Jair Bolsonaro, considera “un héroe nacional” a un notorio represor: el coronel Carlos Alberto Brilhante Ustra, quien dirigió uno de los mayores centros de tortura de Brasil, ubicado en São Paulo. No es la primera vez que lo hace. Cuando en el Congreso emitió su votó a favor delimpeachmentde su predecesora, Dilma Rousseff, lo dedicó al militar. Su intención no fue solo política sino abiertamente ofensiva e hiriente: Rousseff fue torturada en dicho centro durante la época de la dictadura.
Llama la atención la impunidad con que cuenta Bolsonaro para su retórica. No solo prescinde de los límites habituales que enfrenta un jefe de Estado en Occidente, sino que intenta rescribir la historia del país bajo un enfoque vengativo, recalcitrante y reaccionario.
El pretexto electoral para ello es bien simple: ensalzar a los represores de ayer y seguir su ejemplo es la fórmula mágica para impedir la llegada al poder de una nueva “dictadura comunista”. El viejo pretexto de dictadores buenos y dictadores malos, la inversión macabra de hacer cargar a otros con tus pecados.
Bolsonaro realizó una campaña política que lo llevó al poder como un abanderado de la lucha contra la corrupción, un defensor de la ciudadanía frente al crimen y el delito y un paradigma de la no-política: un adalid de la justicia y un ejemplo de rechazo de la falsedad y desvergüenza en quien se concentran los valores “universales” del individuo, la religión y la familia.
En realidad su campaña fue un ejercicio de manipulación con el apoyo de quienes buscan explotar sin trabas los recursos naturales del país, pero la corrupción del anterior gobierno les brindó una cobertura perfecta.
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