sábado, 30 de octubre de 2021

Medio millón para cada inmigrante ilegal

El gobierno del presidente Joe Biden está considerando otorgar $450.000 por persona, para llegar a un acuerdo en las demandas provocadas por la política de separación de las familias inmigrantes en 2018, durante la época de Trump.
Esta política, llamada de “Cero Tolerancia”, luego fue suspendida  por un juez y más tarde abandonada por la anterior administración.
Funcionarios del Departamento de Seguridad Nacional (Department of Homeland Security) consideran que el número total de personas, colocadas en custodia entonces, supera a los 5.500.
En la mayoría de las ocasiones, los niños fueron separados de sus padres por patrulleros fronterizos y enviados  a albergues del gobierno, mientras sus familiares fueron encarcelados para ser juzgados por entrar al país ilegalmente.
Un año más tarde, en más de 1.000 casos no había sido posible reunificar las familias.
Parte de los involucrados en estas situaciones tenían motivos admisibles para solicitar asilo, otros no.
La solución de este conflicto, creado por la administración que le precedió, tiene consecuencias políticas que los republicanos —los causantes del lío y que ahora niegan su culpa — buscan explotar con fines electorales.
Cuentan con municiones de sobra para ello: decir que el actual gobierno quiere darle más dinero a los inmigrantes ilegales que a las familias de los soldados de Estados Unidos muertos en conflictos internacionales; argumentar que los cheques por el acuerdo legal se convertirán en un incentivo tremendo para nuevas y mayores caravanas; escandalizarse porque en la actualidad se busca premiar al delito y no castigarlo. La lista puede ser interminable.
Un negocio resolvería fácilmente una situación similar. Pagaría (por supuesto, trataría de pagar lo menos posible) y concluiría el asunto a la mayor brevedad posible.
Pero un gobierno no un negocio y las consecuencias son distintas. Por una parte la administración Biden quiere dar por concluida una situación embarazosa para Estados Unidos (no la  única, por cierto). Por la otra sabe que dilatar el asunto y que llegue a corte implica que un juez cualquiera puede formular un fallo a favor de los inmigrantes indocumentados por varios millones de dólares. A todo ello se une que la situación en la frontera no es algo que esté favoreciendo al gobierno actual.
Contra todos esos argumentos, hay un hecho poderoso y tiene que ver con la percepción del ciudadano estadounidense —nacido aquí o en el extranjero—, y que vive legalmente en este país y pasa o no pasa trabajo para acomodar las cuentas y los pagos al llegar el fin de mes: enterarse de la entrega de $450.000 a quienes intentaron entrar aquí ilegalmente no es una noticia que se asimile con paz y armonía.
Desgraciadamente, en ocasiones resulta fácil pasar por alto culpabilidad y culpable.
Por ejemplo, cinco años después de que Joe Arpaio no fuera reelecto a la oficina del sheriff del condado de Maricopa, Arizona, las demandas en su contra les han costado a los contribuyentes $100 millones. Nadie ha tocado a su puerta a reclamarle ese dinero, gastado, pagado, dilapidado por su culpa.
Todavía está por calcular cuánto nos costará Trump y su política migratoria. No solo en dolor y sufrimientos, sino en dólares.
Con información de The Wall Street Journal y The Washington Post.

Biden y el papa Francisco: el aborto y la comunión


La reunión del presidente de Estados Unidos, Joe Biden, con el papa Francisco, tuvo como una primera y pública consecuencia que el mandatario realizara una de sus tantas declaraciones y frases que se consideran fuera de lugar. También promovió la crítica de varios obispos considerados entre los más reaccionarios de EEUU.
“La cuestión salió a colación. Acabamos de hablar sobre el hecho de que él estaba feliz de que yo fuera un buen católico y debería seguir recibiendo la comunión”, dijo Biden después de reunirse con el Papa.
Uno no comenta lo que habló con el sumo pontífice, especialmente si es un asunto privado. Pero Biden es un católico practicante y más de una vez ha roto con las convenciones y el protocolo diplomático.
Por su parte, Biden siempre ha dejado en claro su posición sobre el aborto, incluso en circunstancias donde la política —y las elecciones— han sido el centro del debate.
Durante el debate entre los candidatos a la vicepresidencia estadounidense, en octubre de 2012, a Biden y Paul Ryan, ambos católicos, se les preguntó sobre su posición respecto al aborto.
Ambos contendientes dijeron estar en contra del aborto, pero Biden dejó en claro el vínculo entre creencia personal, posición política y respuesta para ganar una elección. Y eso fue que se estableció claramente una diferencia entre ambos.
Mientras Biden fue simple y contundente, al expresar que no trataría de imponer a otras personas sus principios y creencias, Ryan se dedicó a repetir lo mismo que había expresado días antes el candidato presidencial republicano Mitt Romney: que no era parte de su agenda cambiar la actual legislación sobre el aborto, pero que al mismo tiempo su gobierno solo elegiría candidatos a magistrados para el Supremo que fueran “pro vida”. Es decir, trató tanto de mostrar una imagen moderada, pero al mismo tiempo quedar bien con esa base de votantes fanáticos necesaria para un triunfo republicano. Años después, Donald Trump, prescindió de esa moderación, y la promesa cumplida de solo seleccionar magistrados pro vida todavía le rinde débitos políticos entre los votantes evangélicos.
Por supuesto que el comentario reciente de Biden no ayuda a lo obispo estadounidenses que están a favor de su presidencia. También causó de inmediato una serie de twitters de los obispos más conservadores, que son también unos persistentes críticos del papa Francisco.
La comunión la puede negar un sacerdote de una parroquia, pero pretender que los políticos puedan ser “castigados” en ese sentido solo cabe en las mentes de quienes viven en una sociedad extremadamente politizada como es en la actualidad la sociedad estadounidense.
Los obispos que ha criticado al Papa por su reunión Biden no lo hicieron de manera directa. Se limitaron a volver a enviar twitters no propios, pero en los cuales encontraron una afinidad ideológica.
Al hacer el comentario, Biden actuó más como creyente que como gobernante. Otros se han limitado a defender sus trincheras.

jueves, 28 de octubre de 2021

Cuando los exiliados de Miami confundieron el Vaticano con el Versailles

  

