No ha dejado de ser una pesadilla para quienes nunca nos acostumbramos a su única victoria electoral. Tampoco ha perdido adictos entre sus seguidores más fieles. El fenómeno Trump ocupa a diario páginas de los periódicos, aparece en las pantallas de los televisores, impera en las redes sociales, reina en internet. No importa su ineficiencia presidencial durante cuatro años, la “era Trump” ha continuando influyendo sobre la sociedad estadounidense.
Por supuesto que no todo se debe al esfuerzo del exmandatario. La calamidad que para quien esto escribe significó el resultado de la votación electoral que llevó a Trump a la presidencia, las causas que hicieron que durante los dos primeros años de su mandato el Partido Republicano contó con el dominio de ambas cámaras se tradujo en una victoria política que se extendió a los cuatro años, más allá del triunfo demócrata en la Cámara en las elecciones de medio término y la epidemia de coronavirus: el crecimiento sustancial del poder judicial que culminó con el control por mayoría abrumadora de la Corte Suprema. Son precisamente los fallos de dicho tribunal los que más han contribuido al afianzamiento de esa ideología retrógrada que en la actualidad ejemplifica con creces al movimiento MAGA.
Si bien la efectividad presidencial de Trump, como gobernante, fue relativamente limitada en su mandato —y ello respondió en gran parte a que fue más destructiva (sobre el legado de Obama), que constructiva (sobre su propio plan de gobierno)—, en cambio resultó traumatizante, no solo emocionalmente para sus detractores, sino para Estados Unidos y su propio partido, que en buena medida —y salvo las posiciones de algunos de sus miembros más valiosos, aunque en la actualidad no muy efectivos— ha terminado convertido en un simple instrumento del exmandatario: tramoya para su circo.
El mayor fracaso de los legisladores republicanos al inicio de la presidencia de Trump —y en especial quienes están al frente de ambas cámaras— fue la incapacidad para cumplir en el plazo de dos años, hasta la llegada de las elecciones legislativas que sabían no les favorecería, con un plan de gobierno que alcanzara más que la reforma en los impuestos para beneficio de los más ricos. Contaban con una situación económica favorable, heredada de la pasada administración, y un alza bursátil que pronto fue estimulada por los beneficios fiscales alcanzados, pero no solo no lograron destruir el plan de salud creado durante la presidencia de Obama sino tampoco llevar a cabo una transformación económica y social profunda, que ampliara las posibilidades de adquirir mayor político en los estados donde ninguno de los dos partidos domina completamente, como para lograr ampliar su dominio.
Durante esos cuatro años, no se cumplieron cabalmente dos pronósticos: ni Trump se convirtió en un prisionero de su partido ni al inicio la organización se transformó a consecuencias de su elección. Ocurrió una especie de simbiosis, donde cada cual permitía al otro beneficiarse sin interferirse mutuamente. Los escándalos casi a diario del mandatario tuvieron un papel de distracción cuya clave resultó ambivalente: no eran tan dañinos como para impedir la marcha de un proyecto —pese a las tímidas quejas de algunos legisladores republicanos— y al mismo tiempo esa función de “distracción” actuaba en dos vías opuestas, tanto en cierta dilatación de ciertos planes de la Casa Blanca como en concentrar la atención del público —y especialmente los medios de prensa— en cuestiones que, en última instancia, no preocupan sustancialmente a su base de electores.
Con la marcha en específico del gobierno —y colocando a un lado la situación de excepcionalidad creada por la epidemia de coronavirus— ocurrió algo similar. Más allá del sonido y la furia, por momentos llegó a surgir la esperanza de que el mandatario terminara no lo que han demostrado los primeros meses de, y pese a su retórica, Trump acabaría comportándose no como el caudillo que muchos habíamos temido, en lo que se refería a imponer su agenda política anunciada, sino que se estaba dejando “asesorar” y “escuchaba” las opiniones de los expertos. Así la guerra en Afganistán había en manos por completo de las decisiones del alto mando militar —al contrario de lo ocurrido durante el Gobierno de Obama—; la CIA tenía luz verde para su labor en lo que respectaba a Irán y el proyecto de sustitución de la reforma de salud era fundamentalmente creación de la dirección legislativa republicana, y en particular del presidente de la Cámara de Representantes, Paul Ryan. Por su parte, aunque la reforma fiscal transitó por el conocido camino de beneficiar sobre todo a los más favorecidos y el cacareado plan de creación de infraestructura —que nunca se llevó a cabo— no iba a pasar de un proyecto empresarial para beneficiar al capital privado, el gobierno republicano —aunque con sus características extremas— se encaminaba propósitos similares que anteriores gobierno de igual partido.
Por otra parte, tras los primeros meses o el primer año de mandado, Trump parecía que se apartaba en alguna media al abandono de la agenda populista que había contribuido a su victoria. Aunque mantenía el aspecto verbal de su agenda populista —embestida contra la inmigración mexicana, “islamofobia”, exaltación machista— ese populismo era simplemente un instrumento acorde a las circunstancias nacionales e internacionales, pero no su razón de ser, al estilo de tantos gobernantes latinoamericanos y de algunos europeos.
Sin embargo, toda esta percepción cambió por completo tanto cuando tuvo que enfrentarse a unas circunstancias extraordinarias, causadas por la epidemia de coronavirus, como cuando tuvo que enfrentarse a una derrota electoral que aún no ha aceptado. El peor Trump, el de los pronósticos más pesimistas se impuso entonces. No solo se negó a escuchar a los expertos, en lo referido a la epidemia, sino que los dos segundos años de mandato fueron dominados por el caos y el voluntarismo de una forma más extrema. El tiempo y la derrota también han permitido que salgan a la luz, en especial por algunos de sus colaboradores más cercanos, ese comportamiento irresponsable, erróneo e impositivo que desde sus inicios políticos parecía caracterizarlo. No hay duda. En lo profundo de su pensamiento y acción Trump se caracteriza por actuar igual que frente a las cosas más banales. Es uno y semejante en todo.
Esto nos deja en la actualidad de cara a cara con el Trump “más malo”, como anticipo y advertencia si ocurre el momento nefasto de que vuelva a la Casa Blanca. No habrán más funcionarios de carrera, expertos administrativos o asesores que intenten frenarlo o encaminarlo. Solo se admitirán lacayos. La agenda ideológica y la moral de convento y escuela dominical tendrá una importancia fundamental —DeSantis se ha dado cuenta de ella y desde ahora se ha lanzado a competir con él— y con los años acabará de “santurrón”. Usara todos los trucos y artimañas electorales. Y peor que eso. Ya el senador Lindsey Graham se atrevió a lanzar una amenaza fascista de disturbios en las calles si Trump es procesado por la investigación del FBI sobre los documentos clasificados que el expresidente se llevó para su mansión en Mar-a-Lago. Todo en juego para tratar de repetir un 8 de noviembre de 2016 en Estados Unidos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario