martes, 5 de abril de 2022

Los republicanos buscando la revancha encontraron la locura

 


Desde que finalmente Ronald Reagan pudo ganar una y luego otra elección presidencial, un grupo cada vez mayor dentro del Partido Republicano está empeñado en destruir la sociedad norteamericana, como aún se conoce, y sustituirla por otra en que impere la ley de la jungla. Su afán demoledor es comparable a los barbudos de Castro o los bolcheviques de Lenin. Son fanáticos ideológicos al igual que los trotskistas y los grupos radicales musulmanes, y para ellos no existe el término medio, el razonamiento común y el balance.
Entre demagogos, explotadores y políticos de pacotilla, la Cámara de Representantes de este país se ha convertido en una olla de grillos donde reinan los intereses de un grupo cada vez más poderoso, que se dedica a invertir sumas millonarias en los procesos electorales, para lograr imponer sus dictados.
Lo demás es ruido, frases huecas, consignas y prejuicios que varios charlatanes convertidos en legisladores han utilizado como parte de sus recursos para llegar a Washington. Todo ello gracias a un electorado que cada vez es más apático, inculto e indolente.
Aunque no hay que limitar las culpas a Donald Trump.
Si hubiera al menos una pizca de decencia en Washington, desde hace un par de años los republicanos estarían corriendo detrás de un buen equipo de abogados, para que representara al expresidente George W. Bush y otros personeros que merecen ser enjuiciados como criminales de guerra.
No se trata de un exabrupto liberal, como ya deben estar pensando algunos que han llegado hasta aquí en la lectura, Human Rights Watch (HRW) considera que el gobierno del presidente Barack Obama ha incumplido las obligaciones internacionales de Estados Unidos, porque se ha negado a investigar a Bush por supuestas torturas.
Hay “información sustancial que amerita la investigación criminal de Bush y otros funcionarios de su Gobierno, incluidos el exvicepresidente Dick Cheney, el exjefe del Pentágono, Donald Rumsfeld, y el exdirector de la Agencia Central de Inteligencia (CIA), George Tenet”, ha declarado HRW.
Sin embargo, los republicanos continúan en ese empeño que emprendieron con tesón e ira desde la llegada de Barack Obama a la Casa Blanca: hacer fracasar a la actual administración de Joe Biden en todos los terrenos.
No importa si para lograrlo tengan que arruinar a Estados Unidos. De lograr este objetivo, los republicanos volverían de nuevo a intentar destruir el Medicare, Medicaid y cualquier tipo de programa social que beneficie a los estadounidenses, privatizar los planes de retiro gubernamentales y acabar con cualquier plan que brinde beneficios a cualquiera que no es millonario.
Basta imaginar por un momento lo que hubiera ocurrido, durante la crisis financiera ocurrida bajo el mandato de George W. Bush,  si las intenciones de privatizar el seguro social hubieran tenido éxito. La mayoría de la población de la tercera edad ahora estaría en la miseria más absoluta. No los bancos, que siempre obtienen ganancias extraordinarias. Tampoco los millonarios, que perdieron millones y luego los recuperaron. Simplemente aquellos que esperan vivir en paz sus últimos años, en parte gracias a sus pensiones del seguro social, a las que han contribuido durante toda su vida.
Uno de los aspectos más graves de la situación actual es la falta de memoria de la población de este país.
En un primer momento, tras el triunfo de Obama, hubo la impresión de que tras los dos períodos presidenciales de Bush, los republicanos tendría que habérselas con las consecuencias de una presidencia que fracasó, en gran medida, por su compromiso ferviente con la ideología del movimiento: su unilateralismo agresivo en la política exterior; la fe ciega en que un Wall Street ejerciendo un papel dominante y sin ser regulado en forma alguna y una desagradable y punitiva “guerra cultural” contra las “élites” liberales.
Gracias a la persistente crisis internacional, los elevados precios del petróleo y los errores presidenciales de Obama ―que por una parte, durante los dos primeros años de su presidencia trató da abarcar demasiado, y por la otra buscó complacer a todos y se mostró pusilánime en más de una ocasión― ocurrió algo muy distinto. Donald Trump llegó a la presidencia producto de una frustración en el electorado frente a los políticos tradicionales y prometió ser la solución de todos los males, como los vendedores de mejunjes que tanto aparecían en los western tradicionales. Un poco por venganza hacia los políticos, otro por nostalgia y con no poca astucia y suerte dentro de un sistema de votación arcaico, ganó la presidencia y se creyó —se sigue creyendo— que esa carambola le permitiría repetir y crear una dinastía. La rabieta en la que persiste no solo está destruyendo al partido que equivocadamente le brindó la oportunidad de postularse sino amenaza a la nación.
En las últimas décadas el Partido Republicano ha estado eludiendo lo que tiene que hacer ―si quiere realmente ser un movimiento conservador e interesado en enmendar la sociedad civil que preconiza― y es liberarse del control que sobre él ejerce la ultraderecha sureña, en especial en su vertiente más reaccionaria, dominada en buena medida por los diversos grupos y sectas evangelistas.
Lo que impera, sin embargo, es un partido que cada vez está más empeñado en una contrarrevolución revanchista, que busca destruir todas las leyes, principios y normas que llevaron a la creación de una sociedad con servicios de seguridad social, asistencia pública y beneficios para los más necesitados, y volver a la época del capitalismo más salvaje de la década de 1920. El Partido Republicano debería, al menos, dejar a un lado la hipocresía y decirlo a las claras.


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