Cuando varias decenas de exiliados cubanos intentaron manifestarse en la plaza de San Pedro, en favor de la convocatoria a una marcha en Cuba por la libertad de los presos políticos, el cambio, la libertad y un debate nacional —todo por medios pacíficos—, fueron rechazados por las autoridades del lugar el pasado domingo 24 de octubre.
A los manifestantes no se les permitió acceder a la plaza, ya que el Vaticano, tiene prohibido las manifestaciones de índole política en su territorio; tampoco exhibir carteles y banderas (a uno de ellos le fue arrebata una bandera cubana por un policía italiano); y tuvieron que conformarse con manifestar su protesta en la Avenida de la Conciliación, la calle que lleva directo al Vaticano y forma parte de la ciudad de Roma, territorio italiano.
El acto político estaba destinado a ocurrir durante la hora del Ángelus, en que el Papa acostumbra a recitar la tradicional oración y saludar a los peregrinos que han solicitado previamente su presencia y ha sido aprobada. A los manifestantes exiliados se les había negado previamente el permiso de participación.
Durante la celebración, dichos peregrinos en muchos casos portan banderas, pero como representación de sus países, no con fines políticos. 
Por supuesto que la negativa y el rechazo por parte del Vaticano, a permitir un acto político en su territorio, ha provocado comentarios de exiliados miamenses irritados, con el aditamento peculiar de insultos y malas palabras que se ha convertido en el nivel retórico anticastrista peculiar de los últimos tiempos —tanto en Miami como en algunas veces en Cuba. Y por supuesto también que el particular objeto de insulto es el papa Francisco, ya de por sí una figura nada querida por iguales exiliados.
Quizá la vana ilusión ha llevado a dichos participantes a pedir disculpas al Vaticano y —no faltaba más— al Papa.
En favor de ellos vale decir que la función de refugio y amparo para perseguidos, y necesitados de apoyo, es uno de los fundamentos de la Iglesia católica, según sus propios enunciados.
La Iglesia no puede —o debe, porque en muchas ocasiones lo ha hecho— eludir su función. Solo que esta es matizada por las circunstancias, sin olvidar que uno de sus fundadores, desde el inicio —a su conveniencia y para evitar el peligro— definió lo que es del “César” y lo que es de “Dios”.
En igual sentido, tampoco es válido el argumento del supuesto carácter apolítico de la institución,  porque ello no es cierto.
Sin embargo, desde hace décadas existe una incomprensión, por parte de algunos opositores cubanos en la isla y del anticastrismo dominante en Miami, de la función de la Iglesia —pastoral y política—, en la que el Vaticano tiene la última palabra; lo que no impide criticarla.
El decidir si esa incomprensión de cierto anticastrismo es ignorancia, acomodo o simple intransigencia queda al criterio de cada cual.
En cuanto a lo ocurrido el domingo, no es difícil llegar a conclusiones. La marcha no estaba autorizada. El Vaticano, como Estado soberano, decide lo que permite o no. Aquí acaba el debate y comienzan los acomodos, las conveniencias y la utilización de un hecho con fines mezquinos (diminutos, pobres, pequeños).
Basta señalar el nombre oficial del país: Estado de la Ciudad del Vaticano. La basílica y la plaza de San Pedro forman parte de ese territorio.
Pero además es bueno recordar que en dicha plaza actúan dos cuerpos policiales: la policía italiana y la del Vaticano, además de un cuerpo de seguridad que controla la entrada y registra a quienes entran en la basílica. El control de seguridad del ingreso a la plaza de San Pedro es responsabilidad de la policía italiana, porque aunque no lo parezca, se pasa de un Estado a otro. Dichos cuerpos no son curas de aldeas, y actúan con severidad y sin miramientos, como ha podido comprobar quien ha visitado el lugar.
Así que cuando el Vaticano o Roma dice algo, lo mejor es obedecer; no a Dios sino al policía de turno.
La Ciudad del Vaticano y la Santa Sede son términos que se utilizan indistintamente, pero no significan lo mismo, como puede comprobar cualquiera simplemente consultado a Wikipedia.  
La Ciudad del Vaticano se refiere a la ciudad y a su territorio, mientras que la Santa Sede tiene que ver con la institución que dirige la Iglesia —la cual posee personalidad jurídica propia como sujeto de derecho internacional.
En rigor, es la Santa Sede y no el Estado del Vaticano la que mantiene relaciones diplomáticas con los demás países del mundo, aunque es el Vaticano quien da el soporte temporal y soberano (sustrato territorial) para la actividad de la Santa Sede.
Para buscar el apoyo de la Iglesia, los caminos son otros y no precisamente el acudir a la plaza de San Pedro, al menos que lo que se busca se limite a un show mediático. Confundir al Vaticano con Versailles —el de Miami, no el de verdad— es típico de un exilio que no aprende, sino disfruta de sus errores. “Bochinche, siempre bochinche”, Miranda debió haber nacido en Cuba.
Algunos incidentes
Sobran los ejemplos de los desacuerdos y confusiones, entre la influencia real y el simple aspaviento o la acción extemporánea, protagonizados por opositores y exiliados cubanos.
En diciembre de 2007 ocurrió uno en una iglesia de Santiago de Cuba, que no solo resultó un ejemplo más de los enfrentamientos entre opositores pacíficos y el gobierno, sino una muestra de la compleja relación entre quienes manifiestan su rechazo al régimen de La Habana y una Iglesia empeñada en una labor apostólica, que en muchas ocasiones ha buscado distanciarse de la política cotidiana de la isla.
Ocurrió de esta manera.
Luego de que unos 25 disidentes vestidos de negro marcharon por calles de Santiago de Cuba, se dirigieron al templo Santa Teresita, en cuyo salón parroquial fueron detenidos más de 20 de ellos, que luego quedaron en libertad.
Posteriormente, el arzobispo de Santiago de Cuba, Dionisio García Ibáñez, afirmó que las autoridades cubanas se habían disculpado y lamentado el incidente.
 “Creo que estas cosas hay que evaluarlas siempre de una manera dinámica, en el sentido de mirando hacia el futuro y evitar que situaciones como estas pasen. A nadie le conviene que esto pase y nadie quiere que esto pase”, comentó el prelado.
Otro desencuentro, menos violento y sin tanta divulgación, al parecer ocurrió en un templo de La Habana. 
Según Cuba Católica, un sacerdote de la iglesia de Nuestra Señora del Carmen, en La Habana, amenazó con denunciar a un grupo que se reunía en el templo para rezar por quienes se encuentran encarcelados en la isla por motivos políticos. 
De acuerdo al periodista independiente Julio Beltrán Iglesias, el padre Teodoro le dijo a los disidentes que no podían “tirarse más fotos dentro de la iglesia ni quería que mencionáramos el nombre de la iglesia por internet; ya que si haríamos [sic] algo de esto nos acusaría a las autoridades cubanas”.
Ambos casos (el segundo incidente no pudo ser verificado en su momento por una segunda fuente) son ejemplos de la cautela —falta de compromiso dirán algunos— con que la Iglesia Católica lleva años tratando su situación en Cuba.
Otro ejemplo.
En julio de 2015 un grupo de opositores, que asistió a una recepción por el Día de la Independencia de Estados Unidos, organizada por la Oficina de Intereses de Estados Unidos en La Habana, a cargo de Jeffrey DeLaurentis, aseguró al Diario Las Américas que el entonces cardenal cubano Jaime Ortega Alamino —ya fallecido— se negó a aceptar una petición de amnistía para los presos políticos.
Los detalles de lo ocurrido, según lo publicado entonces por la prensa de Miami, no estaban libres de discrepancias. 
Por su parte Antonio Rodiles, director del proyecto cívico Estado de SATS, declaraba a El Nuevo Herald que le había entregado la propuesta al cardenal. Pero volviendo al Diario La Américas, allí Rodiles confirmaba que se había acercado al cardenal para entregarle la propuesta de ley de amnistía y que “el representante de la Iglesia no rechazó recibir el documento de manera tajante, pero se cuestionó por qué le estaban entregando el documento en ese lugar”.
De nuevo nos topamos con una institución (la Iglesia) y la consideración, por parte de esta, del “lugar adecuado”.
Según Rodiles al Herald, el cardenal no había “mostrado interés” y “tratado de minimizar a la oposición diciendo que en Cuba no hay presos políticos”.
“El cardenal se ha descalificado como mediador”, agregaba.
Aprovechar una recepción diplomática para la entrega de un documento de esta naturaleza, dentro de la situación cubana, puede ser considerado un desafío, incluso una provocación. Pero no constituye una ofensa. El cardenal Ortega debió haberse guardado el documento en el bolsillo y punto.
No es que todo lo hecho o dicho por dicho cardenal fuera meritorio, pero echar a un lado su historial, olvidar la pastoral “El amor todo lo pueda”; su labor en la liberación del grupo los 75 presos políticos de la Primavera Negra y a favor de las Damas de Blanco, puede interpretarse no solo como un gesto de ingratitud, sino como una actitud errada en lo político. Siempre y cuando la prioridad sea realmente la lucha en favor de la libertad y los derechos humanos y no la búsqueda de protagonismo.
Iglesia y gobierno
En las difíciles y complejas relaciones que la Iglesia católica mantiene con el Estado cubano actúan varios factores y hay diversos aspectos, definidos fundamentales por la labor de la institución y lo que le está permitido o no dentro de una sociedad como la que existe en la isla.
Mientras que las relaciones entre el Vaticano y La Habana —como dos Estados con concepciones ideológicas diferentes pero con nexos cordiales— han mejorado fundamentalmente luego de la visita de Juan Pablo II a la isla, no puede decirse lo mismo respecto a otras funciones que la institución religiosa lleva a cabo.
En primer lugar la Iglesia nacional ha crecido notablemente en lo que se refiere al número de fieles y la libertad para realizar actos como procesiones religiosas. Pero al mismo tiempo encuentra impedimentos y dificultades en extender su papel en la sociedad, como organización educativa, de asistencia humanitaria y social, y por lo tanto lograr el aumento de su influencia en la ciudadanía, más allá de satisfacer una necesidad espiritual.
Por su parte, el gobierno cubano siempre ha utilizado la amenaza del aumento de los participantes en las sectas evangélicas como instrumento de chantaje (aumento de un culto que por otra parte también ve como un potencial peligro para él).
En los terrenos de ayuda y guía del cubano de a pie, a la hora de enfrentar los problemas materiales —funciones en la que colabora pero también compite con el gobierno— a la Iglesia se le permite desempeñar un apoyo condicionado. Se saluda su participación, pero al mismo tiempo existen límites que le impiden pasar a ser —en buena medida— uno de los sustitutos de un Estado que, por principio, se define como el medio principal para llevar a cabo la satisfacción de las necesidades materiales, de educación y desarrollo personal. 
Al igual que ha ocurrido con el trabajo con cuenta propia y su crecimiento plagado de obstáculos, a la Iglesia se le acepta en una condición dictada por las circunstancias del momento, pero se hace lo posible por no extender su alcance más allá de ciertos límites.
Es por ello que el intento de aprovechar un momento de oración en la plaza de San Pedro, para llevar a cabo un acto político, estaba desde el inicio condenado al fracaso. Al menos —hay que repetirlo— que su intención fuera solo formar un show mediático. Pero incluso si ese fue el objetivo, su alcance estuvo limitado a Miami. Claro que quizá eso fue lo único que se pretendió. En resumidas cuentas, es de esta ciudad de donde sale el dinero. Lo demás no cuenta.
Así se pasa por alto que al Vaticano solo se va por dos objetivos: para rezar y para contemplar obras de arte. Y hasta ahora, no venden pastelitos. Es posible que esto último cambie en el futuro, así que quedan esperanzas.

