Para muchos exiliados cubanos, el no plantearse la relación personal entre su vida de hoy y los años pasados en la Isla, bajo la dicotomía de justicia (¿venganza?) o perdón es un esfuerzo necesario pero difícil.
Me refiero a esa mayoría que no participó activa y militarmente en ninguno de los dos bandos, y que no sufrió castigos mayores o recompensas importantes, recibidas por su actuación durante las décadas en que el proceso se definió por algo más que remesas, recortes y reformas.
Hablo, en resumidas cuentas, del 90% o más de la población cubana actual. Víctimas o victimarios de ocurrencias diarias, como el poder comer o no en un restaurante, perder la noche en una guardia absurda y dedicar un domingo a un trabajo inútil, que se empeñaban en llamar “voluntario”, “productivo” o “agrícola”, pero que siempre era obligatorio y gratuito.
La mención de esas jornadas inútiles, imprescindibles y agobiadoras —más en muchas ocasiones que por el esfuerzo físico por la carga emocional de abatimiento y depresión que implicaban— ejemplifica esa zona gris donde la definición final no se alcanza por el recuerdo de un dolor profundo o un acontecimiento verdaderamente traumático, sino por una sensación de estar “perdiendo el tiempo” que tras los años es difícil de apresar. Salvo en experiencias extremas, la memoria tienda a ser pasiva, casi generosa: las penurias tienden a disgregarse en la nostalgia, añoranza de juventud que diluye privaciones específicas.
Cuando años atrás leí en la edición digital del periódico Trabajadoresque el Gobierno cubano había puesto final a la práctica del llamado “trabajo voluntario”, por un momento la información me revolvió el estómago.
Pura bilis es lo único que me quedaba ante ese abuso cometido durante años y años, que ha obligado a cubanos de varias generaciones a tener una o varios fotos durante un trabajo agrícola entre los recuerdos.
La foto puede tener ahora la patina de la soledad, la melancolía de algún ausente o la evocación de este u otro sueño que se materializó o no. Quizá todo eso sea lo permanente, pero la injusticia de obligar a muchos jóvenes ―o no tan jóvenes―a perder días, meses y años de la vida para complacer los caprichos ideológicos de un tirano ahora senil no es fácil de borrar.
El llamado “trabajo voluntario” incluía “gigantescas movilizaciones hacia campos agrícolas u otras actividades sin un contenido productivo, donde prevalecía la pérdida de tiempo, y el gasto de recursos era muy superior al efecto económico del trabajo que se iba a realizar”, recordaba el diario.
Añadía que “en innumerables ocasiones solo sirvió para tapar o eliminar la ineficiencia, malos métodos de trabajo y otras deficiencias administrativas”.
Así era reconocido en un “periódico del Gobierno” u “oficial”—lugares comunes al referirse a la prensa en Cuba, con la ilusión de que alguien no nacido allí nos entienda— y la verdad expresada en los párrafos no parecía ni irónica ni burlona sino depositada con un simple desdén por pasar la hoja. Pero si alguien lo hubiera dicho en otro momento, cuando existió un verdadero culto por este tipo de labor, en la época en que era un deber casi “religioso” participar en ellas “gigantescas movilizaciones”, y hacía demasiado o poco evidente la menor apatía al respecto, era sancionada con medidas punitivas que podrían incluir la expulsión de la universidad, el envío a cumplir el Servicio Militar Obligatorio y otras medidas punitivas similares; habría sido acusado de “diversionismo ideológico”, posible agente de la CIA y contrarrevolucionario.
Lo peor del caso, en lo personal, fue no poder, con un simple clic, cerrar la información en la pantalla. Evitar el caer —finalmente y de nuevo— en lo que uno ha tratado de rechazar una y otra vez: recordar con rencor.