Los empleados estaban preocupados, y hasta con vergüenza. Bueno, esto último era de esperar que fuera fingido; aunque nadie escatimaba en el esfuerzo. Bajaban la cabeza y evitaban mirarse unos a otros, pero todos pensaban lo mismo: en las próximas semanas su vida se iba a complicar —incluso— un poco más: nuevas incomodidades y menos tiempo disponible para ellos, su familia o para perderlo en lo que se les antojara. Porque el ministro había sido claro: “El dinero obtenido era un dinero sucio. Así no podía ser la cosa. Se había perdido la pureza y era necesario recuperarla de inmediato”.
Era La Habana y la década de los sesenta y los que soportaban el reproche autoritario no eran culpables de un robo, tráfico de drogas, prostitución, y ni siquiera engaño alguno. En las últimas semanas se habían dedicado a conseguir los artículos más diversos y humildes para venderlos en pequeñas ferias tras el horario semanal —aunque llamar “feria” a cuatro mesas con cuatro tarecos en una acera evidencia torpeza en quien escribe. Centavo a centavo se acercaban a la meta fijada en el ministerio para contribuir económicamente a un evento cualquiera, decretado por el gobierno, el partido, Fidel Castro o cualquier otro sinónimo.
Sin embargo, en vez de felicitarlos, como todos esperaban por estar cercanos a la cifra de recaudación —que incluso pensaban superar—, el ministro estaba indignado. Consideraba que el empeño no ejemplificaba un esfuerzo revolucionario sino una obra de perdición.
Porque las ganancias producto de unas sencillas ventas estaban viciadas. No era dinero puro y de inmediato quedaban prohibidas actividades de ese tipo. Los fondos que faltaban para cumplir el compromiso y superarlo —siempre se daba por sentado que los compromisos se superaban— había que ganárselos con trabajo agrícola.
El ministro volvía una y otra vez a enfatizar ese lenguaje casi religioso —de honor y pecado—, como si fuera no un simple cura sino un obispo o regidor, mientras se arreglaba la chaqueta de cuero; porque un ministro podía ostentar que todo el tiempo estaba en un ambiente refrigerado, donde no llegaba el calor de aquel verano en la Cuba revolucionaria.
Era La Habana y la década de los sesenta y los que soportaban el reproche autoritario no eran culpables de un robo, tráfico de drogas, prostitución, y ni siquiera engaño alguno. En las últimas semanas se habían dedicado a conseguir los artículos más diversos y humildes para venderlos en pequeñas ferias tras el horario semanal —aunque llamar “feria” a cuatro mesas con cuatro tarecos en una acera evidencia torpeza en quien escribe. Centavo a centavo se acercaban a la meta fijada en el ministerio para contribuir económicamente a un evento cualquiera, decretado por el gobierno, el partido, Fidel Castro o cualquier otro sinónimo.
Sin embargo, en vez de felicitarlos, como todos esperaban por estar cercanos a la cifra de recaudación —que incluso pensaban superar—, el ministro estaba indignado. Consideraba que el empeño no ejemplificaba un esfuerzo revolucionario sino una obra de perdición.
Porque las ganancias producto de unas sencillas ventas estaban viciadas. No era dinero puro y de inmediato quedaban prohibidas actividades de ese tipo. Los fondos que faltaban para cumplir el compromiso y superarlo —siempre se daba por sentado que los compromisos se superaban— había que ganárselos con trabajo agrícola.
El ministro volvía una y otra vez a enfatizar ese lenguaje casi religioso —de honor y pecado—, como si fuera no un simple cura sino un obispo o regidor, mientras se arreglaba la chaqueta de cuero; porque un ministro podía ostentar que todo el tiempo estaba en un ambiente refrigerado, donde no llegaba el calor de aquel verano en la Cuba revolucionaria.
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