jueves, 21 de octubre de 2021

La «Pravda» de Trump


Trump ya se dio cuenta que para ganar necesita un órgano de prensa propio, y siguiendo el ejemplo de Lenin le dio igual nombre al suyo. Poco original, pero que encierra una gran verdad.



 

martes, 19 de octubre de 2021

La realidad cubana y la ilusión perdida

La realidad cubana, en su forma más cruda, es la tragedia de la ilusión perdida.
El 1º de enero de 1959. El día en que el ciudadano se creyó dueño de su destino y terminó encerrado, preso de sus demonios y de los demonios ajenos.
La revolución como un dios arbitrario. Un proceso que alentó las esperanzas y los temores de los pobres y la clase media baja; que les dio seguridad para combatir su impotencia y les permitió vengarse de su insignificancia. Que nutrió el sadismo latente en los desposeídos y les brindó la posibilidad de ejercer un pequeño poder ilimitado sobre otros, pero que al mismo tiempo intensificó su masoquismo, al establecer como principio la aniquilación del individuo en el Estado, y vio en ello satisfacción y gozo.
Un sistema que desde sus comienzos hasta hoy —y mañana si llegara a existir—  alienta el oportunismo, porque no posee principios. Una patria que solo ofrece a sus hijos la satisfacción emocional que se deriva del embrutecimiento, la envidia, el odio y el delito compartido. Una ideología que alimenta el patriotismo como un sentimiento de superioridad, pero que en cambio practica la entrega total del país al mejor postor.
Un intento despiadado de manipulación masiva, de no darle tiempo a nadie de percatarse que su vida ha sido empobrecida cultural y económicamente.
Un país cuya mayoría de la población actual ―que aún no había nacido dicho 1º de enero― siempre ha vivido bajo el poder de un padre putativo, dominante y despótico, pero también sobreprotector y por momentos generoso en el pasado: el Estado cubano, que por décadas se ejemplificó y concretó en una figura, un hombre, un gobernante. Padre al que se trató no sólo de complacer en ocasiones, sino de obedecer siempre; al menos de aparentar esa obediencia.
Una población dominada por un régimen continuista, pero ahora nada dispuesto a seguir prometiendo esa sobreprotección de un Estado supuestamente capaz de satisfacer las principales necesidades del ciudadano ―aunque esto fuera siempre más una declaración que un hecho― y que lo ha abandonado materialmente, mientras yace atrapado entre la incertidumbre, la desesperanza y el tedio.
Tras la épica engrandecida hasta el cansancio de la lucha insurreccional y los primeros años de confrontación abierta, se abrió paso una obligación repetida, generación tras generación, de servir de puente a un futuro que se definía luminoso. En lo cotidiano fue un destino vulgar, que se caracterizó por el aburrimiento: el trabajo productivo y la guardia nocturna con el fusil sin balas. 
Desde el punto de vista psicológico, se descartó primero el derecho a la adolescencia —el afán de la rebelión— y luego se transformó el principio de la realidad que rige la adultez por una simulación infantil.
Ese detener el tiempo transformó a los cubanos en eternos niños. Ahora esos niños ya ancianos están viendo que todo el esfuerzo de una revolución rápida y violenta se está transformando en una contrarrevolución pausada y sin algarabía en lo económico, aunque con igual represión. El capitalismo vuelve a Cuba, en su forma más primitiva y despiadada, sin ninguno de los resguardos que en otros países se han conquistado a lo largo de los años; una mezcla cansada de mercantilismo, capitalismo salvaje y clientelismo. 
La lucha por sobrevivir convertida en realidad única. Por un motivo u otro, se acumularon las frustraciones en rebelarse. Hasta donde llegaron las concesiones hechas al sistema es historia personal. Unos fueron heroicos en su fracaso, otros simplemente cobardes o pusilánimes. Se puede argumentar que no fue una culpa personal o ciudadana, pero ha definido el panorama nacional.
Una tras otra, se han ido amontonando las generaciones inacabadas, incompletas en su capacidad de formar un destino.
Los cubanos se han transformado en maestros de la espera. Nos enseñaron a dominar el arte de la paciencia: un futuro mejor, un cambio gradual de las condiciones de vida, un viaje providencial al extranjero. Nos enseñaron también a no arriesgarnos, a no creer en el azar, a resignarnos a la pasividad. Seguimos esperando.

