jueves, 1 de septiembre de 2022

El futuro sigue siendo incierto en Estados Unidos


Hay motivos para cierta añoranza. Los debates de los candidatos en la elección presidencial de 2012 dejaron claro a quienes quería beneficiar cada contendiente. Mitt Romney habló del entonces famoso y hoy olvidado “47 por ciento” y Barack Obama no dejó de insistir sobre la necesidad de que quienes tenían mayores ingresos hicieran una contribución fiscal mayor.
De esta manera, la ecuación se definía de forma muy sencilla: los más ricos debían de votar por Romney, ya que prometía reducirle los impuestos, y los más pobres por Obama, ya que aseguraba mantendría los programas de ayuda social.
Luego las cosas se han complicado bastante. A las pobres perspectivas de futuro y la constante inseguridad ciudadana se ha unido una creciente manía de los políticos a ofrecer promesas que ellos mismo saben son irrealizables, pero que desde el punto de vista emocional despiertan pasiones. No es que dicha táctica no se practicara antes, pero el cinismo actual que la acompaña no deja de asombrar.
El derroche de populismo y demagogia actual, que en especial caracteriza al Partido Republicano —tras la victoria primero y posterior derrota electoral de Donald Trump— ha terminado acoplándose con una actitud que ya otras veces se ha manifestado entre los votantes: no siempre se vota de acuerdo a las conveniencias sino a las expectativas, ilusiones y hasta de acuerdo a sentimientos menos afortunados y más vulnerables, como son la frustración, la ira y el odio.
Si el destino de las políticas o los políticos que favorecen a los afortunados se definieran solo por los intereses de quienes acuden a las urnas la aritmética definiría los resultados: los ricos son menos, los pobres son más. No ocurre así. En el grupo de los que patrocinan los privilegios o beneficios para los que más tienen hay no solo ricos, sino otros que se identifican con estas políticas y lo hacen por diversas razones, desde una especie de empatía hasta un sentimiento de pertenencia de clase, por supuesto imaginario. Pero también está presente una identificación con una serie de valores que trascienden una definición utilitaria estrecha, y en la que entran desde criterios familiares hasta consideraciones económicas más amplias.
Para tratar de explicar este fenómeno con una anécdota, recuerdo ahora que hace años conocí a quien había sido uno de los jefes de turno de maleteros de la aerolínea Eastern en Miami.
La Eastern desapareció de esta ciudad por un conjunto circunstancias, las cuales se pueden resumir como parte de la “revolución económica nacional” que, a partir de la llegada del republicano Ronald Reagan al poder, cobró fuerza y se extendió a todos los sectores del país; aunque en cierto sentido ya venían manifestándose con anterioridad. Conflictos laborales con sindicatos atrincherados en no solo mantener elevados salarios y amplios beneficios; costos elevados; una compra que sirvió solo para despedazar la compañía y venderla a pedazos y sobre todo un proceso de desregularización que al tiempo que intensificó la competencia con aerolíneas nacionales y de otros estados, y condujo a una rebaja en los boletos, puso al descubierto la debilidad de una firma atrapada en sus laureles.
Pues bien, este exjefe de maleteros había acumulado un buen número de acciones de la Eastern gracias a su plan de beneficios, y soñaba con una vejez tranquila. Tras la bancarrota de la empresa, la liquidación por estas acciones se había reducido a un cheque anual por menos de un dólar (lo vi en más de una ocasión). Luego de varios años de desempleo había tenido la suerte de conseguir un trabajo peor remunerado, en que no era jefe de nada y mandadero de todos.
Lo curioso es que continuaba siendo un republicano furibundo y se mantenía al tanto de la Bolsa de Nueva York aunque ahora no tenía acciones de ningún tipo. Cuando hablaba del culpable de la desaparición de la Eastern decía que el culpable de todo era el expresidente demócrata Jimmy Carter, ya que durante su gobierno se había iniciado el proceso de desregularización de la industria de viajes aéreos en Estados Unidos. 
Al intentar aclararle que esa medida y la estrategia tras ella no era más que un elemento del neoliberalismo —que por entonces él alababa con fervor en la figura de republicano George W. Bush—, se negaba a entender y seguía aferrado en que el culpable era el demócrata Carter. Murió convencido de ello.
