Como suele ocurrir, la respuesta no fue una rectificación de rumbo sino empeñarse en el error. Para los republicanos, las dos derrotas presidenciales fueron compensadas con las posteriores victorias legislativas. Creció entonces la percepción de que el extremismo era la carta de triunfo.
Pero tras los debates en las primarias, en que cada aspirante se empeñaba en ser más intransigente que sus contrarios, el elegido se presentaba como el candidato no solo de su base partidista, sino de todos los estadounidenses.
Donald Trump rompió por completo con ello. Tanto en la estrategia electoral como en la posterior práctica de gobierno. Solo se dirige a sus partidarios. Con él es todo o nada, a su lado o en su contra.
Tal política no ha obedecido simplemente a sus características de personalidad e intereses, sino a la lección aprendida tras las derrotas de John McCain y Mitt Romney. Tuvo además un precedente en la actuación de los legisladores republicanos cuando la elección presidencial estaba lejana.
Para entonces, y bajo el mandato de Obama, el juego político cambió a conquistar no al electorado estadounidense en general, sino a la base partidaria.
Un segundo factor contribuyó a dicho cambio, y ocurrió tras el fallo de la Corte Suprema en el caso Citizens United contra la Comisión Nacional de Elecciones, que ha permitido la inversión de grandes sumas de dinero en las campañas a partir de 2010.
Aunque fue lo que se especuló en un primer momento, dicho fallo no se tradujo necesariamente en privilegios para las corporaciones, sino en una vía para hacer avanzar agendas ideológicas particulares y objetivos políticos personales. Al tiempo que los cabilderos han continuando siendo instrumentos destacados para lograr leyes a su favor, a la hora de buscar inclinar la balanza política, los grupos de acción política marcan la pauta. Así ocurre en ambos partidos.
Ello explica que la actual elección es en gran medida un duelo multimillonario de intereses y hasta egos, donde los principios ideológicos quedan opacados o simplemente echados a un lado.
Hablar de capitalismo y socialismo es un sin sentido. Más bien es la lucha del capitalismo tradicional estadounidense contra otro corporativo —mercantilista en esencia y populista en forma— que se ha adueñado del poder.
El cambio en el Partido Republicano, de un conservadurismo pragmático norteño a un fundamentalismo rural sureño, contribuyó en gran medida a una polarización ideológica de los votantes, lo cual llevó a la Cámara de Representantes a políticos aferrados a posiciones ideológicas extremas y opuestos al compromiso.
Sin embargo, dicha rigidez ha desatado un efecto similar, aunque de signo contrario en el Partido Demócrata. Solo que hasta ahora, estos han logrado controlar las posiciones más radicales. El triunfo de Joe Biden en las primarias es un ejemplo de ello, aunque los trumpistas lo nieguen. A su vez, una derrota de Biden podría tener como consecuencia una verdadera radicalización demócrata.
Más allá de retórica de campaña, mentiras al uso y manipulación política, no hay un solo indicador importante que pueda servir para lanzar cualquier alarma de que un triunfo demócrata significa un acercamiento ideológico al socialismo, comunismo, anarquismo u otras malas yerbas para la mentalidad estadounidense promedio.
Todo lo contrario. En estos momentos el partido radical, intransigente y cerrado al compromiso es el republicano-trumpista. Solo hay que mirar hacia Trump y Mitch McConnell.
Tanto Trump como el movimiento Tea Party han sido —de manera profunda y desafiante— opuestos a cualquier tipo de moderación. Que la presencia de uno y las reliquias de otro se esfumen en las urnas será un beneficio para los verdaderos conservadores.
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