lunes, 18 de octubre de 2021

El video de Lage


En el video de Carlos Lage que recorre las redes sociales hay algo —o mucho para algunos— de campaña política subrepticia, en busca de una futura o posible candidatura presidencial. El video aparece bajo el pretexto de la celebración de 70 años de edad del ex vicepresidente del Consejo de Estado de Cuba entre 1993 y 2009, que lleva diez años alejado de la vida pública y dedicado a ejercer su profesión de médico.
El video encierra una paradoja: parece o simula ser un recuento pero dedica más de un gesto a abrir una puerta; o al menos una ventana, un resquicio de futuro. Quede claro que de existir dicho intento, las circunstancias nacionales adquieren mayor peso que la edad del interesado. Además, con los últimos ejemplos estadounidenses, 70 años no es nada.
Sin embargo, que se logre el supuesto me parece casi imposible, pero que se intente divulgar la idea, si bien de forma tan pálida y rudimentaria y aunque sea un engaño, resulta interesante. 
La sospecha de que todo sea una maniobra —un ejercicio de distracción en medio de la crisis por la que atraviesa Cuba— no deja de ser una opinión a considerar. Pero incluso con esa intención, insinuar una propuesta reformista tangencial a la estrategia de sucesión de Raúl puede que no sea muestra de osadía sino de consenso.
Dos puntos. 
El primero, la presidencia de Díaz-Canel tiene la solidez de Raúl Castro vivo, si acaso. Hace apenas dos años, algunas insinuaciones del video no eran posible en Cuba. El segundo es que Lage habla de socialismo de una forma que parece insinuar socialismo a la europea. Vale la pena recordar que, en el momento de la represión, Díaz-Canel llamó a los comunistas, no a los socialistas.

Miami y la segunda oportunidad perdida


Todo emigrante que sale de su país, con la esperanza de lograr fuera lo que no ha conseguido en su patria, debe descubrir que siempre queda algo más allá del placer del triunfar —por pequeño y transitorio que este sea— y es intentar que se haga justicia. No como recompensa al justo, sino como castigo frente a lo mal hecho.
 En muchos casos actuar “de forma correcta” en Miami no es regirse por principios. Es acomodarse a la situación. Conocer las reglas del juego. No con el fin de cumplirlas. Lo importante es saber cuándo resulta el momento adecuado para violarlas impunemente. No se trata de jugar bien. Lo único que se deben conocer son las trampas. Cuáles son permitidas y cuáles no. En qué momento poner una zancadilla a otro jugador y en qué momento esquivar el que se la pongan a uno. Saber además cuándo permitirla. El instante adecuado para caerse antes del golpe.
Siempre queda el dedicarse a la protesta. Pero protestar es una trampa más. Que algunos saben muy bien como esquivarla. Los que son torpes se limitan a no protestar. Cuando se cuenta con un mínimo de habilidad se entra en el juego de la protesta: hacerlo en el momento adecuado en que se ve bien a los que protestan o escoger los temas sobre los cuales la protesta es saludada con entusiasmo.
Desde el punto de vista político, todo este juego y rejuego es fácil y conveniente. Hasta cierto punto, la ciudad continúa en manos de los que llegaron primero —algunos, pocos, con dinero— e iniciaron los primeros negocios y establecieron los vínculos políticos necesarios para que esos negocios salieran adelante. Por supuesto que en este primer grupo estaban los “batistianos”. Después vinieron otros que no eran batistianos, pero que estaban dispuestos a olvidarse de que sus nuevos vecinos eran los responsables de que todos estuvieran allí. Se creó el mito de que Fidel Castro los había engañado.
Durante décadas los batistianos —o al menos buena parte de los batistianos y de los hijos de los batistianos— fueron considerados “dueños de la ciudad”. Aunque en el fondo no se trataba de una conquista, sino de una apariencia. Se levantaban todos los días con el firme propósito de continuar aparentando que eran los “dueños”. Porque la ciudad nunca ha dejado de ser estadounidense.
Durante esas décadas también cada día llegaban más exiliados. Primero los que tras irse Batista habían luchado contra los ganadores; después los que ganaron para al poco tiempo perder; y luego los que volvieron a ganar y acabaron perdiendo. No llegaron como perdedores. Traían unas ganas inmensas de intentar ganar de nuevo. Más motivos para que los batistianos pudieran repetir una y otra vez su papel de víctimas. Solo que ahora otros reclamaban que en realidad las víctimas eran ellos. Todos querían ser víctimas. Pero nadie quería ser un perdedor.
El diferenciar a diario entre ganadores y perdedores en Cuba alimenta los odios del exilio. También carece de sentido. Al poco tiempo de vivir en Miami, algunos exiliados comienzan a darse cuenta de que algo no anda bien. Lo que al llegar creían que era una reafirmación comienza a agrietarse. Puede que al principio no se den cuenta.
Si el paso al exilio es un viaje a las antípodas, resulta lógico que los que allá estaban arriba aquí estén abajo. Que los triunfadores en el otro extremo fueran los fracasados en este. Que quienes alimentaron el error ahora sufran las consecuencias.
Equivocado. Acabar con el castrismo parecer ser la razón de existir de Miami. Al menos, eso es lo que escucha y lee por todas partes. Pero también había otra realidad, que no se dice a diario pero tampoco se ocultaba.
Por una época esta realidad fue incluso más evidente. Por entonces se veía a diario en los noticieros. Luego ocuparon la mayor parte del tiempo en los programas de televisión nocturnos, que contaban con la participación de invitados. Se había pasado de la noticia al sainete.
Fue la época en que era noticia si desertaba un funcionario del régimen. Su figura aparecía en los noticieros y las páginas de los diarios. Si llegaba un preso político más, solo se enteraban los familiares. Si el inmigrante era alguien que se había negado a militar en las filas del Partido Comunista —y a desempeñar funciones de responsabilidad en favor del régimen—, las posibilidades de encontrar empleo dependían de su suerte. Si se trataba de un funcionario más o menos importante, lo más probable era que al poco tiempo contara con las relaciones suficientes para procurarse un buen salario. 
Pero la importancia no radicaba en reconocer si el que llegaba había sido o no funcionario, escritor, general o recadero. Aceptar y celebrar la llegada de los desertores fue un paso de avance en el exilio, logrado tras el éxodo del Mariel. Alimentar el resentimiento resulta una actitud malsana
Este sainete ha perdido categoría en la época actual. Es una incongruencia llamarlo así, otorgarle dicha categoría. En las redes sociales, plataformas y sitios y programas originados en Miami —que en buena medida han pasado a dominar el tema cubano en la ciudad— muchas veces, demasiadas, lo que rige es el brete, la chusmería y el insulto.
Quienes se dedican a recriminarse —y a inventar dichos y hechos— siempre despiertan la sospecha de estar buscando tanto integrarse con rapidez a una sociedad que desconocen, pero que desgraciadamente y en buena medida por razones demográficas, ha ido transformándose cada vez más para admitir su fácil acomodo, al tiempo que demuestran una habilidad adquirida en Cuba —y no hay que olvidar los años del llamado “período especial” en la isla— para sobrevivir a toda costa: y en algunos casos sobrevivir muy bien económicamente.
Lástima que todo ello lleve  a olvidar una razón fundamental. De lo que se trata —lo realmente importante— es renunciar a una vida de engaño. Tratar de avanzar por méritos propios. No repetir la antigua fórmula de apelar a las palabras convenientes y el ocultar sentimientos y motivos para escalar posiciones. El problema es que en Miami, muchos no han aprendido el difícil arte de hacerlo mejor, cuando tienen una segunda oportunidad.
Abandonarlo todo y empezar de nuevo es un acto de reafirmación. Para muchos cubanos —y quiero creer que este principio se ha mantenido a través de varias generaciones—, el exilio o la diáspora es tanto un viaje más allá de las fronteras de la patria como un regreso a los principios fundamentales. En ese recorrido doble debería quedar fuera —y si no ocurre uno debe luchar para lograrlo— todo lo que quedó atrás y no servía. A partir del momento de la salida, hay que intentar que cualquier triunfo futuro no sea obra del engaño. En Miami esto no resulta fácil. No niego que iguales dificultades se presenten en cualquier otra ciudad, pero me limito a las que existen aquí, no solo porque son las que mejor conozco, sino por la vinculación única que tienen con la política: un vínculo que acerca a Cuba y Miami. Es la política —o mejor decir: la conveniencia política— lo que determina el éxito. De nuevo tengo que aclarar que es una visión personal, no por ello deja de ser compartida.

