La Reina le dio el sí a Boris Johnson. La acción de Isabel II es un nuevo clavo al ataúd de la vetusta monarquía británica. Más que un nuevo escándalo (¡son tantos!), una afrenta al electorado del país —hablar de súbditos puede ser real, pero también arcaico.
Si hubiera ocurrido en Latinoamérica, los titulares en todo el mundo hablarían de golpe de Estado. No importa que no lo hayan hecho. Ya los británicos se encargaron de ello. Los manifestantes en las afueras del Parlamento han lanzado el grito: “Stop the Coup!” (¡Alto al Golpe de Estado!). Donald Trump debe estar gozoso y esperando lo que ocurra quizá con una solapada esperanza: repetir lo mismo en algún momento: si logra la reelección y pierde el Congreso, o antes si lo cree necesario.
Vergüenza y repudio que en la nación donde Oliver Cromwell, quien en su momento también disolvió el Parlamento para establecer uno propio, plegado a sus deseos para convertirse en Lord Protector —y años más tarde pagó con un oxímoron por sus acciones: ejecución póstuma— en una mascarada de reinado sin la corona que se negó a aceptar pero con el poder que ejerció hasta su muerte ( Winston Churchill, que no estaba en ascuas con el autoritarismo, lo catalogó de “dictador militar”).
La decisión de Johnson —si se lleva a cabo—, de cerrar las sesiones parlamentarias dentro de dos semanas y mantener al Parlamento en suspenso hasta el 14 de octubre, apenas dos semanas antes de la fecha límite para el Brexit, es un intento burdo de censura que busca impedir o bloquear cualquier esfuerzo legislativo tendiente a bloquear o impedir cualquier esfuerzo legislativo que detenga la puesta en vigor de un Brexit duro y sin acuerdo con la Unión Europea. Con el Parlamento suspendido, además, los legisladores no podrían, por ejemplo, llevar a cabo una moción de confianza al gobierno.
Cierto que la suspensión del Parlamento es diferente a su disolución (como hizo Cromwell), y que ha ocurrido en dos ocasiones con anterioridad, pero en esos dos casos los cierres duraron cuatro y 13 días hábiles. Pero la medida propuesta por Johnson — conocida como “prorrogación”— implica que el Parlamento estará cerrado durante 23 días hábiles. Lo que se busca es evitar por cualquier medio que muchos de los miembros del Parlamento británico, que se oponen a un Brexit sin un pacto con sus socios europeos, logren extender el plazo nuevamente para su ejecución o cancelar el Brexit por completo. Además de que tal receso impediría que los legisladores tomen el control de la agenda parlamentaria, que está a cargo del gobierno, o ganen votos para una moción de censura.
Queda además otra alternativa. Sería imposible llevar a la Reina a los tribunales, pero una opción sería solicitar una revisión judicial de la decisión del gobierno de solicitar la prórroga.
Varias figuras de alto perfil, incluido el ex primer ministro John Major, amenazaron con ir a los tribunales para detener ese plan, informa la BBC.
Por su parte, la primera ministra de Escocia, Nicola Sturgeon, dijo que los parlamentarios deben unirse para detener el plan la próxima semana. De lo contrario, este miércoles "pasará a la historia como un día oscuro para la democracia del Reino Unido".
Más allá del Brexit, si Johnson se sale con la suya, estará estableciendo un precedente peligroso en una de las democracias más antiguas del mundo. El depositar toda la confianza de la nación en un caudillo —no importa si es un caudillo inglés—, un político populista que se presenta como un “salvador”, un “elegido” para ejercer su voluntad sin ataduras y que se considera el representante supremo de una nación. Lo contrario de una democracia y el principio de una dictadura.
No hay comentarios:
Publicar un comentario