miércoles, 7 de agosto de 2019

Las armas, la Constitución y las masacres

Los defensores de lo que consideran el derecho a tener un arma de fuego repiten una y otra vez un mantra distorsionado: la segunda enmienda de la Constitución de Estados Unidos, que postula que “el derecho del pueblo a poseer y portar armas no será infringido”. Por supuesto que cuando se estableció la enmienda no existían fusiles AR-15, pero este dato importante se pasa por alto, como si se tratara simplemente de tener un mosquete o una escopeta de caza en casa.
Resulta difícil entender, fuera de las fronteras de Estados Unidos, este empecinamiento por las armas. Para algunos es un rasgo de la clásica agresividad estadounidense y para otros una muestra de inmadurez: una gran nación que no ha dejado de ser, en parte, un pueblo fronterizo.
El derecho a tener armas, exhibirlas, limpiarlas y dispararlas pasa a ser entonces una característica (indeseable) de la sociedad norteamericana. Lo curioso es que muchos de los que lo defienden no tienen ni han pensado nunca en comprar un arma, y mucho menos se atreverían a usarla.
Sin embargo, con tesón e insistencia se lanzan a invocar la Constitución ante la menor amenaza de una restricción. Que no se infrinja el estar armado adquiere un carácter simbólico y pasa a formar parte de la defensa de las libertades individuales, algo tan apreciado en esta nación.
Pero no deja de ser doblemente curioso que en la mayoría de los casos esta defensa no de un paso más allá de ese terreno simbólico, y que contrariamente del tema común de westerns y películas del cine negro, el ciudadano promedio no se acerque ni remotamente al héroe solitario ante el peligro, sino que simplemente se limite no solo a cumplir las leyes sino a soportar en mayor o menor grado las humillaciones más variadas, desde aguantar al jefe hasta soportar el desprecio y la altanería de cualquier burócrata o policía de tránsito.
Así que por lo general los defensores de las armas repiten a diario declaraciones que en la mayoría de los casos ellos mismos no practican —por suerte para el resto de nosotros—, las cuales van desde la necesidad de proteger al hogar y a los seres queridos hasta el resguardo que proporciona haber conservado el pistolón del abuelo para cuando las hordas comunistas toquen a la puerta.
Sin embargo, todas estas justificaciones forman parte del enmascaramiento de un problema que por largo tiempo esta sociedad se ha negado y se sigue negando a debatir: la existencia de una industria armamentista que requiere de un consumo amplio para poder subsistir. Un consumo que se da no solo a nivel internacional, como es común en muchos países, sino también interno.
Sin hablar de este consumo interno, poco sentido tiene la discusión sobre las armas de fuego. Y por supuesto, no hay enmienda constitucional alguna que impida el “infringir” la producción y el consumo masivo de una variedad de artículos cuyo objetivo es simplemente matar de forma rápida y efectiva.
De esta forma, la poderosa Asociación Nacional del Rifle, con sus cuatro millones de miembros y 30 millones de simpatizantes no es simplemente una especie de “club de cazadores” que por años presidió el “vaquero” de Charlton Heston, sino una maquinaria de cabildeo que responde a los intereses y los millones que suministra esa industria del armamento personal para que sus productos sigan vendiéndose sin límites, no importa a quien.
Nada más conveniente para ese negocio que lo ocurrido en 2004, cuando durante el gobierno de George W. Bush quedó sin efecto la medida de 1994, creada durante la presidencia de Bill Clinton, que prohibía la venta de fusiles de asalto. Es por ello que hoy cualquiera pueda comprar fusiles AR-15, AK-47 (de fabricación china, rusa o de cualquier otro país) y pistolas Glock en este país. Muchos para defender al hogar y sus seres queridos, otros para asesinar al mayor número posible de inocentes.

La comezón del exilio revisitada

A veces en el exilio a uno le entra una especie de comezón, natural y al mismo tiempo extraña: comienza a manifestar un anticastrismo elemen...