viernes, 15 de octubre de 2021

Cuando la corrección política se convierte en un acto de incultura


En la transmisión del The Dick Cavett Show del 2 de noviembre de 1978, Anthony Hopkins contó lo que había aprendido con el estilo de actuar de Laurence Olivier y su producción teatral de Otelo. De ocurrir ese comentario artístico hoy, es probable que los participantes se sentirían obligados a mencionar —y criticar— el uso del maquillaje blackface por el célebre  actor británico, en la versión cinematográfica de 1965 de la misma obra. Lamentable que una denuncia adecuada del racismo se esté convirtiendo en motivo de desasosiego, duda y error.
Le acaba de pasar al compositor y profesor Bright Sheng, de la Universidad de Michigan, que se le ocurrió presentar la película con Olivier en el papel de Otelo —por cierto “el moro”, no “el negro”— a sus estudiantes de un seminario para analizar “Otelo, de Shakespeare a Verdi”. Algunos de ellos protestaron, rechazaron el film y argumentaron de que no se les había informado al respecto antes de la presentación; de la incultura cinematográfica como argumento para la persecución bajo la bandera de la corrección política.
La consecuencia es que Sheng —dos veces finalista de los Premios Pulitzer de música— no perdió su cátedra de un cuarto de siglo, pero sí el seminario. No bastaron sus disculpas y el apelar con torpeza a sus relaciones y labores compartidas con músicos de la raza negra. Para agregar ironía a la injusticia, el profesor es un sobreviviente de la Revolución Cultura en China, informa el diario español El País.

Estamos ante un hecho que ejemplifica lo pernicioso que para la academia estadounidense está resultando el temor —casi podría decirse el terror— que causa  el apartarse en alguna medida de los dictados de lo políticamente correcto; lo dañino que igual posición, de fidelidad absoluta a lo que se ha convertido en una especie de canon racial, provoca con resultados crecientes sobre la percepción de la población en general —y en especial de los electores y posibles electores— en cuanto a su visión del Partido Demócrata, sus ideales y su proyección política.

Blackface

El empleo del blackface —el pintarse un actor o cantante blanco la cara de negro para representar un personaje de esa raza— fue una práctica común, en teatro, cine y espectáculos populares en general, durante cerca de un siglo, que evidenciaba un racismo benevolente o mordaz —según el caso, bajo la forma de comedia, tragedia o melodrama—, pero siempre racismo. Es lógico que esta práctica —su recuerdo o su presentación cinematográfica— irrite y provoque el rechazo, no solo entre los miembros de la raza negra. Pero este rechazo no puede convertirse en un absoluto ni despreciar el contexto. 
En Estados Unidos este tipo de maquillaje se asocia particularmente a los minstrel shows, una forma de entretenimiento racista que se desarrolló desde comienzos del siglo XIX. En Gran Bretaña, la BBC mantuvo por 20 años The Black and White Minstrel Show en horario estelar, de 1962 a 1972.
Es cierto que el estereotipo adquirió características hirientes en muchas ocasiones y la caricatura degeneró en sarcasmo, pero también lo es que si se tiran al cesto todas las cintas —por ejemplo— donde aparecen artistas usando ese maquillaje, nos privaríamos de algunas creaciones importantes, desde la película que inauguró el cine sonoro estadounidense hasta un baile de Fred Astaire.

Otelo

En el caso de la obra teatral de Shakespeare, el protagonista Otelo es un general moro del que nunca se aclara su lugar de nacimiento. Para la época en que se desarrolla la obra, su procedencia puede ser de África, aunque también del Oriente Medio o incluso de España. Por otra parte cuando Shakespeare usa la palabra “negro” —lo que ocurrió antes de la “trata”— no está caracterizando una raza de forma exacta, sino describiendo a alguien con una piel más oscura que la mayoría de los ingleses, que en su tiempo la tenían muy pálida.
Sin embargo, en la película de Olivier el Otelo es negro —también en otras versiones pero no en todas— y el maquillaje exagerado, así como la actuación estereotipada (vale la pena compararla con la representación del personaje que hace Orson Welles, donde este tiene la cara y la piel oscura pero no aparece como un negro). Así que la acusación de racismo es válida, aunque las conclusiones no.

Cultura e ideología

Los señalamientos anteriores buscan alertar sobre dos aspectos.
Uno es el de los valores y las distancias culturales. Otro es el sobredimensionar afectivamente una realidad ideológica.
Al hablar de racismo en un espectáculo no se le puede aislar. No es lo mismo una representación caricaturesca en un minstrel show que una obra de teatro de Shakespeare o una ópera de Verdi. Hay matices y esos matices no se deben obviar, porque existe el peligro entonces de caer en una actitud totalitaria.
El Metropolitan de Nueva York ha dejado de utilizar el blackface en las producciones de Otelo (la ópera de Verdi), y es una buena idea. Sin embargo, tampoco hay que olvidar que en la ópera es común el cross-casting (al elegir un artista no hay una dependencia estricta entre el género, la edad y la raza del interprete y las características del personaje que va a representar: Der Rosenkavalier, por ejemplo). Esta es una vieja práctica que se ha intensificado con los años y la diversificación racial en los espectáculos culturales  se ha beneficiado de ello.
El segundo aspecto guarda una relación directa con la política. El justo rechazo no debe convertirse en intolerancia cultural, sobre todo a partir de un debilitamiento o disminución del basamento social y económico detrás de una ideología. 
Censurar no es un buen instrumento de combate y puede desencadenar una reacción adversa. El apartar de un seminario a un profesor, por el simple hecho de poner una película, no es la mejor manera de enfrentar el racismo. Es más bien abrir el camino a la censura.

