Toda la jugada de los republicanos para declarar inocente a Trump en el juicio político implica enormes riesgos para su partido. Existen grandes posibilidades de que lo logren, pero a un precio muy elevado.
Hasta el momento, la definición mejor del gobierno de Donald Trump la ofreció el abogado Alan Dershowitz en el Senado: el presidente puede hacer lo que le venga en gana, siempre que lo considere en “beneficio público”.
El problema es que la afirmación de “beneficio público” es la justificación perfecta para una dictadura.
Fidel Castro siempre pudo justificar —aunque realmente no lo necesitó— que todo lo que hacía era en “beneficio público”. Extender la lista a otros dictadores y tiranos resulta innecesario,
Dershowitz no se distingue mucho de Polonio, salvo en un mayor servilismo. En lugar de pedirle a Laertes ser fiel a sí mismo le solicita al Congreso —y por ende al pueblo estadounidense— no solo que reconozcan sino que sancionen de forma afirmativa y servil que la única responsabilidad de Trump es ser fiel a sí mismo.
Lo más mezquino y repulsivo de este juicio, para los republicanos, es la exigencia a traicionar sus supuestos valores tradiciones en favor de la supervivencia política de Trump.
En última instancia, la repulsa no se dirige contra los demócratas o contra los socialistas, sino contra ellos mismos: contra Mitt Romney, Susan Collins, Lisa Murkowski o quizá Lamar Alexander; contra John Bolton.
Al final, el juicio político —que espero termine pronto— solo servirá para hacer aún más clara una realidad evidente: el Partido Republicano ya no existe, solo queda el partido de Trump.
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