Los fantasmas de Reed Smoot y Willis Hawley acechan la presidencia de Donald Trump.
El senador Smoot y el representante Hawley copatrocinaron la infame Ley de Aranceles de 1930, que elevó las tarifas a las importaciones a niveles récord. Otros países respondieron del mismo modo y se desató una guerra comercial mundial. El comercio exterior de Estados Unidos cayó 40%, contribuyendo a hundir la economía en la Gran Depresión. Más de 1.000 economistas enviaron una petición al entonces presidente Herbert Hoover instándole a vetar la ley, argumentando correctamente que “dañaría a la gran mayoría de nuestros ciudadanos”. No tuvieron éxito.
A diferencia de los días de Smoot-Hawley, cuando las importaciones eran principalmente productos finales vendidos a los consumidores, la mitad de las importaciones de EEUU son hoy productos intermedios vendidos a las empresas. Las importaciones baratas ayudan a que sea rentable para estas operar y dar trabajo a los estadounidenses.
Igualmente, los sectores de servicios, como el turismo, el entretenimiento y la gestión financiera tienen un interés en el enorme superávit comercial que genera EEUU en estas industrias.
“En todo país”, escribió Adam Smith en La riqueza de las naciones, “ha sido, es y será, el interés de todo el cuerpo social comprar los artículos necesarios de quienes los venden más barato. La proposición es tan evidente que parecería ridículo el trabajo de probarla”. Esta proposición evidente no estaría en cuestionamiento, agregaba Smith, “si no se hubiese puesto jamás en tela de juicio si la interesada ‘sofistería’ de manufactureros y comerciantes no hubiese confundido con tal argucia el sentido común de todo el género humano”.
El comercio exterior de EEUU siguió el libreto de Smith. El comercio de bienes estuvo aproximadamente en equilibrio entre las décadas de 1950 y 1980, pero empezó a entrar en déficit cuando la mano de obra barata del extranjero comenzó a desplazar al más costoso trabajo nacional. El proceso se aceleró con los avances tecnológicos y los acuerdos comerciales impulsados en los años 50 y 60 por el Acuerdo General sobre Aranceles Aduaneros y Comercio (GATT, por sus siglas en inglés) y desde 1995 por su entidad sucesora, la Organización Mundial del Comercio. Otros factores fueron el fin de la Guerra Fría, que hizo posible emplear a trabajadores de los antiguos países comunistas, el Nafta de 1994, y el ingreso de China a la OMC en 2001. Desde ese año, casi 80% del crecimiento del déficit comercial de EEUU en bienes puede atribuirse a la creciente disparidad con China.
Para EEUU, el resultado de este proceso ha sido una bonanza de productos baratos para consumidores y empresas. El exceso de dólares ganados por aquellos que le venden más mercancías de las que le compran vuelve mayormente a EEUU como compras de acciones y bonos o como inversión directa.
Los proteccionistas parecen olvidar que, si bien muchos estadounidenses son trabajadores, todos son consumidores, y que el objetivo central de cualquier economía de mercado es atender las necesidades de los consumidores. Como candidato, Trump declaró que la globalización ha traído “nada más que pobreza”. Sin embargo, para las decenas de millones de consumidores que compran en Wal-Mart —un enorme vendedor de importaciones baratas— la globalización no ha traído nada más que enriquecimiento, aunque los clientes de Wal-Mart probablemente no sean conscientes de ello. Sus 1,5 millones de empleados también salen ganando.
Los proteccionistas a menudo invocan los elevados aranceles que EEUU tuvo en el pasado como prueba de que tales gravámenes son necesarios para el desarrollo. Es cierto que EEUU tuvo altos aranceles en el siglo XIX, pero el resto del argumento no lo es. De hecho, este país es un buen ejemplo de cómo el libre comercio alimenta el crecimiento económico.
Los detractores olvidan que en el siglo XIX EEUU era una vasta zona de libre comercio. Los proteccionistas de entonces no pudieron impedir que la industria textil del Sur suplantara a la del Norte o, un poco más tarde, que la industria automotriz de Detroit destruyera el negocio de los coches a caballo. La destrucción creativa que el libre comercio ayudó a desencadenar estimuló el desarrollo económico. Los aranceles, impulsados por los intereses especiales, fueron un obstáculo más que compensado por el libre comercio interno.
El índice de libertad económica del Instituto Fraser mide la relación entre apertura comercial y prosperidad económica en una escala de 0 a 10; una calificación alta significa “aranceles bajos, fácil despacho y administración eficiente de aduanas, una moneda libremente convertible y pocos controles” sobre el movimiento de capital.
Si los proteccionistas tuvieran razón, entonces este índice debería relacionar la apertura comercial con “nada más que pobreza”, según Trump. Lo contrario es cierto. Los países con mayor apertura tienen ingresos per cápita sustancialmente más altos y un crecimiento económico más rápido que los otros. La proporción de ingresos obtenidos por el 10% más pobre de la población de un país no tiene relación con la apertura al comercio. Y los ingresos del 10% más pobre en los países con mayor apertura al comercio son más de 11 veces más altos que los de los países con la menor apertura.