jueves, 14 de octubre de 2021

La comezón del exilio revisitada


A veces en el exilio a uno le entra una especie de comezón, natural y al mismo tiempo extraña: comienza a manifestar un anticastrismo elemental que repite viejos dichos y esquemas, los mismos que quien ahora sufre el padecimiento en otra época no solo rechazó sino se burló de ellos.
También ocurre lo contrario, y el que es víctima del mal de pronto encuentra coincidencias y virtudes en lo que hasta ayer le producía repugnancia del castrismo. 
No se trata de un problema ideológico, de cambio de posición y mucho menos hay una epifanía. Quizá la explicación sea más simple: cansancio, aburrimiento, ganas de ser distinto.
Confieso no ser ajeno al síndrome en ambas manifestaciones. Temo también que no exista inoculación. Que una y otra vez el fenómeno se repita.
Es posible que haya algo de envidia en ello, que se añore no ser como aquellos que se han mantenido firmes en uno u otro sentido.
Reconozco que con los años y las sucesivas olas migratorias llegadas a Miami he comenzado a sentir cierta simpatía por la rudeza de un anticastrismo elemental, propia de quienes en muchas veces —con razón y sin ella— he catalogado de “exilio histórico”. No deja de ser estimulante enfrentarse a alguien con ideas contrarias pero claras, y con un empecinamiento tan fuerte como honesto.
Sin embargo, esta situación ha cambiado en los últimos años. Si como parece los nuevos inmigrantes declaran todo el tiempo que son partidarios de Donald Trump, poco queda por hacer.
Aunque el hecho cierto es que la comezón no respeta edades, ni años o décadas de exilio, por lo que puede afirmarse que casi nadie está a salvo de ella.
La ciencia, por su parte, no la toma en cuenta. No figura en los manuales médicos al uso y hasta el momento ningún seguro la cubre. Tampoco aparece en los cultos más o menos esotéricos. La astrología ni siquiera la desprecia y los brujeros están ocupados con otras cosas.
Algunos han intentado reducir a dos las explicaciones sobre la comezón del exilio. Una literaria y otra cinematográfica. La literaria se remonta y nos acerca a Rip Van Winkle, o de la historia condensada en un cambio de retratos para anunciar una taberna. Everyone Says I Love You es la explicación cinematográfica: algo ocurrido en el cerebro (¿un tumor?, ¿un bloqueo en las arterias?, ¿un episodio sin importancia?) temporalmente ha convertido en ultra reaccionario agresivo a un miembro de una familia liberal. Por suerte el orden natural de las opiniones se restituye antes de que termine la película.
Al final, lo más probable es que solo se trate de continuar en el exilio la senda oportunista amparada en el conocimiento de las “reglas del juego”, o apenas el temor a perder privilegios. En total la ansiada “libertad” adquirida en Miami no pasa de unas cuantas ventajas económicas y la práctica de un cinismo de café con leche con el que se intenta cubrir la cobardía.
La comezón del exilio viene muy bien a la tendencia impuesta desde hace décadas, en ambas costas del estrecho de la Florida, a mantener una conspiración de los extremos: volver una y otra vez a remedar un modelo caduco.
Sin embargo, cabe la sospecha de que estas burdas explicaciones no sean más que la costumbre de politizarlo todo, existente en Miami. Quizá el padecimiento sea simplemente consecuencia del cambio climático. Pero hasta ahora no se ha encontrado una institución, universidad o academia que esté dispuesta a dedicarle parte de su presupuesto para investigar el asunto.

martes, 12 de octubre de 2021

Miami: traje de gala y calzones rotos


Desde hace décadas, tanto la ciudad de Miami como el Condado de Miami-Dade (las diferencias territoriales no cuentan, al igual que en el símil del pájaro y las dos alas) se empeñan en ocasiones en búsquedas por todo el país para atraer a funcionarios, técnicos, especialistas, educadores, hasta policías idóneos. Les ofrecen salarios astronómicos, bonificaciones, privilegios.
Al poco tiempo esas figuras recién llegadas, en ocasiones traídas de lejos —bastante lejos para el conocimiento de los mapas que rige  por estas coordenadas— se estrellan. Chocan contra la eterna mediocridad pueblerina, los chanchullos, la corrupción, los vicios administrativos difíciles de arrancar o simplemente no dan la talla. También es posibles que en donde adquirieron esa fama que los trajo acá, existían condiciones para llevar a cabo funciones y tareas que en este lar ni soñar.
Entonces todo se arregla botando un poco más de dinero público. Eso sí, nunca se aclara si fue una mala elección desde el principio o una decepción hacia el final. Solo resulta evidente que, para quien viene de fuera, lo mejor es no meterse con las elites, familias o gente del barrio. Y entonces uno se pregunta si —desde el tanteo de entrada hasta la puerta de salida—, ese despilfarro no solo tuvo como fin el engañarse con apariencias de ciudad, sino más bien mostrar a las claras —una y otra vez— que los que mandan son los mismos de siempre.

domingo, 10 de octubre de 2021

¡Ay, otra vez!


Que Vargas Llosa, como cualquier empresario o negociante, trate de esquivar el pago de impuestos, no deja de ser una práctica común para ese grupo social. Que, desde el punto de vista literario, un escritor debe medirse por su obra y no por sus actos es algo conocido. Que también no hizo nada del otro mundo y que en España las referencias al asunto tienen que ver más con el rechazo político —y también intelectual— que su persona provoca. Todo ello está muy bien, pero que esto sirva al menos para que deje de predicar tanto como un miembro de una logia masónica de provincias. El episodio recuerda uno de hace varios años con la cantante y actriz  Madonna, cuando aparecieron unas fotos de ella desnuda. Entonces dijo que lo había hecho solo una vez, y al poco tiempo aparecieron otras más. Antes, cuando se hablaba de los papeles de un escritor, uno estaba seguro que la referencia se hacía a manuscritos, diarios, correspondencia, memorias, apuntes. Pero ¡ay!, los tiempos cambian.

miércoles, 6 de octubre de 2021

La arrogancia, los intelectuales y sus contrarios

Tras la victoria de Joe Biden en las elecciones presidenciales del pasado año, por un momento surgió la esperanza de que, lo que para muchos —o no tantos según el espejo ideológico y político desde el que se contemple el reflejo de la sociedad estadounidense— fue un paréntesis de pesadilla bajo la presencia de Donald Trump en la Casa Blanca, había concluido.

Se creyó entonces también —por el mismo grupo de bienaventurados ilusos— que, aunque tardaría un tiempo, la política nacional regresaría a una época no exenta de conflictos, crisis y desavenencias, pero sí más sensata y racional: con menos arrogancia.

Equivocados, equivocados, equivocados todos los que pensamos así. 

Cada día crece el temor de que Trump no fue simplemente un paréntesis sino un anticipo, que lo que entonces se atisbó puede volver con fuerza y quizá incluso no sea necesario el regreso del magnate inmobiliario, vendedor de baratijas a sus electores (transformadas por su arte en tumultos de ilusión y embrollos de victorias).

Las rencillas y enconos, elevadas no solo al pan diario de Washington, sino convertidas en la razón de ser de una población cada vez más dividida, donde los criterios de cada cual excluyen la discusión y cualquier intercambio.

