Tanto demócratas como republicanos se han mostrado más interesados en aparentar un interés por la situación en Cuba que en contribuir a un cambio real en la nación caribeña. Esta realidad, repetida durante años, siempre encuentra en Miami un acondicionamiento político: los republicanos dicen que son los demócratas quienes no quieren un cambio en Cuba y los segundos responden desde una posición defensiva, argumentando que los primeros no han hecho nada útil al respecto. En la práctica ambos partidos hacen lo posible por no destacar sus objetivos comunes: el impedir una situación de inestabilidad en la isla.
Desde los lejanos planes de la CIA, durante la década de 1960, para exterminar a Fidel Castro, una y otra vez en este país se ha repetido un esquema similar, difícil de entender fuera de Estados Unidos: la utilización de amplios recursos y fondos millonarios con el objetivo de no lograr nada. Lo que en muchas ocasiones se ha interpretado como torpeza o franca ineficiencia no ha sido más que la apariencia de un proyecto destinado a fracasar. Sólo una nación con un presupuesto de millones y millones de dólares para el despilfarro puede llevar a cabo tal tarea. Washington lo ha hecho con éxito durante casi una década.
La consecuencia es que ha surgido un “anticastrismo” que es más un empeño económico que un ideal político, alimentado en gran medida por los fondos de los contribuyentes.
Este modelo ha atravesado diversas etapas —donde el vínculo entre la política y la economía siempre ha sido estrecho— y ha demostrado una pujanza que por décadas despertó la justa envidia en más de un grupo demográfico y nacional, tanto entre otros inmigrantes caribeños y latinoamericanos como respecto a los cubanos que viven en la isla.
Cuando a finales del siglo pasado la transformación de este modelo se acercaba al punto clave, en el cual la estrechez del objetivo político del grupo del exilio que lo sustentaba hacía dudar de sus posibilidades futuras, la llegada al poder de George W. Bush, dilató su supervivencia, al tiempo que impuso un gobierno con una carga ideológica —afín precisamente a los principales beneficiarios del modelo anticastrista— como no se conocía en esta nación desde varias décadas atrás. La política de extremos pasó a ser la estrategia nacional y no una representación de Miami.
Esta ruptura temporal —este estancamiento momentáneo— no impidió sin embargo que el modelo económico anticastrista continuara reduciendo su campo de acción. El financiamiento de la ayuda a la disidencia —mal organizada, peor concebida y de resultados cuestionables— ha sido el canto del cisne de una industria que tiene sus días contados.
Lo anterior no constituye un alegato en contra de la ayuda a los opositores en la Isla. Más bien es tratar de comprender que esa ayuda ha repetido los mismos esquemas y errores que en su momento atravesó el financiamiento a la subversión y el sabotaje.
En Miami muchos exiliados cubanos no han podido sacarse los clavos del castrismo, pero quieren que los demás carguen la cruz por ellos: a confesar la fe en la “lucha anticomunista” o arriesgarse a ser azotado en la plaza. Inquisición radial, centuriones de esquina, cruzados de café con leche, apóstoles de la ignorancia. Se han ido de la isla para continuar con una comparación inútil y absurda. Responder al mal con el desatino y a la represión con la intransigencia. Empeñarse en la violencia con la excusa de lo perdido.
El triunfo de Barack Obama, no sólo en la nación sino en el condado de Miami-Dade, abrió la posibilidad de un replanteamiento equilibrado y pausado de la política hacia Cuba. No ocurrió durante su primer período de gobierno y cuando a finales del segundo se puso en marcha un cambio radical, el régimen desaprovechó la oportunidad para sentar las bases de una transformación económica que se tradujera en mejoras económicas sustanciales en la población. Se impuso el miedo al cambio, la retranca ideológica y la paralización burocrática.
La llegada de Donald Trump a la Casa Blanca ha supuesto no solo el retroceso a las posiciones políticas más caducas sino una actitud revanchista y la puesta en vigor de gestos altisonantes de poca trascendencia en favor de la democracia en Cuba y en la práctica solo medidas destinadas a dificultarle la vida cotidiana a quienes habitan en la isla. Lo que es aún peor: la política hacia el régimen se ha consolidado como una ejecutoria ineficaz donde lo definitorio es la relación Caracas-La Habana.
En esta ciudad, donde desde hace mucho tiempo se ha intentado borrar las barreras entre el verdadero patriotismo y el enriquecimiento, se necesitan políticos que representen una alternativa frente a la mentira, la complacencia y la labor de sargento político disfrazada de servicio público. Con los años ha ido disminuyendo el espacio donde radica la esperanza de que algún día se logre un cambio.