Con una retórica cursi en cada palabra,
el gobierno cubano repite el viejo discurso de un nacionalismo decimonónico cada vez más ajeno a la realidad.
Buenta parte de esa labor la han
desempeñado los pocos intelectuales orgánicos que aún quedan en la nación, y se
han limitado a cierta regurgitación de conceptos caducos luego del agotamiento
ideológico del modelo marxista-leninista: el intelectual afín a la Plaza de la
Revolución ha devenido en supuesto fiel guardador de los “valores patrios”.
Estas figuras afines al sistema, que
viven bajo las ruinas de lo que en una época se intentó caracterizar como
“socialismo cubano” se ven obligadas a volver una y otra vez a las nociones de
patria y nación como sustitutos ideales de gobierno o régimen.
Si tras la desaparición de la Unión
Soviética y la caída del campo socialista, el régimen mantuvo dos maniobras
para tratar de encaminar el deterioro ideológico —el post-marxismo adoptado
como función de adaptación y el nacionalismo como elemento fundacional del
proceso, a nivel de discurso—, en los últimos años las opciones se han limitado
a repetir una explicación histórica reducida a la imagen del patriota colocada
en la vieja pared del aula escolar, desamparada ante el acoso del polvo y las
moscas.
Al dar muestras de agotamiento el
nacionalismo católico, a comienzos de este siglo, algunos de los portavoces de
la ideología oficial iniciaron un desplazamiento hacia el llamado “socialismo
del siglo XXI”, propuesto por Hugo Chávez en Venezuela.
El problema con esos cambios oportunos —o
para decir lo menos, oportunistas— fue que, desde el punto de vista teórico y
fundacional, carecieron de solidez y solo sirvieron de espejismos al uso para
justificar un acercamiento al poder o al dinero. A ello hay que agregar que, como
el lugar que antes ocupaba la teoría lo comenzaron a llenar los medios masivos,
el debate se llenó de mezclas absurdas.
De esta forma, el intentar montar en el
mismo carro a Bolívar y Marx, en el mal llamado "socialismo del siglo
XXI", no resultó más que un disparate que se agotó con la desaparición de
Chávez y el deterioro de la situación económica y política en Venezuela
Hubo que volver entonces al nacionalismo
del siglo XIX en su forma más cruda.
El problema con esa defensa de la nación,
como altar y no como sitio de nacimiento y residencia, y sobre todo cuerpo
legislativo fundamentado en un Estado de derecho, es que su invocación viene
aparejada con un culto de los héroes que en realidad esconde una justificación
del despotismo.
Cuba comenzará a ser una nación más plena
en la medida en que la sociedad se libre de la enorme dependencia de los
políticos. Cuando finalmente sea posible que la administración de las cosas se
imponga sobre la administración de los hombres.
La llamada a la preservación de Cuba como
nación —pretexto más bien de justificación del régimen actual— es vacía si no
se acompaña del reclamo de Cuba como país democrático; de rescate de valores
fundamentales, muchos de los cuales existieron en alguna medida en un Estado en
desarrollo antes del funesto golpe de Fulgencio Batista, pero de forma tan precaria
que permitieron el surgimiento de tiranías y violaciones de derechos
fundamentales, que mancharon la historia cubana.
E.M. Cioran afirmaba que la historia no
es más que un desfile de falsos absolutos, una sucesión de templos elevados a
pretextos. El discurso de quienes concentran el poder en Cuba no es más que el
intento burdo de apropiarse de conceptos y ejemplos históricos en la búsqueda
de perpetuar, por medio de la repetición, al totalitarismo a través de
símbolos. Muchos, y casi siempre con mayor éxito, lo han intentado con
anterioridad, aunque siempre la terca realidad ha terminado por imponerse.
El reclamo nacionalista tiene cada vez
menor calado en un país cuyo modelo imperante no ha dudado en subordinar a sus
ciudadanos a los intereses y ambiciones de sus gobernantes, y que en la
actualidad se beneficia económicamente de quienes han partido. Un gobierno que
se subordinó al esquema de dominación mundial impuesto por la desparecida Unión
Soviética, para así lograr la supervivencia de la elite gobernante. Que aún en
estos momentos practica una política de dependencia económica con el gobierno
venezolano que solo se ha visto limitada por las dificultades surgidas en ese
país y cuyos ciudadanos no dudaron en sacar, de no se sabe dónde, banderas
estadounidenses a tutiplén, y exhibirlas con alegría cuando les fue permitido.
Una nación donde el ideal ciudadano se resume, en millones de sus habitantes,
en el simple deseo de abandonarlo.