En un artículo aparecido en The New York Times, Thomas B. Edsall presenta las opiniones, los análisis y los resultados de diversas  encuestas llevadas a cabo por científicos sociales, en los cuales queda claro el alcance y origen de esta división profunda. A continuación algunos de los hallazgos y conclusiones

Para el mes de abril de este año, alrededor del 35 por ciento de los estadounidenses creía que la victoria de Biden era ilegítima, y ​​otro 6 por ciento dijo que no estaba seguro. En comparación con la población general en edad de votar, quienes expresaron dichos criterios son desproporcionadamente blancos, republicanos, mayores, menos educados, más conservadores y más religiosos (particularmente más protestantes y más propensos a describirse a sí mismos como nacidos de nuevo).

Tres encuestas independientes arrojaron estos dados: una de la University of Massachusetts-Amherst Poll, la segunda del P.R.R.I. (Public Religion Research Institute) y la tercera de Reuters-Ipsos. Con excepciones menores, los datos son similares en las tres. 

En un estudio de septiembre de 2021, “Exposure to Authoritarian Values Leads to Lower Positive Affect, Higher Negative Affect, and Higher Meaning in Life”, siete académicos — Jake Womick, John Eckelkamp, Sam Luzzo, Sarah J. Ward, S. Glenn Baker, Alison Salamun and Laura A. King— muestran que el autoritarismo de derecha jugó un papel importante en las elecciones presidenciales estadounidenses de 2016. En los años siguientes, ha habido numerosas manifestaciones de “extrema derecha” en Estados Unidos, incluida la manifestación Unite the Right de 2017 en Charlottesville que culminó en un ataque automovilístico fatal, y la insurrección del Capitolio de 2021.

En EEUU, entre 2016 y 2017, el número de ataques de organizaciones de derecha se cuadruplicó, superando en número a los ataques de grupos extremistas islámicos, constituyendo el 66 por ciento de todos los ataques y complots en 2019 y más del 90 por ciento en 2020.

¿Qué explica el atractivo de los valores autoritarios? ¿Qué problema resuelven estos valores para las personas que los adoptan?

La presentación de valores autoritarios debe tener una influencia positiva en algo que sea valioso para las personas.

Los mensajes autoritarios influyen en las personas en dos niveles separables: por una parte el nivel afectivo, reduciendo el afecto positivo y aumentando el afecto negativo, y por la otra el nivel existencial, realzando el significado de la vida.

Mientras que el afecto negativo se muestra en “sentirse triste, preocupado o enfurecido”, el “significado en la vida” incluye al menos tres componentes: el significante, mediante el cual el sentimiento de que la vida y las contribuciones de uno son importantes para la sociedad; el de propósito, que significa para quien lo exhibe el tener la vida impulsada por la búsqueda de metas valiosas; y por último la coherencia o comprensibilidad, que se traduce en que lo sustenta percibe que su vida, en su aspecto más personal y sensible, tiene sentido.

Puede parecer irónico que el autoritarismo —un sistema de creencias que implica el sacrificio de la libertad personal a un líder fuerte— influya en la experiencia del significado de la vida a través de la promoción de sentimientos de importancia personal. Sin embargo, el autoritarismo de derecha proporciona a una persona un lugar en el mundo, como fiel seguidor de un líder fuerte. Además, en comparación con el propósito y la coherencia, le permite al individuo saber, o creer saber con gran certeza, que su vida es importante, de manera duradera, y al mismo tiempo de la satisfacción de considerar que constituye un desafío. Traspasar este desafío a un líder fuerte, y la inversión en convenciones sociales, puede permitir al individuo que adquiera un sentido de significado simbólico o indirecto, derivado de fidelidad al líder, con independencia de los valores inherentes a dicho líder y la significación final que la labor de dicho líder adquiera con el tiempo, las consecuencias de sus actos o las repercusiones en el plano social y económico. 

Orientación intelectual o anti intelectual

David C. Barker, Morgan Marietta y Ryan DeTamble, todos expertos en ciencias políticas, argumentan en “Intellectualism, Anti-Intellectualism, and Epistemic Hubris in Red and Blue America” que la arrogancia epistémica —la expresión de una certeza fáctica injustificada— es predominante bipartidista y asociada tanto con el intelectualismo (una identidad marcada por hábitos reflexivos y el aprendizaje por sí mismo) como con el anti intelectualismo (afecto negativo hacia los intelectuales y el establecimiento intelectual).

La división entre intelectualismo y anti intelectualismo —escriben— es distintivamente partidista: los intelectuales son desproporcionadamente demócratas, mientras que los anti intelectuales son desproporcionadamente republicanos. Por implicación, tanto el intelectualismo de la América azul como el anti intelectualismo de la América roja contribuyen a la intemperancia e intransigencia que caracterizan a la sociedad civil en EEUU.

Luego añaden: “el creciente intelectualismo de la América azul y el anti intelectualismo de la América roja, respectivamente, pueden explicar parcialmente la tendencia de ambos a ver al otro como una mezcla de denso, engañado y deshonesto”.

Queda claro que la arrogancia impulsada por la identidad intelectual y la arrogancia impulsada por el afecto anti intelectual reducen nuestra disposición a comprometernos con aquellos que al parecer no tienen la personalidad necesaria y la honestidad imprescindible. 

Esta división en las percepciones —pero unanimidad en la arrogancia— alimenta la creciente creencia de que la democracia está fallando y, por lo tanto, las políticas antidemocráticas o antiliberales están justificadas.

Marietta y sus colegas llevaron a cabo una serie de experimentos para ver qué sucede cuando los ciudadanos comunes se enfrentan a otros que tienen percepciones contrarias sobre asuntos como el cambio climático, el racismo y los efectos de la inmigración.

Una vez que se dan cuenta de que las percepciones de otras personas son “diferentes a las suyas”, señala Marietta, resulta mucho menos probable que los estadounidenses quieran estar cerca de aquellos que piensan distinto en sitios de trabajo, y es mucho más probable que concluyan que son estúpidos o deshonestos. Estas inclinaciones son simétricas. Los liberales rechazan a los conservadores tanto, o a veces más, que los conservadores que rechazan a los liberales. El desdén que nace de la identidad intelectual parece reflejar el desdén que surge del afecto anti intelectual.

La derecha populista odia a la izquierda intelectual porque odia ser condescendiente, odia lo que percibe como su hipersensibilidad y odia lo que ve como un nivel de feminidad antiestadounidense (que por alguna razón se asocia con el intelectualismo).

La izquierda intelectual realmente ve el Partido Republicano como un puñado de estúpidos “deplorables”. Se sienten absolutamente superiores a ellos, y lo revelan constantemente en Twitter y en otros lugares, irritando aún más a los "deplorables", señala por su parte Barker.

En realidad lo que hace Trump es aprovecharse de estas divisiones, y aunque las ha exacerbado no son su invención. Tomar conciencia del problema ayudaría a buscar una solución, pero mientras se continúe explotando con fines políticos (y ambos partidos no están libres de culpas), la amenaza de una profunda división del país continuará creciendo.

 

Credo en las redes


Hegel vio la temprana lectura del periódico, por lo general a la hora del desayuno, como el equivalente secular de la oración matutina. Luego la televisión trasladaría el ritual a las horas nocturnas, pero lo desposeyó de profundidad y contenido; lo convirtió en entretenimiento vacuo. Solo las redes sociales han logrado —finalmente— volver a brindarle esa oportunidad de creer y participar (o al menos la apariencia de participar) al individuo medio. Credo en las redes todopoderosas, repite a diario con sus acciones, y ni siquiera tiene que decirlo o afirmarlo. 

Dichos de muertos, verborrea de vivos


El pecado original de algunos exiliados anticastristas es que no son verdaderos demócratas. Frente al régimen de La Habana, gracias a las semejanzas que en ocasiones acompañan a los contrarios, encuentran su definición mejor. Ocurre en Miami y también en otros lugares. Además de una vocación caudillista que nunca los abandona, se aferran a tácticas y puntos de vista caducos. Su ideal es ejercer el monopolio del pensamiento opositor y viven en un mundo donde la guerra fría no ha terminado. Este tiempo detenido puede que les llene de esperanza —desde un punto de vista existencial—, pero solo contribuye a que su visión de la isla tenga validez en círculos muy reducidos: una casa, una cuadra, una Calle Ocho, algunos comentarios entre conocidos o en el intercambio nostálgico y belicoso entre pastelitos, tazas de café cubano y, en el mejor de los casos, algún habano que en realidad es dominicano.
Ese afán por aferrarse al pasado hace que sean los únicos herederos de la política de Washington en la época de Eisenhower y los hermanos Dulles, cuando era preferible un tirano anticomunista a un gobierno progresista. La época que propició la existencia de Odría, Rojas Pinilla, Pérez Jiménez, Trujillo, Somoza, Stroessner y Batista. Mentalidad que luego los llevó a apoyar a Pinochet y Fujimori, sin olvidar otras diversas dictaduras militares de un pasado más o menos reciente y una melancolía fervorosa por la España de Francisco Franco.
A esta estrategia de los años cincuenta del siglo pasado se ha unido la paranoia de algunos ex, que durante décadas se han incorporado al exilio, y que al tiempo que se identifican con el pensamiento de sus antiguos enemigos, son incapaces de librarse de la lógica del partido: dedicados ahora a aplicarla en la dirección contraria.
La tendencia hacia el totalitarismo es visible en el interés por anular toda opinión contraria y ejercer la censura en bibliotecas, escuelas, periódicos, revistas y sitios en internet; también en la incapacidad para admitir la independencia de poderes y en una voluntad empeñada en imponer sus criterios. Imposible que las ideas democráticas estén a salvo entre quienes no son demócratas.
  El anticastrismo totalitario soñaba a diario con la muerte de Fidel Castro. La imaginaba semejante a la partida de Batista de la isla. Muere el dictador y el reloj da una marcha atrás vertiginosa. Incapacitado frente al futuro y prisionero en la arcadia del presente, solo le quedaba mirar al pasado. No ocurrió así, pero persiste en su ilusión. Ahora ni siquiera se plantea la desaparición de Raúl Castro. Simplemente aguarda.
Lo insensato es negarse a ver la realidad de que está cambiando ya. ¿Cómo y cuándo? Ni en la forma que muchos esperaban ni tan rápido como se desea. Pero no hay que sentir temor a reconocer que el país no es el mismo que hace unos años atrás. No por voluntad de sus gobernantes sino porque el tiempo, la biología y ese desarrollo vago e incierto, que a veces se llama historia y otras destino, terminan por imponerse. Sin embargo, ante la falta de respuestas precisas o agradables, algunos prefieren refugiarse en la fantasía. 
Los que solo se preocupan por echar a un lado las opiniones contrarias y mirar hacia otro lado, frente a una nación que lleva años transformándose para bien y para mal, no tienen grandes dificultades en Miami. Lo poco que queda de la radio del exilio y algunos programas de televisión siguen  alentando rumores y dedicando su espacio a satisfacer el odio, la venganza y las quimeras de quienes entretienen su vida con fábulas y sueños torpes.
Este atrincheramiento se justifica en frustraciones y años de espera, pero ha contribuido a brindar una imagen que no se corresponde con la realidad de esta ciudad. Por décadas, un sector del exilio miamense se ha identificado con las causas y los gobiernos más reaccionarios de Latinoamérica. Al contar con los medios y el poder para destacar estas posiciones, no solo se han manifestado en favor de las más sangrientas dictaduras militares, sino defendido y glorificado a quienes colaboraron con estos regímenes, incluso en los casos de terroristas condenados por las leyes de este país.
En un intercambio de recriminaciones y miradas estereotipadas, en muchos casos la prensa norteamericana se ha limitado a mostrar las situaciones extremas y destacar las acciones de los personajes más alejados de los valores ciudadanos de este país. Al mismo tiempo, los exiliados han observado esa visión con ira y rechazo, pero también con un sentimiento de reafirmación.
Ni Miami es siempre tan intransigente como la pintan, ni en ocasiones tan tolerante como debiera. Olvidar que es una ciudad generosa con exiliados de los más diversos orígenes resulta una injusticia.
Quizá la clave del problema radica en esa tendencia a los extremos que aún domina tanto en Cuba como en el exilio, donde falta o es muy tenue la línea que va del castrismo al anticastrismo, palabras que por lo demás sólo adquieren un valor circunstancial.
De esta forma, ser de izquierda en esta ciudad se identifica con una posición de apoyo a Castro, mientras que los derechistas gozan de las “ventajas” de verse libres de cualquier sospecha.
No importan los miles de derechistas, reaccionarios y hasta dictadores de ultraderecha que en Latinoamérica, Europa y el resto del mundo se han manifestado partidarios del régimen de La Habana y colaborado con éste.  En Miami estas distinciones no se tienen en cuenta.
En igual sentido, cualquier posición neutral o de centro es vista con iguales reservas. Resulta curioso que mientras en Cuba se ha perdido parte de esta retórica ideológica —no en la prensa oficial pero sí en las opiniones cotidianas y en puntos de vista no gubernamentales aunque tampoco oposicionistas—, aquí nos mantenemos anclados en nuestro fervor “anticastrista”.
El problema con estos patrones de pensamiento es que resultan poco útiles a la hora de plantearse el futuro de Cuba. El “castrismo” —no importa lo diluido que se encuentre como ideología— actúa como un espejo en que aún reflejamos nuestras acciones y actitudes. En realidad, es un espejismo.
Los cubanos nos hemos destacado en agregar una nueva parcela al ejercicio estéril de ignorar el debate, gracias a practicar el expediente fácil de despreciar los valores ajenos. Aquí y en la isla nos creemos dueños de la verdad absoluta. Practicamos el rechazo mutuo, como si sólo supiéramos mirarnos al espejo y vanagloriarnos.
El encuentro de la diversidad de criterios ha quedado pospuesto. La apuesta reducida al todo o nada. Antes que discutir o aceptar diferencias, abogar por la uniformidad. Mientras tanto —y gracias al apoyo de diversos gobiernos en Washington, tanto demócratas como republicanos, ajenos a los verdaderos problemas de Cuba y poco deseosos de encontrar soluciones reales— se han reafirmado los cotos cerrados. Tras el paréntesis fugaz de los últimos años de la administración estadounidense de Barack Obama, la política de plaza sitiada ha vuelto a alimentar los discursos en La Habana, en Miami y Madrid,  complaciendo las frustraciones de muchos exiliados, aferrada en apoyar emocionalmente a una comunidad que en buena medida continúa girando en esa retórica gastada, aunque le renueven los disfraces a payasos y actores.

La comezón del exilio revisitada

A veces en el exilio a uno le entra una especie de comezón, natural y al mismo tiempo extraña: comienza a manifestar un anticastrismo elemen...