típica de un pensamiento “liberal”, en el sentido izquierdista que se da a dicho concepto en Estados Unidos. El segundo es la necesidad de estar armado con fines de protección personal. El tercero es que se trata de un derecho establecido por la Constitución.
Sin embargo, los primeros que se oponen a dicha facilidad son los cuerpos policiales, que están lejos de poder ser acusados de “liberales”. Las investigaciones muestran que en los hogares en que hay armas aumenta el peligro de que ocurran muertes (The New England Journal of Mediciney el American Journal of Epidemiology, entre otras publicaciones). En ningún momento la Constitución habla de poseer uno de los poderosos fusiles actuales.
Lo que continúa siendo un desatino es que una parte importante de la población de EEUU considere una necesidad primordial el poder comprar un fusil de asalto, no simplemente una escopeta de caza, un revolver o una pistola, al tiempo que existen serias dudas  sobre el grado de responsabilidad que tienen muchos de los que adquieren este tipo de armamento. Y nadie parece capaz de poner freno a esa locura.

miércoles, 6 de febrero de 2019

¿Dónde estaba Trump?


¿Fue realmente el presidente Donald Trump quien habló en el discurso sobre el Estado de la Unión de este año? Nada tiene que ver lo que escuchamos con el estilo y la práctica de su gobierno? Esta táctica no es nueva por otra parte. Ya la vimos en el primero de este tipo que pronunció (que por cierto, no se considera un verdadero “Discurso sobre el Estado de la Unión”,  y por lo tanto este no es su tercero sino su segundo): ofrecer la versión más “presidenciable” posible para un gobernante que se destaca —y eso ha sido en gran medida su carta de triunfo electoral— por ser lo menos convencional posible para el gusto y regusto de sus partidarios.
Por lo demás no existían muchas expectativas y es lógico que así fuera en un evento que es una mezcla de acto de fin de curso y elogio fúnebre. En eso, al menos, Trump nunca se ha diferenciado de quienes lo precedieron en la Casa Blanca.
En un discurso leído, y donde algunos de los puntos más polémicos de su agenda no dejaron de ser mencionados pero tampoco enfatizados, lo que queda son comentarios y análisis para unos cuantos días, justificación de la labor de periodistas y analistas de turno (justificación a la que, por supuesto, no escapa este texto).
Por ello lo mejor es considerarlo como una puesta en escena, donde más allá del énfasis en aspectos emocionales —personas y acontecimientos que encuentran en esta actividad un reconocimiento justo y una valoración apreciable— uno se dedica, gracias a la labor de las cámaras, a percibir gestos y caras. Es esto último lo más llamativo, lo que en última instancia justifica el permanecer ante la pantalla.
Desde el punto de vista visual, hasta cierto punto las legisladoras demócratas vestidas de blanco lograron un contrapunto visual del espectáculo. Utilizaron un recurso vulgar, pero siempre efectivo. No se robaron el show, pero impusieron su presencia.
Pese al énfasis casi coreográfico de la Casa Blanca, por brindar una exhibición sin fallas, que el actor principal (Trump) cumplió con destreza, fue inevitable la demostración de una nación dividida. Aunque el mandatario dedicó la mayor parte del tiempo a destacar aspectos que pudieran contener un terreno común para republicanos y demócratas, en cuanto surgía una cuestión en disputa saltaban las diferencias, la polarización y hasta el enfado.
Como buen maestro de ceremonias, Trump hizo gala en enfatizar los logros económicos —algunos reales, otros atribuidos, otros valorados en exceso— que caracterizan la pujanza económica actual de Estados Unidos. Negarle estos resultados a su administración es tan mezquino como pasar por alto que muchas de esas cifras macroeconómicas no son más que un reflejo de una situación económica actual que nada indica será permanente (no lo ha sido nunca, ni con gobiernos republicanos ni demócratas, y pretender lo contrario es caer una falacia cercana a cualquier retórica triunfalista, como la comunista). En este sentido, el talón de Aquiles de su discurso es la omisión absoluta del tema de la educación. Más allá de las referencias a un planeado reinicio de los viajes espaciales con naves estadounidenses, los supuestos fondos para la lucha contra el cáncer infantil y el plan para la erradicación del virus HIV dentro de diez años, ni una palabra respecto a las universidades, la facilitación de recursos para el aprendizaje de las capas poblacionales con menos recursos y la mejora de los planes de estudio. Los jóvenes y su futuro quedaron fuera de las palabras de Trump.
En el terreno de las relaciones internacionales, nada nuevo. Respecto a Venezuela, el mandatario no fue más allá del ya sabido reconocimiento al líder opositor venezolano Juan Guaidó (lo siento por sus partidarios de la llamada “línea dura” del exilio cubano: Cuba tampoco estuvo presente en el discurso). Esta noche, al menos, Nicolás Maduro puede dormir más tranquilo.
En esta ocasión Trump, al dirigirse a ambas cámaras, con una en abierta oposición, no se limitó a un burdo acto de campaña, y es una buena noticia. La mala, que en muchos momentos sus palabras no fueron más allá de un mitin electoral glorificado.
Como ocurrió en su discurso de 2017, el punto de diferencia lo establece el predominio de promesas y buenas intenciones sobre el anuncio de fórmulas concretas, la ausencia de una mayor profundización o la falta de detalles.
Pero en ello el actual mandatario no se ha apartado demasiado a lo realizado por algunos de los que lo precedieron en el cargo, así que tiene a su favor una realidad más o menos aplastante: lo que debía ser un planteamiento realista sobre las condiciones del país y los planes para avanzar en la solución de los problemas nunca se ha librado del pecado de no ir más allá, casi siempre, de una declaración partidista.
Como en los otros dos (tres) discursos de este tipo que le antecedieron, Trump volvió a adoptar su cara más “presidencial” y pragmática. Fue un discurso bien escrito y bien leído, marcado por un tono positivo y sin estridencias —algo a esperar en un público y lugar que no busca aunque no siempre evita la algarabía—, pero ello ya se esperaba.
El problema actual con la administración de Trump, es que ya no despierta interrogantes —aunque sí algarabía con los tuits del mandatario— y se conoce desde hace tiempo que su labor presidencial está enfocada en su agenda ideológica y dirigida por su afán de reelección. Y ello no lo cambia discurso alguno, más allá de la pompa y el espectáculo.

La comezón del exilio revisitada

A veces en el exilio a uno le entra una especie de comezón, natural y al mismo tiempo extraña: comienza a manifestar un anticastrismo elemen...