Los ciudadanos no siempre votan de acuerdo con lo que es mejor para sus propios bolsillos. Entre 1979 y 1995, los trabajadores norteamericanos aceptaron con complacencia las desigualdades en riqueza e ingreso y el aumento vertiginoso de las ganancias corporativas. Los votantes favorecieron a los candidatos republicanos dispuestos a recortar los impuestos (Reagan) y castigaron a los que los aumentaron (Bush padre). Las letanías de que las diversas reducciones de impuestos han beneficiado principalmente a los ricos han tenido un efecto limitado en las urnas. Cualquier propuesta para regular los negocios es inmediatamente tachada de comunista o izquierdista, antinorteamericana o anticuada.
El auge económico de los noventa hizo olvidar el crecimiento sin límites de la brecha que separa a los ricos y los pobres. De pronto, el país entero empezó a jugar a la Bolsa de Valores, y desde los empleados de limpieza hasta los directores de empresa todos se convirtieron en inversionistas. La gran recesión ocurrida durante el segundo mandato de George W. Bush permitió la llegada al poder del demócrata  Barack Obama, pero al tiempo que la economía superó la crisis, las desigualdades no solo han persistido sino que han aumentado.
Más del cuarenta por ciento del ingreso total de la población estadounidense está en manos del diez por ciento de los que reciben mayores ganancias. Las cifras son similares a las existentes por los tumultuosos veinte del siglo pasado, que luego fueron reducidas hasta finales de los años setenta, cuando comenzaron a aumentar de nuevo. El uno por ciento de las familias más acaudaladas poseen en la actualidad más del cuarenta por ciento de todos los medios económicos, entre ellos viviendas e inversiones financieras, lo que es superior a cualquier cifra en años anteriores a 1929. Como señala el exasesor republicano Kevin Phillips en su libro Wealth and Democracy, Estados Unidos ha regresado a la época de los Vanderbilt, Rockefeller, Carnegie y Morgan de finales del siglo XIX. 
Sin embargo, tras los dos gobiernos de Obama logró imponerse por un estrecho margen una figura como Donald Trump, cuyo mandato caótico —plagado de escándalos, errores y crisis de todo tipo— hizo que pasara a un segundo plano el análisis sensato de la situación económica del ciudadano promedio. La epidemia de coronavirus se sumó a esa situación inestable que la presidencia de Joe Biden ha tratado de superar, pero solo lo ha logrado a medias. 
Poco hace esperar que esta nación tome un rumbo más sensato, que renazca el interés en que el extraordinario avance tecnológico también debe reflejarse en una reducción de la jornada laboral y en mejores beneficios para los empleados, y no solo en las cuentas bancarias de los grandes ejecutivos y poderosos accionistas.
Aunque hablar del deterioro de la case media no ha dejado de tener vigencia en el discurso político —y cada partido interpreta el hecho según su ideología—, en la práctica la “guerra cultural”, la cuestión de la identidad y el tribalismo partidista dominan la discusión. 
El crecimiento de la clase media siempre fue el colchón para atajar las desigualdades, el antídoto perfecto ante la lucha de clases y la esperanza de millones. Sin embargo, tras el fin de la guerra fría, la desaparición de la Unión Soviética y el campo socialista, con un desarrollo tecnológico impresionante y un avance sostenido del comercio global, el mundo entró en una época de crecimiento de las desigualdades, económicas y sociales, que ha servido de motor para el aumento de tendencias extremistas y excluyentes, donde abundan las promesas de una “vuelta al pasado”.
Contrario a lo que se pensó en un primer momento, lo que podría considerarse la revolución postindustrial de las empresas dot.com y la internet no significó un crecimiento de la clase media y la pequeña empresa. En primer lugar porque tras el estallido de la burbuja gran número de ellas fracasaron, y en segundo porque se produjo un fenómeno de asimilación, en que la dot.com se adoptó como parte de una empresa ya existente, y los verdaderos triunfadores se convirtieron en grandes empresas con un personal reducido. De esta manera, la economía tradicional terminó controlando la tecnología, salvo casos excepcionales. Al final, el verdadero éxito no se concreta hasta que se cotiza en Wall Street.

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